Pero ya se estaba aupando. La silla se deslizó hacia un lado, y Ford aterrizó de culo en el suelo. Ballew se quedó con la silla ladeada, indiferente.
—Iba a decirte que tienes que comprobar la cincha. Parecía que Kate se aguantara la risa, Ford se levantó, sacudiéndose el polvo. —¿Es la novatada que hacéis por aquí? —He intentado avisarte.
—Bueno, más vale que me vaya. Kate sacudió la cabeza. —Con lo grande que es el mundo, y tenías que acabar justo aquí. Es increíble.
—No pareces muy contenta. —Porque no lo estoy. Ford se tragó la réplica. Tenía trabajo. —Yo lo superé hace mucho tiempo. Seguro que tú también lo harás.
—¡Por eso no te preocupes, lo tengo totalmente superado! Lo que ocurre es que no es el mejor momento para este tipo de complicaciones.
—¿Qué tipo de complicaciones? —preguntó Ford. —Da igual.
Se quedó callado. No quería verse envuelto en nada personal con Kate. «Concéntrate en la misión.»
—¿Hoy volveréis al Bunker? —preguntó después de un momento, despreocupadamente.
—Me temo que sí.
—¿Más problemas?
Kate rehuyó su mirada, con algo que Ford interpretó como recelo.
—Puede ser. —¿De qué tipo?
Volvió a mirarle, pero solo un instante. —Fallos en el hardware.
—Hazelius me dijo que eran del software. —También.
De nuevo su mirada fue esquiva. —¿Puedo ayudar de alguna manera?
Esta vez Kate le miró de hito en hito, con inquietud en sus ojos de color caoba. —No.
—¿Es… grave? Ella titubeó.
—Oye, Wyman… Tú haz tu trabajo, que nosotros haremos e nuestro, ¿vale?
Se giró bruscamente y volvió al establo. Ford la observó hasta ver que desaparecía en la penumbra del interior.
A lomos de Ballew, Ford se fue relajando mientras hacía lo posible por no pensar en Kate, demasiado presente en su cabeza. Era uno de esos espectaculares días de finales de verano, teñidos de melancolía, que le recordaban que faltaba poco para el cambio de estación. La hierba seca estaba salpicada de flores amarillas. Los nopales se estaban erizando de espinas, y las puntas de los poñiles habían cambiado sus flores por el plumón rojo y blanco que señalaba la proximidad del otoño.
Poco a poco el camino fue desapareciendo. Siguió a campo tra-viesa, orientándose con la brújula. Los viejos enebros en forma de sacacorchos y los pilares de roca daban un aspecto prehistórico a la mesa. Cruzó el rastro de un oso en la arena, con sus huellas de aspecto casi humano, y por primera vez en mucho tiempo se acordó de la palabra
shush
, «oso» en navajo.
Cuarenta minutos después llegó al borde de la mesa; unos cien metros de caída en vertical, seguidos por terrazas de arenisca hasta llegara Blackhorse, salvando un desnivel de setecientos metros, El poblado, situado a algo menos de un kilómetro de la base de la mesa, parecía un conjunto de marcas geométricas en el desierto.
Bajó del caballo y examinó el borde del precipicio hasta encontrar la muesca en la roca viva, donde empezaba a bajar el Camino de Medianoche. En el mapa constaba como un viejo camino de Prospección de uranio, pero numerosos desprendimientos lo habían vuelto regular. Se lanzaba por el borde y, tras un brusco cambio de sentido, atravesaba un espolón de la mesa y zigzagueaba hasta la base. Ford se mareaba solo de mirar el recorrido, cuya anchura, en algunos tramos, no alcanzaba tan siquiera un metro. Quizá habría sido mejor coger el jeep, después de todo… Pero a esas alturas no se planteaba volver a por él.
Llevó a Ballew hasta el borde, y emprendió el descenso a pie El caballo inclinó la cabeza, husmeó el suelo y le siguió sin inmutarse. Ford sintió una punzada de admiración, y hasta de cariño, por aquel viejo penco.
Llegaron al fondo en media hora. Ford montó y recorrió a caballo el último tramo hasta Blackhorse, por un cañón poco profundo, a la sombra de los tamariscos. Completaban el poblado diversas vaquerizas y corrales, un molino de viento, un depósito de agua y una docena de caravanas desvencijadas. Detrás de una de las ca-ravanas había diversas cabañas tradicionales de los navajos de ocho lados construidas con madera de cedro y techo de barro. Cerca del centro del poblado, media docena de niños en edad preescolar jugaban en un columpio destrozado, gritando con sus voces estridentes en el vacío del desierto. Al lado de las caravanas había varias camionetas aparcadas.
Espoleó a Ballew. El viejo caballo avanzaba despacio por las afueras llanas del poblado. El viento era constante. Los niños dejaron de jugar para mirarle, como estatuas en miniatura, hasta que se fueron gritando todos a la vez, como si obedecieran una misma señal.
Ford detuvo a Ballew a quince metros de la primera caravana y esperó. Su experiencia en Ramah le había enseñado que el espacio personal navajo empezaba mucho antes de la puerta de casa. Al cabo de un rato se oyó un portazo, y salió de una de las caravanas un hombre larguirucho con sombrero de vaquero, que le hizo una señal con la mano.
—¡Ate el caballo aquí! —dijo en voz muy alta, a causa del viento.
Ford desmontó, ató a Ballew y le aflojó un poco la cincha. El hombre se acercó, protegiéndose la vista del sol. —¿Quién es? Ford tendió la mano.
Yaát'ééh shi eí
Wyman Ford
yinishyé
. —Oh, no! ¡Otro
bilagaana
. que intenta hablar en navajo! —dijo con jovialidad—. Aunque al menos tiene mejor acento que la mayoría.
—Gracias.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Busco a Nelson Begay.
—Ya le ha encontrado.
—¿Tiene un momento?
Begay entrecerró los párpados para observarle con más atención.
—¿Ha bajado de la mesa?
—Sí.
—Ah.
Silencio.
—El camino no es fácil —dijo Begay.
—Llevando el caballo a pie es mejor.
—Muy listo. —Otra pausa incómoda—. ¿Es… del gobierno? —Sí.
Después de otra mirada escrutadora, Begay resopló por la nariz, dio media vuelta y cojeó hacia la caravana. El pueblo de Blackhorse estaba en silencio, salvo por el viento, que desenrollaba madejas de polvo amarillo en torno a Ford, como si tejiera una manta.
«¿Y ahora qué?» Ford se quedó entre los remolinos de polvo con la sensación de estar haciendo el ridículo. Si llamaba a la puerta, Begay no contestaría. Únicamente lograría quedar como otro
bilagaana
. prepotente. Por otro lado, había ido allí para hablar con Begay, y lo haría.
«De todos modos, no puede quedarse toda la vida en la caravana.» Se sentó.
Los minutos pasaron despacio, mientras soplaba el viento y giraba el polvo.
Diez minutos. Un escarabajo negro cruzó a través del polvo con determinación, hacia alguna ocupación misteriosa; luego quedó reducido a un punto negro y desapareció. Ford, distraído, pensó en Kate, pensó en su relación, y en el largo recorrido que su vida, la de él, había hecho desde entonces. Inevitablemente, acabó pensando en su mujer. Su muerte había hecho trizas cualquier posible sensación de seguridad. Hasta entonces no sabía lo arbitraria que podía ser la vida; creía que la tragedia era algo ajeno a él. De acuerdo, había aprendido la lección. También podía sucederle a él. Pero ahora debía seguir adelante.
Vio que una cortina se movía, señal de que Begay lo estaba observando.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que no tenía intención de moverse. Esperó que fuera poco, porque se le empezaba a meter la arena en los pantalones, las botas y los calcetines.
Se oyó un portazo y Begay salió al porche de madera con los brazos cruzados, hecho un energúmeno. Tras mirar a Ford con cara de pocos amigos, bajó los escalones de madera, que se aguantaban de milagro, y se acercó. Le tendió la mano y le ayudó a levantarse.
—Debe de ser el blanco más paciente que conozco. Supongo que tendré que dejarle pasar. Quítese el polvo; no quiero que estropee mi sofá nuevo.
Ford se dio unos manotazos antes de seguir a Begay hasta la sala de estar, donde se sentó.
—¿Café?
—Sí, gracias.
Begay volvió con dos tazas llenas de un líquido tan aguado que parecía té. También de eso se acordaba Ford: los navajos usaban varias veces el café molido para ahorrar dinero.
—¿Leche? ¿Azúcar?
—No, gracias.
Begay se echó un montón de azúcar y luego un buen chorro de leche semidesnatada de un tetrabrik.
Ford miró la sala. El sofá marrón donde estaba sentado no parecía precisamente nuevo. Begay tomó asiento en un butacón roto. En un rincón había una tele cara, de pantalla gigante, lo único de valor que se veía en toda la casa. La pared de detrás estaba tapiza da de fotos familiares, muchas de ellas de hombres jóvenes en uniforme militar.
Miró a Begay con curiosidad. El chamán no respondía a sus expectativas. No era un activista joven y enfervorizado, ni un venerable anciano, sino un hombre larguirucho, con el pelo muy bien cortado, que no aparentaba más de cuarenta años. En vez de las botas de vaquero que solían llevar los hombres navajos en Ramah, calzaba unas zapatillas Keds muy gastadas, con las puntas de goma a punto de caerse. El único guiño a su condición de indio norteamericano era un collar formado de pedazos de tur-quesa.
—Bien, ¿qué quería?
Tema una voz dulce y aflautada, con aquel acento navajo tan curioso que parecía conferir un peso especial a todas las palabras. Ford señaló con la cabeza la pared del fondo.
—¿Es su familia?
—Mis sobrinos.
—¿Militares?
—Ejército de tierra. Uno está destinado en Corea del Sur, y el otro, Lorenzo, volvió de Irak y ya está… —titubeó—. En casa.
—Debe de sentirse orgulloso.
—Sí.
Otro silencio.
—Me han dicho que ha organizado una manifestación a caballo contra el proyecto
Isabella
. No hubo respuesta.
—He venido para que me cuente lo que les preocupa. Begay se cruzó de brazos.
—Demasiado tarde para hablar.
—Inténtelo.
Separó los brazos y se inclinó.
—Aquí nunca nos preguntaron si queríamos el
Isabella
. Todo el acuerdo se llevó a cabo en Window Rock. Ellos se quedan el dinero, y nosotros nada. Ustedes nos dijeron que habría trabajo, pero después trajeron a sus propios peones. También nos prometieron desarrollo económico, pero toda la comida y los suministros vienen de Flasgstaff. Nunca nos han comprado nada en las tiendas de Blue Gap o de Rough Rock. Han construido sus viviendas en un valle de los anasazi, profanando tumbas y quitándonos pastos que aún usábamos sin ningún tipo de compensación; y ahora nos hablan de división de átomos y radiación.
Apoyó en las rodillas sus manos grandes y miró a Ford con expresión adusta.
Ford asintió.
—Muy bien, ya le he escuchado.
—Me alegro de que no esté sordo. Ustedes no tienen ni puñetera idea de quiénes somos ni qué hacemos. Seguro que ni siquiera sabe qué hora es. —Sus cejas de arquearon inquisitivamente—. Adelante, dígame qué hora cree que es.
Ford sabía que le estaba tendiendo algún tipo de trampa, pero siguió la corriente a su interlocutor.
—Las nueve.
—¡Erróneo! —dijo Begay, triunfante—.
Son las diez.
—¿Las diez?
—Sí. Aquí, en la reserva navajo, durante la mitad del año estamos en un huso horario diferente del resto de Arizona, y la otra mitad en el mismo. En verano, al entrar en la reserva se adelanta una hora el reloj respecto al resto del estado. De todos modos, las horas y los minutos son un invento
bilagaana
.; pero la cuestión es que ustedes, los lumbreras que están allí arriba, saben tan poco de nosotros que ni siquiera ponen el reloj en hora.
Ford le miró sin alterarse.
—Señor Begay, si está dispuesto a colaborar conmigo en cambiar realmente las cosas, le prometo hacer todo lo posible. Algunas de sus quejas son muy legítimas.
—¿Usted qué es? ¿Científico?
—Antropólogo.
Se hizo un brusco silencio. Después, Begay se apoyó en el respaldo, mientras una risa cáustica sacudía su cuerpo.
—Antropólogo. Como si fuéramos una tribu primitiva. ¡Qué gracioso! —Dejó de reírse—. Sepa que soy tan americano como usted; mis parientes están luchando por la patria, y no me gusta nada que vengan a mi mesa a construir una máquina que tiene a todo el mundo en ascuas, hagan una sarta de promesas que no cumplen y ahora envíen a un antropólogo, como si fuéramos salvajes con huesos en la nariz.
—Si me han mandado aquí es porque estuve viviendo en Ramah. Mi única intención es invitarle a ver el proyecto
Isabella
, conocer a Gregory Hazelius, entender qué estamos haciendo y hablar con el equipo.
Begay sacudió la cabeza.
—Ya no es momento de visitas. —Hizo una pausa y preguntó, casi con reticencia—: A propósito, ¿qué están investigando? Porque he oído cosas rarísimas…
—El Big Bang.
—¿Qué es eso?
—La teoría de que el universo nació hace trece mil millones de años debido a una explosión, y que desde entonces se ha estado expandiendo.
—Vaya, así que están metiendo las narices en los asuntos del Creador.
—El Creador no nos dio un cerebro porque sí. —Por tanto, ustedes no creen que el universo lo hiciera un Creador.
—Yo soy católico, señor Begay. A mi modo de ver, el Big Bang no es más que la manera en la que lo hizo Dios. Begay suspiró.
—Como he dicho: basta de palabras. El viernes cabalgaremos por la mesa. Eso es lo que puede contar a su equipo; y ahora, si no le importa, tengo trabajo.
Ford montó a Ballew y al llegar al arranque del camino levantó la vista, hacia las rocas, los riscos y los precipicios. Sabiendo que Ballew era capaz de superar todas las curvas y los puntos delicados, ya no tenía sentido ir a pie. Decidió hacer el camino a lomos del viejo caballo.
Una hora después, al cruzar el tajo del borde de la mesa, Ballew empezó a trotar, ansioso por volver al establo. Ford sintió pánico y aferró el arzón. ¡Menos mal que nadie podía ver cómo hacía el ridículo! Sobre la una del mediodía apareció Nakai Rock, y se hicieron visibles las lomas escarpadas que delimitaban el valle. Al penetrar en la alameda, Ford oyó una carcajada, y vio que en el camino desde el
Isabella
hasta el poblado había alguien, caminando como un poseso.
Era Volkonski, el programador, con las greñas aceitosas al viento. Tenía un aspecto demacrado y furioso, lo cual no le impedía sonreír de forma demencial.