Bitterblue (49 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

—Oh. —A Po se le cayó el cubierto de plata—. Ojalá que el asunto de Elestia no estuviera ocurriendo ahora. Están pasando demasiadas cosas y nada va bien.

Con la piel de la rata metida en el bolsillo, Bitterblue no tenía argumentos para discutirle eso. A primera hora de la mañana, se dirigió a la biblioteca y se la enseñó a Deceso. Al verla, el bibliotecario demudó el rostro, que se puso de ocho matices de gris diferentes.

—Por los cielos benditos —masculló con voz enronquecida.

—¿Qué opinas de esto? —preguntó Bitterblue.

—Creo… —Deceso hizo una pausa y dio la impresión de que estaba pensando realmente—. Creo que tengo que replantearme la ubicación actual de los estantes de los relatos del rey Leck, majestad, porque están en una sección reservada a la literatura fantástica.

—¿Y eso es lo que te preocupa? —demandó Bitterblue—. ¿La ubicación de tus libros? Manda a alguien a buscar a Madlen, ¿quieres? Me voy a mi mesa, donde trataré de leer cómo monarquía es tiranía —dijo, tras lo cual se alejó de mal humor porque se dio cuenta de que no había estado muy mordaz con la réplica.

La reacción de Madlen fue mucho más satisfactoria. Entrecerrando los ojos para mirar la piel, anunció:

—¡Ummm… Ummm…!

Luego procedió a hacer mil preguntas. ¿Quién la había encontrado y dónde? ¿Cómo se había comportado la criatura? ¿Cómo se había defendido lady Katsa? ¿Lady Katsa se había encontrado con alguna persona? ¿Dónde, exactamente, empezaba ese túnel? ¿Qué se iba a hacer, cuándo y por quién?

—Esperaba que tuvieras alguna facultad perceptiva médica que nos sirviera de ayuda —logró decir Bitterblue entre pregunta y pregunta.

—Es puñeteramente peculiar, majestad —dijo Madlen, que a continuación miró el tapiz de la mujer de cabello rojo, giró sobre sus talones, y se marchó.

Suspirando, Bitterblue se volvió hacia
Amoroso
, que estaba repantigado en la mesa y la miraba con la barbilla apoyada en una zarpa.

—Es estupendo tener empleados a todos estos expertos —dijo. Entonces sostuvo la punta de la piel delante del gato y le dio golpecitos en la nariz con ella—. ¿Qué opinas tú?

Amoroso
dejó muy claro que no tenía opinión en absoluto.

No le permitiré entrar a nuestros aposentos. Paradójicamente, su respuesta a mi atrincheramiento es apostar a sus guardias al otro lado de la puerta. Cuando va al cementerio, exploro sus habitaciones. Busco un pasadizo al exterior, pero no encuentro nada.

Si conociera sus secretos y sus planes, ¿podría impedírselo? Pero no sé leerlos ni puedo encontrarlos. Las esculturas me observan mientras busco. Me dicen que el castillo tiene secretos y que él me matará si me descubre fisgoneando. Era una advertencia, no una amenaza. Les caigo bien; él, no.

Esa noche, Bitterblue estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de su dormitorio, preguntándose si merecía la pena intentar encontrarle sentido al fragmento decodificado de su madre habida cuenta de que la mitad parecía una delirante locura.

—¿Majestad? —dijo una voz desde la puerta.

Bitterblue se volvió, sobresaltada. Era Raposa.

—Le pido perdón por la intrusión, majestad —se disculpó la graceling.

—¿Qué hora es?

—La una en punto, majestad.

—Una hora un tanto avanzada para intromisiones.

—Lo siento, majestad. Es que tengo que decirle algo.

Bitterblue salió de entre las sábanas bordadas de su madre, se levantó del suelo y fue hacia el tocador; de pie delante del mueble, deseó escapar de los secretos de su madre y de los de su padre mientras Raposa se encontrara en el dormitorio.

—Habla —instó; imaginaba de lo que se trataba.

—Encontré un juego de llaves en un rincón, en un cuarto trasero de la herrería que está vacío, majestad —empezó Raposa—. No estoy segura de para qué servían esas llaves. Yo… Podría haberle preguntado a Ornik, pedirle su opinión —continuó, vacilante—, pero estaba husmeando cuando las encontré, majestad, y no quería que él lo supiera. Entró y creyó que estaba esperándolo, majestad. Pensé que lo mejor sería no sacarlo de su error.

—Entiendo —dijo Bitterblue con sequedad—. ¿No podrían haber sido, simplemente, unas llaves de la herrería?

—Lo comprobé, majestad, y no eran de allí. Eran llaves grandes, magníficas, con aspecto de ser importantes, en nada parecidas a cualquier otra que hubiera visto hasta entonces. Pero antes de que tuviera ocasión de traéroslas, majestad, me desaparecieron del bolsillo.

—¿De veras? ¿Te refieres a que alguien las robó?

—No lo sé con seguridad, majestad. —Raposa bajó los ojos y se miró las manos enlazadas.

La graceling sabía perfectamente bien que Bitterblue sabía perfectamente bien que ella se pasaba todo el día en una plataforma con un ladrón, el cual —basándose en los últimos acontecimientos— tenía toda la apariencia de estar relacionado de algún modo con la reina. Bitterblue entendía que Raposa hubiera decidido no acusar de robo a Zaf en el acto. Que ella supiera, cabía la posibilidad de incurrir en la cólera de la reina si lo hacía.

Al mismo tiempo, si no estuviera involucrado Zaf, ¿se habría mantenido esa conversación sobre las llaves? Siendo Zaf el que las había robado, Raposa no tenía más remedio que hablarle de ellas a la reina, por si acaso lo hacía Zaf. Independientemente de las intenciones que tuviera la graceling y de dónde las hubiera encontrado en realidad.

—¿Has descubierto algo nuevo sobre la corona, Raposa? —le preguntó como una especie de prueba, para ver si coincidía lo que contaban unos y otros.

—El tal Gris se niega a vendérsela a usted, majestad —respondió Raposa—. Y está difundiendo rumores. Pero solo lo hace para que usted se ponga nerviosa y estrechar así la red alrededor de su majestad. No revelará a la gente lo que para usted es más importante que no se sepa, para después chantajearla con la amenaza de contarlo si a cambio no le da lo que quiere.

Por desgracia, los informes coincidían.

—Muy listo —comentó Bitterblue—. Gracias por contarme lo de las llaves, Raposa. Helda y yo estaremos ojo avizor para dar con ellas.

Una vez que Raposa se hubo marchado, Bitterblue abrió el baúl de su madre, buscó debajo de la pelambre de la rata y sacó las llaves.

Casi se había olvidado de ellas con la aparición de la piel plateada y dorada y los planes de todos sus amigos. Entonces, con un farol en la mano sana, salió de sus aposentos. Tras haber bajado por la escalera de caracol que conducía al laberinto, apoyó el hombro derecho en la pared y dio los giros necesarios para llegar al centro.

La primera llave que probó abrió la puerta de la habitación de su padre con un sonoro chasquido.

Dentro, Bitterblue se plantó ante los ojos vigilantes de las esculturas salpicadas de pintura.

—¿Y bien? —instó—. Mi madre os preguntó dónde guardaba sus secretos el castillo, pero no se lo dijisteis. ¿Me lo revelaréis a mí?

Mientras recorría con la mirada las esculturas, de una en una, no pudo evitar tener la sensación de que lo escrito por Cinérea no era una locura. Costaba trabajo no pensar en ellas como seres vivos, con opinión. El búho plateado y turquesa del tapiz la observaba con los redondos ojos.

—¿Para qué es la tercera llave? —les preguntó a todos. A continuación fue al cuarto de baño, se encaramó en la tina y ejerció presión en todos los azulejos que había en la pared que estaba detrás. Empujó en uno de cada dos azulejos a los que alcanzaba, para realizar un examen meticuloso. A continuación, en el vestidor pasó la mano sana a lo largo de las baldas y demás superficies sin dejar de presionar y sin parar de estornudar. De vuelta al dormitorio, empujó y dio golpecitos a los tapices.

Nada. No había compartimentos ocultos en los que hubiera escondidos secretos de Leck.

Cuarenta y tres giros con el hombro pegado a la pared izquierda la condujeron de vuelta a la escalera de caracol. Mientras subía los peldaños, el sonido de un solitario instrumento musical llegó a sus oídos. Notas melancólicas de cuerdas pulsadas por la mano de una persona.

«Hay alguien en mi castillo que toca música».

En el dormitorio, Bitterblue volvió a sentarse en su sitio, encima de la alfombra, y empezó con otra sábana.

Thiel dice que me buscará un cuchillo si puede. No será fácil. Leck no le pierde la pista a ninguno. Tendremos que robar uno. He de anudar sábanas y salir por la ventana. Thiel dice que es demasiado peligroso. Pero solo hay un guardia en el jardín; demasiados guardias por cualquier otra ruta. Dice que, cuando llegue el momento, mantendrá alejado a Leck.

Capítulo 32

A
l día siguiente, Po y Raffin partieron antes de que amaneciera; condujeron los caballos hacia el distrito este y a través de Puente Alígero al paso, en silencio. Katsa se marchó poco después dejando a Bann, a Helda y a Bitterblue intercambiando miradas taciturnas por encima de los platos del desayuno. Giddon no había regresado aún de Ciervo Agento.

Luego, a última hora de la mañana, Darby subió corriendo la escalera y soltó una nota doblada en el escritorio.

—Esto parece urgente, majestad —jadeó.

La nota estaba escrita con la letra de Giddon, sin cifrar.

Majestad, le ruego que venga a las caballerizas lo antes posible y traiga a Rood con usted. Actúe con discreción.

No entendía por qué le hacía Giddon semejante petición, y dudaba que fuera por una razón alegre. En fin, al menos había regresado sano y salvo.

Rood la siguió hacia los establos como un perro tímido, encogido; como si intentara desaparecer.

—¿Sabes a qué viene esto? —le preguntó Bitterblue.

—No, majestad —susurró en respuesta.

Al entrar a las caballerizas no vio a Giddon por ningún sitio, por lo que decidió echar a andar por la hilera de establos más próxima; avanzó pasando delante de los caballos, que resoplaban y pateaban el suelo. Al doblar en la primera esquina, vio a Giddon en la puerta de una cuadra, inclinado sobre algo caído en el suelo. Había otro hombre con él: Ornik, el joven herrero.

Rood emitió un sollozo a su lado.

Giddon lo oyó, giró sobre sus talones y se acercó a ellos con rapidez para impedir que siguieran adelante. Fue con un brazo extendido para detener a Bitterblue y con el otro sosteniendo a Rood para que no se desplomara.

—Es terrible, me temo —advirtió—. Es un cadáver que ha estado en el río durante un tiempo. Yo… —Vaciló—. Rood, lo lamento, pero creo que es tu hermano. ¿Sabrías identificar sus anillos?

Rood cayó de rodillas.

—No pasa nada —tranquilizó Bitterblue a Giddon cuando él la miró con aire impotente. Le puso la mano en un brazo—. Encárguese de Rood. Yo conozco los anillos.

—Preferiría que no tuviera que verlo, majestad.

—Me afectará menos que a Rood.

Giddon giró la cabeza hacia atrás para hablar con Ornik:

—Quédate con la reina —ordenó sin necesidad, ya que el herrero se había acercado; olía a vómito.

—¿Tan malo es, Ornik? —preguntó Bitterblue.

—Mucho, majestad —respondió él con gravedad—. Solo le mostraré las manos.

—Querría verle el rostro, Ornik —dijo, sin explicarse por qué necesitaba ver todo lo que fuera posible. Solo para saber y, quizá, comprender.

Y sí, identificó los anillos que constreñían los dedos de una mano horriblemente hinchada, si bien el resto del hombre era irreconocible. Apenas humano; fétido. Mirarlo era soportable a duras penas.

—Son los anillos de Runnemood —le dijo a Ornik.

«Y esto responde la pregunta de si Runnemood era la única persona que daba caza a los buscadores de la verdad. Este cadáver no provocó el incendio en la ciudad de hace —contó los días mentalmente— cuatro noches».

»Habría muerto de todos modos, de haberlo declarado culpable de sus crímenes. Así pues, ¿por qué verlo muerto me resulta tan horrible?».

Ornik cubrió el cuerpo con una manta. Cuando Giddon se acercó a ellos, Bitterblue miró hacia atrás y vio que Darby había llegado y estaba de rodillas, rodeando con un brazo a Rood. Y más atrás se hallaba Thiel, de pie, vacía la mirada, como un fantasma.

—¿Hay algún modo de saber qué ocurrió? —preguntó Bitterblue.

—Lo dudo, majestad —dijo Giddon—. Cuando un cuerpo pasa tanto tiempo en el río como parece que ha estado este, no. Debe de haber sido hace alrededor de tres semanas y media, supongo, si murió la noche de su desaparición, ¿no? Rood y Darby, los dos, hacen conjeturas de que fuera un suicidio.

—Suicidio —repitió—. ¿Runnemood se habría suicidado?

—Por desgracia, majestad, hay algo más que he de decirle —añadió Giddon.

—Está bien. —Bitterblue vio que a espaldas de Giddon, al fondo del pasillo de las cuadras, Thiel se había dado media vuelta y se dirigía hacia la salida—. Deme un minuto, por favor.

Corrió para alcanzar a Thiel al tiempo que lo llamaba.

El hombre se volvió hacia ella con gesto inexpresivo y movimientos envarados.

—¿Tú también crees que fue un suicidio, Thiel? ¿No te parece que debía de tener enemigos?

—No puedo pensar, majestad —dijo Thiel en voz ronca, tensa—. ¿Que si habría sido capaz de suicidarse? ¿Tan loco estaba? Quizá sea culpa mía, por dejar que se fuera corriendo esa noche, solo —añadió—. Perdóneme, majestad —continuó mientras retrocedía con aire confuso—. Perdóneme, porque esto es culpa mía.

—¡Thiel! —llamó, pero él hizo oídos sordos y se marchó.

Bitterblue dio media vuelta y vio a Giddon al fondo de otra hilera de cuadras; abrazaba a un hombre al que ella no había visto nunca, lo abrazaba como a un pariente cercano desaparecido hacía tiempo. A continuación, Giddon abrazó al caballo que por lo visto acababa de entrar con el hombre. A Giddon le corrían las lágrimas por las mejillas.

¿Qué diantres estaba pasando? ¿Es que todo el mundo se había vuelto loco? Se fijó en el cuadro vivo que componían Darby y Rood, de rodillas. El cadáver de Runnemood envuelto en la manta yacía en el suelo, un poco más allá, y Rood sollozaba, inconsolable. Bitterblue suponía que uno lloraría la muerte de un hermano, sin importar en qué se había convertido con el paso del tiempo.

Fue hacia él para decirle que lo sentía.

El hombre al que Giddon había abrazado era el hijo de su ama de llaves. El caballo al que se había abrazado era una de sus monturas, una yegua que se habían llevado a la ciudad para hacer un encargo cuando empezó el ataque por sorpresa de Randa. Nadie había sentido la necesidad de decirles a los hombres del rey que en su inventario de la cuadra propiedad de Giddon faltaba uno de los animales.

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