Se acercó Maria Atcitty, la presidenta del Centro. —Parece que hay una buena asistencia —dijo.
—Mejor de lo que pensaba. ¿Tú vienes? Atcitty se rió.
—Con tal de salir del despacho, lo que sea.
—¿Y tu caballo?
—¿Estás loco? Yo voy en coche.
Begay volvió a observar la variopinta colección de monturas que se reunía para la cabalgata de protesta. Aparte de un par de buenos ejemplares de cuarto de milla, y de uno árabe, la mayoría eran jamelgos sin herraduras, con los ojos blancos. Recordó la casa de su tío Silvers, en Toh Ateen. Silvers era quien le había enseñado la ceremonia de la Bendición, pero también se dedicaba a los rodeos, y había hecho el circuito Santa Fe-Amarillo antes de lesionarse gravemente. Desde entonces tenía algunos pencos para que los montaran los crios. Todo lo que sabía Begay de caballos, lo había aprendido de él.
Sacudió la cabeza. Parecía un tiempo tan lejano… El tío Silvers había muerto, las viejas costumbres se perdían, y los niños ya no sabían montar a caballo ni hablar su idioma. Begay era el único a quien el viejo tío Silvers había logrado convencer de que aprendiese la ceremonia de la Bendición.
Aquella cabalgata era algo más que una manifestación contra el proyecto
Isabella
. De lo que se trataba era de recuperar una forma de vida que estaba desapareciendo muy deprisa. Era una manifestación en favor de su idioma y su tierra, sobre responsabilizarse de su propio destino.
Apareció una camioneta Isuzu, que parecía haber salido del desguace, arrastrando un remolque demasiado grande para ella. De un salto y con un grito, bajó de ella un hombre larguirucho, con las mangas de la camisa cortadas. Agitó un brazo huesudo y, después de otro grito, dio la vuelta al remolque para descargar el caballo.
—Ya ha llegado Willy Becenti —dijo Atcitty.
—Nunca pasa inadvertido.
El caballo, que ya estaba ensillado, bajó al suelo de tierra. Becenti lo ató al pitorro del remolque.
—Viene armado.
—Ya lo veo.
—¿Dejarás que la lleve?
Begay se lo pensó un momento. Willy era excitable, pero tenia buen corazón; una persona de una sola pieza, a menos que bebiera, y durante la manifestación no habría alcohol. Begay pensaba aplicar esa norma a rajatabla.
—Por Willy no te preocupes.
—¿Y si se ponen las cosas feas? —preguntó Maria.
—No ocurrirá. Ayer hablé con un par de científicos, y no va a pasar nada.
—¿Cuáles eran? —preguntó Atcitty.
—Uno que dice que es antropólogo, Ford, y la subdirectora, una tal Mercer.
Asintió con la cabeza.
—Los mismos que hablaron conmigo. —Se quedó callada—. ¿Estás seguro de que esta manifestación es buena idea?
—Bueno, ya lo veremos, ¿no?
Ken Dolby miró su reloj. Las seis de la tarde. Se volvió hacia la pantalla y consultó la temperatura del imán defectuoso. De momento aguantaba sin salirse ni un milímetro del rango de tolerancia. Fue abriendo páginas de controles del software del
Isabella
con el ratón. Todos los sistemas estaban en buen estado. Todo funcionaba a la perfección. La potencia estaba al ochenta por ciento.
Era una noche perfecta para una prueba. Teniendo en cuenta que el
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desviaba un porcentaje notable de los megavatios de la red regional para uso propio, hasta la más ínfima perturbación (un rayo, el fallo de un transformador o de las líneas) podía provocar un efecto dominó, pero las temperaturas eran moderadas en la mayor parte del sudoeste, y los aires acondicionados estaban apagados; no había tormentas, y el viento apenas soplaba.
Tuvo una corazonada; esa noche solucionarían el problema, esa noche el
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brillaría en toda su perfección.
—Ken, sube a ochenta y cinco —dijo Hazelius desde su sillón de cuero del centro del Puente.
Dolby lanzó una mirada a St. Vincent, que era quien vigilaba el suministro eléctrico. St. Vincent levantó el pulgar y le hizo un guiño con su cara de duende.
—Oído.
Dolby captó en el umbral de sus sentidos una leve vibración, único indicio de la potencia descomunal que se estaba empleando. Los dos haces de protones y antiprotones, que circulaban en sentidos opuestos a una velocidad inimaginable, todavía no habían establecido contacto, ni lo harían hasta el noventa por ciento de potencia. Una vez producido el contacto, se requería mucha más electricidad, tiempo y sutileza en los ajustes para llevar el sistema hasta el cien por cien.
Los indicadores de potencia subieron sin sobresaltos hasta el ochenta y cinco.
—Una noche preciosa para una prueba —dijo St. Vincent. Dolby asintió con la cabeza, satisfecho de ser él quien regulase el suministro eléctrico. Era un hombre callado y afable, que casi nunca abría la boca, pero que manejaba la electricidad como un director de orquesta, con precisión y gran finura. Y sin una gota de sudor.
—Ochenta y cinco por ciento —informó Dolby. —¿Alan? —preguntó Hazelius—. ¿Qué tal los servidores? —Por aquí todo bien.
Hazelius dio la que debía de ser su quincuagésima vuelta a la sala, solicitando respuestas al equipo. De momento se estaba desarrollando como una prueba de manual.
Dolby pasó revista a sus sistemas. Todo funcionaba dentro de las previsiones. El único fallo era el imán caliente, aunque en aquel caso «caliente» solo significaba unas tres centésimas de grado más de como debería haber estado.
Mientras el
Isabella
se estabilizaba en el ochenta y cinco por ciento, Rae Chen hizo una serie de ajustes muy sutiles en los haces, Como no tenía nada que hacer, Dolby miró a su alrededor, pensando en el grupo que había formado Hazelius. Edelstein, por ejemplo. Dolby sospechaba que podía ser incluso más inteligente que Hazelius, pero se trataba de una inteligencia un poco rara. Daba un poco de miedo, como si tuviera un cerebro medio extraterrestre. ¿Y qué decir de las serpientes de cascabel? ¡Menuda afición de locos!. Por no hablar de Corcoran, que se parecía a Darryl Hannah. Tan alta y brusca; la verdad, no era su tipo. Demasiado guapa y demasiado rubia para ser tan inteligente. Formaban un grupo brillante, incluido el robot de Cecchini, que siempre parecía a punto de estallar. Todos menos Innes. Era un tipo profesional, que se esforzaba, pero no tenía bastantes luces para brillar de forma destacada. ¿Cómo era posible que Hazelius se lo tomara tan en serio, a él y a sus charlas? A menos que solo lo hiciera para cumplir las normas del Departamento de Energía. ¿Todos los psicólogos eran como Innes, fabricantes de teorías sin la menor base empírica? Innes era un hombre que lo veía todo pero no entendía nada. A Dolby le recordaba al camionero con ínfulas de psicólogo con quien había salido su madre después de quedarse viuda; no era mala persona, pero casi te mataba de aburrimiento con sus consejos acerca de los últimos
best sellers
de autoayuda.
Después estaba Rae Chen, que a pesar de ser brillante, actuaba con una naturalidad increíble. Alguien había dicho que era ex campeona infantil de skateboard. Parecía la típica chica de mente abierta de Berkeley, divertida, fácil y sin complicaciones. ¿Las tenía o no? Con los asiáticos nunca se sabía. En todo caso, a Dolby le encantaría montárselo con ella. La miró de reojo, y al verla encorvada hacia la consola, con el pelo negro colgando como una ca-tarata, se la imaginó desnuda…
Le interrumpió la voz de Hazelius.
—Ya estamos listos para subir hasta noventa, Ken.
—Vamos allá.
—¿Alan? Cuando nos hayamos estabilizado en noventa, quiero que estés preparado para activar de golpe todos los p5 595 en cadena.
Edelstein asintió con la cabeza.
Dolby movió los controles deslizantes y observó la reacción del
Isabella
. Ahora sí. Era esa noche. Toda su vida había sido únicamente un preludio de aquel momento. Sintió cómo aumentaba la profunda vibración de la electricidad. Parecía que se electrizase toda la montaña. Ronroneaba como un Bentley. ¡Cuánto quena a aquella máquina, por Dios! Su máquina.
Desde el dormitorio trasero de su bungalow, Ford vio aparecer a los primeros jinetes de la manifestación, siluetas recortadas por el sol en el acantilado de detrás de Nakai Rock. Miró por los prismáticos y reconoció a Nelson Begay sobre un caballo pinto, con una docena de jinetes más.
Al volver la cabeza notó una punzada de dolor a causa de la caída del día anterior. Desde entonces, él y Kate casi no habían podido hablar, por lo ocupada que estaba ella con los preparativos de la prueba.
El piloto del teléfono vía satélite parpadeó con puntualidad inglesa. Lo cogió.
—¿Alguna noticia? —preguntó Lockwood.
—Nada en particular. Están todos en el Bunker, empezando otra prueba del
Isabella
. Yo estoy esperando para hablar con los manifestantes.
—Me gustaría que lo hubieras impedido.
—Mejor así, te lo aseguro. ¿Has encontrado algo de Joe Blitz? —Hay centenares de Joe Blitz: personas, empresas, sitios… Todo lo que puedas imaginar. He seleccionado una lista de los que me Parecían más probables. Te los leo, a ver qué opinas.
—Adelante.
—En primer lugar, Joe Blitz es el nombre de un soldado de juguete de la serie G. I. Joe.
—Podría ser una alusión a Wardlaw. Volkonski le odiaba. ¿Qué más?
—Otro es un productor de Broadway de los años cuarenta que produjo
Garbage Can Follies y Cráter Lake Cut-up
; son dos musicales, uno sobre gatos y el otro sobre una colonia nudista. Fracasaron los dos.
—Sigue.
—Joe Blitz, un concesionario de la Ford en Ohio que cerró; Parque Estatal Joe Blitz, en Medford, Oregón; Campo de hockey Joe Blitz, Ontario, Canadá; Joe Blitz, escritor de ciencia ficción de los años treinta y cuarenta; Joe Blitz, el promotor que construyó el edificio Mausleer de Chicago; Joe Blitz, dibujante de cómics…
—Dime algo más del escritor.
—A principios de los años cuarenta, un tal Joe Blitz publicó historietas de ciencia ficción en varias revistas baratas. —¿Títulos?
—Hay muchos. A ver…
Los colmillos del mar y Asesinos del aire
, entre otros.
—¿Publicó alguna novela?
—Que sepamos nosotros, solo relatos.
—¿Y el Joe Blitz dibujante de cómics?
—A finales de los años cincuenta publicó una tira sobre un gordo y un caniche miniatura. Un poco al estilo de Garfield, pero lo cierto es que nunca tuvo mucho éxito. A ver… Tengo unos doscientos más, desde el nombre de una funeraria hasta una receta para ahumar pescado.
Ford suspiró.
—Es como buscar una aguja en un pajar, y además sin saber cómo es la aguja. ¿Y la tía Natasha?
—Volkonski no tenía ninguna tía Natasha. Podría ser una broma. Ya sabes que todos los rusos tienen una tía Natasha y un tío Boris.
Ford miró por la ventana, y vio que los jinetes entraban en el valle.
—Parece que la nota es un callejón sin salida. —Por lo visto sí. —Tengo que irme. Los jinetes ya están bajando por el valle. —Llámame en cuanto termine la prueba —dijo Lockwood.
Ford guardó el teléfono vía satélite, cerró el maletín y salió de la casa. Oyó el ruido lejano de un motor. Poco después apareció una vieja camioneta, justo donde la carretera penetraba en el valle; empezó a bajar, seguida por otra camioneta blanca con las letras «KREZ>> y una antena parabólica en el techo.
Ford se dirigió hacia los árboles y se quedó allí, al borde de los prados, viendo cómo se acercaban Begay y una docena de jinetes sobre caballos cubiertos de sudor. La camioneta de la cadena de televisión KREZ frenó. Bajaron algunos reporteros, que empezaron a montar las cámaras para filmar a los jinetes. De la primera camioneta salió una mujer corpulenta: Maria Atcitty.
El cámara empezó a rodar cuando los jinetes llegaron a los prados. Uno de ellos se separó del grupo y tomó la delantera con un grito de triunfo, agitando un pañuelo con el puño en alto. Ford reconoció a Willy Becenti, el hombre que le había dejado dinero. Algunos otros jinetes hicieron correr a sus monturas, lo mismo que Begay. Cruzaron los campos a galope tendido, pasaron al lado de la cámara como una exhalación y se pararon en el aparca-miento de tierra que había delante del antiguo almacén, no muy lejos de Ford.
Cuando Begay bajó de su caballo, el reportero de la KREZ se acercó a él, chocó los cinco con él y empezó a montar el equipo para la entrevista.
Ya empezaban a llegar los demás. Hubo más saludos. Se encendieron las luces de las cámaras, y el reportero empezó a entrevistar a Begay. El resto se quedó a su alrededor, mirando.
Ford salió tranquilamente de entre los árboles y se acercó caminando por la hierba.
Todas las miradas convergieron en él. El reportero se acercó el micro en alto. —¿Cómo se llama? Ford vio que la cámara estaba en marcha. —Wyman Ford.
—¿Es científico?
—No, soy el enlace entre el proyecto
Isabella
y las comunidades locales.
—Pues parece que no lo está haciendo muy bien —dijo el reportero con sorna—. Le han montado una manifestación en toda regla.
—Ya lo sé.
—¿Y qué le parece?
—Pues que el señor Begay tiene razón.
Hubo un breve silencio.
—¿Razón en qué?
—En mucho de lo que dice: que el
Isabella
está asustando a la gente del lugar, que su presencia no es la panacea económica que prometían y que los científicos han guardado demasiado las distancias.
Otro silencio, breve y perplejo. —¿Y cómo piensa solucionarlo?
—Para empezar, les escucharé. A eso he venido. Después haré cuanto pueda para mejorar las cosas. Hemos empezado con mal pie con la comunidad, pero le prometo que eso cambiará.
—¡Mentira! —gritó alguien.
Era Willy Becenti, que se acercaba a grandes pasos desde el prado, donde había atado a su caballo.
—¡Corten! —El reportero se volvió—. Oye, Willy, si no te importa, estoy intentando hacer una entrevista.
—Este tipo está mintiendo como un bellaco.
—Si hablas así no podré emitir nada de lo que digas.
Becenti se quedó mirando a Ford, y puso cara de reconocerle.
—¡Eh, si es usted!
—Hola, Willy —dijo Ford, tendiendo la mano. Willy hizo caso omiso.
—¡Es uno de ellos!
—Sí.
—Pues me debe veinte pavos.
Ford sacó la cartera. —Guárdese el dinero, no lo quiero —rechazó Becenti triunfalmente. —Willy, me gustaría resolver estos problemas trabajando juntos.