—¿Nada? —gritó Bitterblue—. ¿Estás seguro? ¿Dónde están todos?
—Thiel ha ido abajo, a alguna parte —contestó el hombre, todavía inclinado hacia fuera desde la ventana y corriendo un gran peligro; hablaba en voz alta, pero con calma, para que ella pudiera oír lo que decía—. Darby está ebrio. Runnemood se encuentra en la ciudad para asistir a unas reuniones, y Rood está consultando con los jueces de la Corte Suprema los casos programados.
—Pero… —El corazón de Bitterblue parecía querer abrirse paso a golpes a través del pecho. Deseaba ir hacia el hombre y tirar de él para que se bajara del alféizar y entrara al despacho, pero temía que, si se acercaba demasiado y lo tocaba, él podría sobresaltarse y quizá caer al vacío—. ¡Holt! ¡Bájate de ahí! ¿Qué haces?
—Nada, solo me preguntaba qué pasaría, majestad —contestó, todavía inclinado hacia fuera.
—Vuelve aquí dentro ahora mismo —ordenó Bitterblue.
Encogiéndose de hombros, Holt se bajó al suelo justo cuando Thiel entraba en el despacho.
—¿Qué pasa? —inquirió el consejero de forma cortante—. ¿Qué ocurre aquí?
—¿Qué querías decir con que te preguntabas qué pasaría? —insistió Bitterblue sin hacer caso a Thiel.
—¿Nunca ha pensado qué ocurriría si saltara desde una ventana alta, majestad? —preguntó Holt a su vez.
—¡No! —gritó ella—. ¡No me pregunto qué ocurriría! Lo sé. Mi cuerpo se destrozaría con el impacto y me mataría. Y a ti te pasaría lo mismo. ¡Tu gracia es la fuerza, Holt, nada más!
—No pensaba saltar, majestad —contestó con la misma actitud despreocupada que empezaba a ponerla furiosa—. Solo quería ver qué pasaría.
—Holt —dijo Bitterblue con los dientes apretados—, te prohíbo terminantemente que te subas al alféizar de una ventana y mires abajo preguntándote cosas así. ¿Me has entendido?
—¡Será posible! —rezongó Thiel, que fue hacia Holt y, agarrándolo por el cuello, lo empujó hasta la puerta de una forma que casi resultaba cómica, ya que el guardia era más alto que él, muchísimo más fuerte y casi veinte años más joven, pero Holt volvió a encogerse de hombros, sin protestar—. Recobra la compostura, hombre —añadió el consejero—. Y deja de dar sustos a la reina.
A continuación abrió la puerta y lo empujó fuera.
—¿Se encuentra bien, majestad? —preguntó Thiel, que cerró de un portazo y se volvió hacia ella.
—No entiendo a nadie —dijo Bitterblue con abatimiento—. No entiendo nada. Thiel, ¿cómo voy a ser soberana de un reino de chiflados?
—Tiene razón, majestad. Ha sido todo un espectáculo.
A continuación, el consejero tomó varios fueros de encima de su mesa, se le cayeron al suelo, los recogió y se los tendió a Bitterblue con un gesto adusto y las manos temblorosas.
—¿Qué te ha pasado, Thiel? —preguntó Bitterblue al ver el vendaje que asomaba por debajo de una manga al consejero.
—No es nada, majestad —contestó él—. Solo un corte.
—¿Te lo ha visto alguien cualificado?
—Para esto no es menester un sanador, majestad. Ya me he ocupado yo.
—Me gustaría que Madlen lo examinara. A lo mejor hay que coserlo.
—No hace falta.
—Eso es algo que tendrá que decidir un sanador, Thiel.
El consejero se puso erguido.
—Ya lo ha cosido un sanador, majestad —manifestó con firmeza.
—¡Vale, vale! Entonces, ¿por qué me has dicho que te habías ocupado tú mismo del corte?
—Porque me ocupé de ponerme en manos de un sanador.
—No te creo. Enséñame los puntos.
—Majestad…
—Rood —llamó Bitterblue al consejero de cabello blanco, que acababa de entrar al despacho resoplando entre jadeos por el esfuerzo de subir la escalera—. Ayuda a Thiel a quitarse ese vendaje para que yo vea los puntos.
Sin dar señal alguna de confusión, Rood hizo lo que le pedía. Unos segundos después, los tres miraban el corte largo y diagonal a través de la parte interior de la muñeca del primer consejero; estaba perfectamente cosido.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó Rood, que estaba visiblemente afectado.
—Con un espejo roto —fue la rotunda respuesta de Thiel.
—Dejar desatendida una herida como esa sería un asunto muy serio —sentenció Rood.
—Ya está recibiendo atención más que de sobra —repuso Thiel—. Ahora, con el permiso de los dos, tengo muchas cosas que hacer.
—Thiel —se apresuró a decir Bitterblue con la intención de que el hombre siguiera a su lado, pero sin saber cómo conseguirlo. ¿Una pregunta sobre el nombre del río mejoraría las cosas o las empeoraría?—. El nombre del río… —se aventuró a decir.
—¿Sí, majestad?
Bitterblue lo observó un momento buscando una brecha en la fortaleza inexpugnable que era el rostro del primer consejero, las aceradas trampas que eran los ojos, y no encontró nada salvo una tristeza extraña, personal. Rood puso la mano en el hombro de Thiel y chasqueó la lengua. El primer consejero se quitó la mano de encima con un movimiento y fue hacia su mesa. Fue entonces cuando Bitterblue se dio cuenta de que cojeaba.
—Thiel —lo llamó de nuevo. Haría otra pregunta.
—¿Sí, majestad? —susurró él, sin volverse hacia Bitterblue.
—¿Por casualidad no sabrás los ingredientes del pan?
Al cabo de unos segundos, Thiel se volvió para mirarla.
—Algún tipo de levadura como agente fermentador, majestad —dijo—. Harina, que es, creo, el ingrediente de mayor porcentaje en la masa. Agua o leche —agregó, con más confianza—. ¿Sal, tal vez? ¿Quiere que le busque una receta, majestad?
—Sí, Thiel, por favor.
Thiel se retiró para buscarle una receta para el pan, tarea que era ridícula para el primer consejero de la reina. Lo siguió con la mirada mientras salía por la puerta, cojeando, y advirtió que el pelo empezaba a clarearle por arriba. No lo había notado hasta ahora y, de algún modo, le resultó insoportable. Recordaba a Thiel con una mata de cabello oscuro. Lo recordaba mandón y seguro de sí mismo. También lo recordaba desmoronado y lloroso, desconcertado, ensangrentado, en el suelo de los aposentos de su madre. Recordaba a Thiel de muchas formas, pero jamás había pensado en él como un hombre que estaba envejeciendo.
A continuación se dirigió a la biblioteca, pero antes hizo un alto en sus aposentos para echar una mirada furiosa a su lista de piezas de rompecabezas. La sacó con brusquedad del extraño libro de ilustraciones y la releyó; suponía que la lista también era una especie de código cifrado, en el sentido de que cada parte de la misma guardaba un significado que aún no se revelaba. Luchando para contener las lágrimas y harta de problemas, harta de la gente que hacía cosas sin sentido y mentía, escribió «MIERDA», en enormes mayúsculas, de lado a lado al pie de la página, una expresión de insatisfacción general con el estado de todas las cosas.
«Podría ser un código, y “mierda” podría ser la clave. ¿No sería maravillosamente sencillo?».
Po
, dirigió el pensamiento a su primo mientras salía disparada hacia la biblioteca, con la lista apretada en el puño.
¿Estás por aquí? Tengo que hacerte unas preguntas
.
Sobre el escritorio de Deceso en la biblioteca solo estaba el gato, enroscado en una prieta bola que le marcaba todas las vértebras. Bitterblue dio un rodeo para no pasar cerca de él. Deambulando de sala en sala, por fin encontró a Deceso, plantado entre dos hileras de estantes y utilizando uno vacío que tenía delante como escritorio para garabatear algo de forma febril. Páginas y páginas. Llegó al final de una, la levantó, la sacudió para que la tinta se secara y la apartó a un lado mientras la mano con la que escribía se deslizaba a través de la siguiente antes de haberse quitado de encima la anterior. A Bitterblue le costaba trabajo creer lo deprisa que escribía el bibliotecario. Llegó al final de esa página y empezó otra sin pausa. Al final de esa, empezó con la siguiente, y entonces soltó de repente la pluma y se quedó con los ojos cerrados al tiempo que se daba un masaje en la mano.
Bitterblue se aclaró la garganta. Deceso dio un brinco, sobresaltado, y los ojos diferentes y algo desorbitados se desviaron como un rayo hacia ella.
—Ah, majestad —dijo, más o menos como alguien que al examinar un agujero en un manzana dice: «Ah, gusanos».
—Deceso —Bitterblue agitó en el aire el papel que había llevado consigo—, tengo una lista de preguntas. Quiero saber si tú, como mi bibliotecario, conoces las respuestas o cómo encontrarlas.
Aquello pareció dejar a Deceso absolutamente desconcertado, como si le estuviera pidiendo que hiciera un trabajo que no era de su incumbencia. El hombre siguió frotándose la mano, y Bitterblue deseó que le estuviera doliendo a rabiar con calambres. Por fin, sin decir nada, Deceso alargó los dedos y cogió el papel.
—¡Eh! —protestó Bitterblue sobresaltada—. ¡Devuélveme eso!
El bibliotecario echó un vistazo al papel por delante y por detrás y después se lo devolvió —sin mirarla siquiera, como si no viera nada— con el ceño fruncido en un gesto pensativo. Bitterblue, que recordó alarmada que, cuando Deceso leía una cosa ya la recordaba para siempre sin tener que volver a consultarla jamás, releyó las dos caras en un intento de evaluar los posibles perjuicios.
—Algunos de esos planteamientos son un tanto vagos, ¿no cree, majestad? —sugirió Deceso—. Por ejemplo, la pregunta «¿Por qué todo el mundo está loco?», y la referente a por qué cree que faltan tantas piezas del rompecabezas en todas partes…
—No he acudido a ti por eso —lo interrumpió de mal humor—. Quiero saber si tienes conocimiento de lo que hizo Leck, y quién, si es que hay alguien que lo hace, me está mintiendo.
—En cuanto a la pregunta del centro, sobre las razones de un hombre para robar una gárgola, majestad —continuó Deceso—, la criminalidad es una forma de expresión natural en el ser humano. Todos somos en parte luz y en parte sombra…
—Deceso —lo interrumpió de nuevo—. No sigas haciéndome perder el tiempo.
—¿Lo de «MIERDA» es una pregunta, majestad?
Bitterblue estaba ahora peligrosamente cerca de hacer algo que nunca se perdonaría: echarse a reír. Se mordió el labio y cambió el tono:
—¿Por qué me diste ese mapa?
—¿Qué mapa, majestad?
—El pequeño, el de vitela —contestó—. Vamos a ver, tú, que consideras tu trabajo tan importante que no se te puede interrumpir, ¿por qué te molestaste en subir a mi despacho para entregarme ese mapa?
—Porque el príncipe Po me pidió que lo hiciera, majestad.
—Comprendo. ¿Y…?
—¿Y qué, majestad?
Bitterblue esperó con paciencia sin apartar los ojos de los del bibliotecario. Por fin Deceso cedió.
—No tengo ni idea de quién puede estarle mintiendo, majestad. No tengo razones para pensar que alguien miente aparte de que es algo que la gente hace. Y si lo que me pregunta es qué hacía el rey Leck en secreto, majestad, usted debería saberlo mejor que yo. Usted pasó más tiempo con él.
—Yo desconozco sus secretos.
—Igual que yo, majestad, y, como ya le dije, que yo sepa no guardaba archivos de nada. Y tampoco sé de otros que lo hicieran.
No le hacía gracia darle a Deceso la satisfacción de saber que la había decepcionado, así que se dio la vuelta antes de que él lo viera en su semblante.
—Puedo responder a su primera pregunta, majestad —dijo el bibliotecario a su espalda.
Bitterblue se paró en seco. Esa pregunta era: «¿
Quiénes son mis “hombres principales”
?».
—La pregunta está relacionada, de un modo bastante conspicuo, con las palabras escritas en la parte posterior de la lista, ¿no es así, majestad?
«Lo que dijo Teddy».
—Sí —admitió Bitterblue mientras se volvía hacia él.
—«Supongo que la pequeña reina está a salvo hoy sin su presencia, porque sus hombres principales pueden hacer lo que haría usted. Una vez que uno aprende a cortar y coser, ¿acaso lo olvida por la injerencia de algo o de alguien? ¿Aunque quien interfiriera fuera Leck? Ella me preocupa. Mi ilusión es que la reina sea una persona que va en pos de la verdad, pero, si por hacerlo se convierte en el blanco de alguien, no». ¿Estas palabras se las dijeron a uno de sus sanadores, majestad?
—En efecto —susurró Bitterblue.
—¿Puedo asumir, pues, majestad, que ignora que hará unos cuarenta y tantos años, antes de que Leck subiera al poder, sus consejeros Thiel, Darby, Runnemood y Rood eran unos jóvenes sanadores, brillantes en su oficio?
—¡Sanadores! ¿Sanadores cualificados?
—Entonces Leck asesinó a los viejos reyes —prosiguió Deceso—, se coronó e incluyó a los sanadores en su equipo de consejeros… Tal vez «interponiéndose» entre los hombres y su profesión médica, si lo preferís, majestad. Esas palabras parecen sugerir que un sanador de hace cuarenta y tantos años sigue siendo sanador en la actualidad, por lo que la considera a salvo en compañía de sus «hombres principales», sus consejeros, majestad, aunque sus sanadores oficiales no estén a mano.
—¿Cómo sabes esto sobre mis consejeros?
—No es ningún secreto, majestad, para cualquiera que sea capaz de recordar. Mi memoria tiene la ayuda de tratados de medicina que hay en esta biblioteca, escritos hace mucho tiempo por Thiel, Darby, Runnemood y Rood, cuando eran estudiantes de las artes curativas. Infiero que a los cuatro se los consideraba jóvenes promesas de primer orden.
La mente de Bitterblue estaba repleta del recuerdo de Rood y Thiel hacía un rato, los dos observando con atención la herida de Thiel. Repleta de su discusión con su primer consejero, que al principio dijo haberse ocupado él mismo de la herida y después afirmó que había recurrido a un sanador para que la cosiera.
¿Las dos afirmaciones habían sido ciertas? No se habría cosido él mismo, ¿verdad? ¿Y le había ocultado su pericia, como llevaba haciendo hasta donde a Bitterblue le alcanzaba la memoria?
—Mis consejeros son sanadores —dijo en voz alta, apocada de repente—. ¿Por qué iba Leck a elegir sanadores como sus consejeros políticos?
—No tengo la más remota idea —contestó Deceso con impaciencia—. Solo sé que lo hizo. ¿Quiere leer los tratados de medicina, majestad?
—Sí, claro —contestó sin entusiasmo.
Po apareció entonces entre las estanterías; llevaba al gato del bibliotecario en brazos y hacía ruidos como si le diera besitos en la pelambre, nada menos.
—Deceso,
Amoroso
huele hoy estupendamente. ¿Lo has bañado? —dijo.