Se fueron alzando una por una. Ford vaciló, pero acabó uniendo la suya a las demás. La única que no se levantó fue la de Dolby.
—Sin ti no podemos hacerlo, Ken —dijo serenamente Hazelius—. El
Isabella
es hijo tuyo.
Hubo una pausa, seguida por una palabrota.
—¡Está bien, contad conmigo, cojones!
—Por unanimidad —dijo Hazelius—. Empezaremos la prueba mañana a mediodía. Si todo sale bien, al anochecer estaremos cien por cien de potencia. A partir de ahí tendremos toda la noche para localizar y borrar el malware. Y ahora… a dormir un poco.
Ford cruzó el prado con las palabras de Kate en la cabeza: «Lo ha sabido. Lo ha sabido».
De camino a casa, Ford oyó que le llamaban por su nombre y se volvió. La silueta baja y delgada de Hazelius se acercó rápidamente.
—Lo de esta noche debe de haberte impresionado bastante —dijo el director al alcanzarle.
—Sí.
—¿Tú qué opinas?
Hazelius ladeó un poco la cabeza, mirando a Ford de soslayo, Le observaba como a través de un microscopio. —Creo que no informar enseguida fue meterse en camisa de once varas.
—Lo hecho, hecho está. Me alivia que Kate te lo contase todo. No me gustaba engañarte. Espero que entiendas la razón de que no nos hubiéramos sincerado contigo. Ford asintió con la cabeza. —Sé que le prometiste a Kate guardar el secreto. Hazelius hizo una pausa elocuente.
Ford no se atrevió a decir nada. Ya no se fiaba de que supiera mentir.
—¿Tienes un momento? —le preguntó Hazelius—. Quiero enseñarte las ruinas indias del valle que están causando la polémica. De paso podremos hablar un poco.
Cruzaron la carretera y subieron por un camino entre los álamos que les hizo ascender rápidamente por el cauce seco de un arroyo que salía de Nakai Wash. Ford sintió que su cuerpo y sus sentidos revivían después de una noche agotadora. A ambos lados del cauce, las paredes de arenisca se fueron estrechando hasta que fue posible tocar los sinuosos dibujos dejados en la piedra blanda por el antiguo paso de las aguas. Por encima del borde pasó volando un águila real, de una envergadura igual a la estatura de Ford. Se pararon a mirarla. Cuando se hubo ido, Hazelius tocó el hombro de Ford y señaló hacia arriba. A unos quince o veinte metros, sobre una repisa en la ladera de arenisca del cañón, había una pequeña ruina anasazi, a la que se accedía por un antiguo camino cortado en la piedra.
—De joven —dijo Hazelius en voz baja— yo era muy arrogante. Me tenía por más inteligente que los demás, y pensaba que eso me hacía mejor persona, más valioso que los que nacían con una inteligencia normal. No sabía en qué creía, ni tampoco me importaba. Vivía al día, acumulando pruebas de mi valor: un Nobel, la Fields, doctorados honoris causa, honores, dinero a espuertas… Veía a los demás como figurantes en una película protagonizada por mí. Hasta que conocí a Astrid.
Hizo una pausa al llegar al pie del antiguo camino que ascendía por la roca.
—Astrid es la única persona del mundo de la que me he enamorado de verdad, la única que me sacó de mí mismo —prosiguió—. Y un día murió. Tan joven y tan llena de vida, y murió en mis brazos. Cuando me quedé sin ella creí que era el fin del mundo.
Hizo otra pausa.
—Es difícil que lo entienda alguien que no lo ha vivido. —Yo sí lo he vivido —dijo Ford, casi sin querer. Una vez más, el cruel frío de la pérdida envolvió su corazón, estrujándolo.
Hazelius apoyó una mano en la arenisca. —¿Perdiste a tu mujer?
Ford asintió con la cabeza, sorprendido de contarle a Hazelius cosas que no le confesaba ni a su propio psicoanalista.
—¿Y cómo lo superaste?
—No lo hice. Me escondí en un monasterio.
Hazelius se acercó un poco más.
—¿Eres creyente?
—Pues… no lo sé. La muerte de mi esposa hizo que mi fe se tambaleara. Tenía que averiguar cuál era mi situación. En qué creía.
—¿Y?
—Cuanto más me esforzaba, menos convencido estaba. Pero fue positivo descubrir que nunca estaría seguro. Que no era un verdadero creyente.
—Es posible que ninguna persona racional e inteligente pueda estar totalmente segura de su fe —dijo Hazelius—. O en mi caso, de su falta de fe. Quién sabe si el Dios de Eddy existe; un ser vengativo, sádico, genocida y dispuesto a quemar a todos los que no crean en él.
—Cuando murió tu mujer —preguntó Ford—, ¿cómo lo superaste?
—Decidí devolver al mundo algo de lo que me había dado; como era físico, se me ocurrió la idea del
Isabella
. Mi mujer siempre decía: «Si la persona más inteligente de la tierra no puede averiguar de dónde venimos, ¿quién podrá?». El proyecto
Isabella
es mi tentativa de contestar a esa pregunta, y a muchas otras. Es mi profesión de fe.
Ford vio una cría de lagartija aferrada a la pared de piedra en una mancha de sol. El águila seguía volando, aunque no se la viera, y sus gritos agudos reverberaban en los precipicios.
—Wyman —dijo Hazelius—, si se divulgase el problema con el hacker, el proyecto
Isabella
se vendría abajo, arruinaría nuestras carreras y retrasaría una generación la ciencia americana. Te das cuenta, ¿verdad?
Ford no dijo nada.
—Te pido por favor, de todo corazón, que no divulgues el problema hasta que hayamos tenido la oportunidad de resolverlo. Nos destruiría a todos, incluida Kate.
Ford le miró incisivamente. —Sí, me he dado cuenta de que hay algo entre vosotros —añadió Hazelius—, algo bueno; algo sagrado, si me permites la palabra.
«Ojalá fuera verdad», se dijo Ford.
—Danos cuarenta y ocho horas más para solucionar el problema y salvar el proyecto
Isabella
. Te lo suplico.
Ford se preguntó si aquel hombre menudo y ardoroso sabía o intuía su auténtica misión. Casi lo parecía.
—Cuarenta y ocho horas —repitió Hazelius en voz baja. —De acuerdo —otorgó Ford.
—Gracias —dijo Hazelius, ronco de emoción—. Vamos, sigamos subiendo.
Ford apoyó las manos en los escalones y siguió despacio a Hazelius por el camino traicionero. Los escalones estaban tan desgastados por las inclemencias, que había que hacer un gran esfuerzo para que no resbalasen los dedos y los pies.
Cuando llegaron a las ruinas se detuvieron a tomar aliento en la repisa que había delante de la puerta.
—Mira.
Hazelius señaló el punto en el que un antiguo habitante del lugar había alisado una capa de barro sobre la pared de piedra. Casi se había caído todo el revoque, pero cerca del dintel de madera, sobre el barro seco, quedaban huellas de manos.
—Si te fijas, verás las volutas de las huellas dactilares —dijo Hazelius—. Tienen mil años, pero es lo único que queda de aquella persona.
Volvió el rostro hacia el horizonte azul.
—La muerte es así. Un día… ¡pum! Ya no queda nada. Recuerdos, esperanzas, sueños, casas, amores, propiedades, dinero… Nada. Nuestros parientes y amigos lloran un poco, organizan una ceremonia y siguen viviendo su vida. Nos convertimos en fotos descoloridas dentro de un álbum. Luego, mueren las personas que quisimos, y las que las quisieron a ellas, y en poco tiempo ya no queda ningún recuerdo de nosotros. Seguro que has visto esos álbumes que suelen tener las tiendas de antigüedades, llenos de gente vestida con ropa del siglo XIX: hombres, mujeres, niños.. Ahora ya nadie sabe quiénes eran. Como la persona que dejó e. huella. Muertos y olvidados. ¿Para qué?
—Me gustaría saberlo —dijo Ford.
A pesar de que el calor iba en aumento, Ford sintió un escalofrió al bajar por el camino, afectado hasta la médula por el sentimiento de su mortalidad.
Al llegar a su casa, Ford cerró con llave, corrió las cortinas, sacó el maletín del archivador e introdujo la combinación.
«¡Duerme, hombre, duerme!», le gritaba su cuerpo, pero lo que hizo fue sacar del maletín su ordenador portátil y el mensaje de Volkonski. Cruzó las piernas sobre la cama, apoyando la espalda en el cabezal de madera y con el ordenador sobre las piernas. Des-pués abrió un editor hexadecimal y empezó a teclear números y letras en un archivo de datos. Para trabajar con la misteriosa nota, antes había que introducir el código hexadecimal.
El código podía ser cualquier cosa: un programa corto, un archivo de datos o de texto, una foto pequeña, las primeras notas de la
Quinta
de Beethoven… Hasta una clave privada RSA, en cuyo caso no serviría de nada, puesto que el FBI se había llevado el ordenador personal de Volkonski.
Al cabo de un rato, vencido por el sueño, se cayó hacia delante y tiró el ordenador. Al despertarse por el sobresalto fue a la cocina para hacer café. Llevaba casi cuarenta y ocho horas sin dormir. Mientras echaba la última cucharada en el filtro, sintió una punzada en el estómago que le hizo reflexionar sobre la cantidad de café que se estaba metiendo en el cuerpo desde hacía unos días, Entonces apartó la cafetera y buscó en el armario hasta que encontró una caja de té verde orgánico, al fondo de todo. Dos bolsitas, diez minutos en remojo, y volvió al dormitorio con una taza de líquido verde. Tecleó el resto del código entre grandes sorbos de té caliente y amargo.
Tenía ganas de acabar pronto, para poder echar una cabezadita antes de bajar a Blackhorse para su última entrevista con Begay antes de la manifestación, pero se le desenfocaba la vista al pasar de la pantalla al papel, y tenía que corregir constantemente.
Hizo el esfuerzo de ir más despacio.
A las diez y media ya había terminado. Se apoyó en el cabecero y comparó el archivo de datos con la nota. Todo parecía correcto. Guardó el archivo y pulsó el botón de conversión hexadecimal binario.
El código hexadecimal apareció inmediatamente en forma de archivo binario, un gran bloque de ceros y unos.
Siguiendo una corazonada, activó el módulo de conversión binario-ASCII, y cuál no fue su sorpresa al ver aparecer en la pantalla un mensaje en texto normal:
Felicidades, seas quien seas. ¡Ja, ja! Tienes un cociente intelectual ligeramente superior al de idiota humano normal.
Bueno, me largo del manicomio este y me vuelvo a mi casa.
Me sentaré delante de tele con botella de vodka helado y porro y miraré monos dando golpes a barrotes de la jaula. ¡Ja, ja! Y puede que escribo carta larga a tía Natasha.
Sé la verdad, tonto. A mí no me engaña esta locura.
Para demostrarlo solo te doy un nombre: Joe Blitz.
¡Ja, ja!
P. Volkonski
Leyó dos veces el mensaje antes de apoyarse en el cabecero. ¿A qué locura se refería? ¿Al malware? ¿Al
Isabella
? ¿A los propios científicos? ¿Por qué había escondido el mensaje en clave, en vez de limitarse a dejar una simple nota?
¿Y Joe Blitz?
Al buscar el nombre en Google, aparecieron un millón de respuestas. Echó un vistazo a las primeras, pero no descubrió ninguna relación evidente.
Sacó el teléfono vía satélite del maletín y se quedó mirándolo. Había inducido a Lockwood a error. No, le había mentido. Y ahora le prometía a Hazelius no mencionar el malware.
¡Por todos los demonios! ¿Cómo pudo pensar que después de dos años en el monasterio sería capaz de volver como si nada a las mentiras y engaños de su época en la CIA? Al menos podía explicarle a Lockwood lo de la nota. Quizá Lockwood tuviera alguna idea sobre el misterioso Joe Blitz. Marcó su número.
—Ya han pasado más de veinticuatro horas —contestó irritado Lockwood, saltándose el saludo de rigor—. ¿Qué estabas haciendo?
—La otra noche, en casa de Volkonski, encontré una nota que me ha parecido que podía interesarte.
—¿Por qué no me lo dijiste ayer?
—Solo era un trozo de papel con un código informático. No sabía que fuera importante, pero he conseguido descodificarlo.
—¿Y qué ponía?
Ford leyó la nota por teléfono.
—¿Se puede saber quién es el Joe Blitz este? —preguntó Lockwood.
—Esperaba que tú lo supieras.
—Ordenaré a mi equipo que lo investigue. Y también a tía Natasha.
Ford colgó despacio. También se había fijado en otra cosa: la nota no parecía en absoluto escrita por alguien a punto de suicidarse.
Tras dormir un poco, y comer tarde, Ford fue al establo. Tenía cosas importantes de las que tratar con Kate. Ella se había sincerado con él. Ahora le tocaba a él decirle la verdad.
La encontró llenando los abrevaderos con una manguera. Kate levantó la cabeza. Seguía tan pálida a causa de la preocupación que tenía la piel casi traslúcida.
—Gracias por responder de mí —dijo Ford—. Siento haberte puesto en una situación incómoda.
Ella sacudió la cabeza.
—No pasa nada. La verdad es que es un alivio no tener que seguir escondiéndotelo.
Ford se quedó en la puerta, invocando el coraje necesario para decírselo. Kate no se lo tomaría nada bien. Le faltó valor. Ya se lo diría más tarde, cuando montaran a caballo.
—Gracias a Melissa, todos creen que nos estamos acostando.
—Kate le miró—. Es incorregible. Primero persigue a Innes, después a Dolby, y ahora a ti. Lo que necesita es un buen polvo. Sonrió sin fuerzas—. Quizá sería mejor que os reunierais los tres y lo echaseis a suertes.
—No, gracias.
Ford se sentó sobre una bala de heno. Dentro del establo se estaba fresco. Flotaban motas de polvo en el aire. En el altavoz volvía a sonar Blondie.
—Wyman, perdona por haber estado tan desagradable cuando llegaste. Me alegro de que estés aquí. Nunca me gustó cómo rompimos.
—Fue bastante horrible.
—Éramos jóvenes y tontos. Desde entonces he madurado mucho, y cuando digo mucho, quiero decir mucho. Ford deseó no haber leído su dossier, consciente de lo mucho que debía de haber sufrido todos aquellos años. —Yo también.
Kate levantó los brazos y los dejó caer. —Pues nada, aquí estamos. Otra vez.
Se la veía tan esperanzada, allí entre el polvo del establo, con briznas de paja en el pelo… Y tan arrebatadoramente guapa…
—¿Vienes a dar un paseo a caballo? —preguntó él—. Voy a hacerle otra visita a Begay.
—Es que tengo mucho trabajo…
—La última vez formamos un buen equipo.
Kate se echó el pelo hacia atrás y le miró; fue una mirada larga, inquisitiva.
—De acuerdo —dijo finalmente.
Montaron y salieron hacia el oeste, hacia los precipicios de arenisca del borde del valle. Kate iba en cabeza; su cuerpo esbelto se fundía con el del caballo con naturalidad, acompañando el vaivén de la montura de una manera rítmica casi erótica. Llevaba un sombrero australiano de vaquero desgastado, y el viento jugaba con su polo negro.