Blasfemia (5 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

—Preciosa.

Hazelius pisó a fondo el acelerador. El jeep salió disparado, hundiendo a Ford en el asiento. El Wrangler voló por el aeródromo y entró chirriando en una carretera recién asfaltada, que dibujaba curvas entre los enebros.

—Esto es como un campamento de verano, Wyman. Lo hacemos todo nosotros: cocinar, limpiar, conducir… Todo lo que imagines. Tenemos un físico de cuerdas que cocina la carne al punto, un psicólogo que nos ayudó a montar una bodega estupenda, y otros muchos talentos polifacéticos.

Ford se cogió a la manilla, mientras los neumáticos del jeep chirriaban en una curva.

—¿Nervioso?

—Despiértame cuando lleguemos.

Hazelius se rió.

—No puedo resistirme a estas carreteras vacías: ni un solo poli, y varios kilómetros de visibilidad. ¿Y tú, Wyman? ¿Qué talentos especiales tienes?

—Friego los platos como nadie.

—¡Fantástico!

—Y sé cortar leña.

—¡Maravilloso!

Hazelius conducía como un loco; seguía una trayectoria recta la máxima velocidad con una absoluta falta de respeto a la raya continua.

—Perdona que no me hayas encontrado al bajar del avión. Estábamos acabando una prueba del
Isabella
. ¿Damos una vuelta rápida?

—Por mí perfecto.

El jeep cruzó a toda velocidad un cambio de rasante, y por unos instantes Ford no sintió el peso de su cuerpo.

—Nakai Rock —dijo Hazelius, señalando la columna de piedra que Ford había visto desde la avioneta—. Le pusieron su nombre al antiguo almacén. Nosotros también llamamos a nuestro pueblo Nakai Rock. Nakai… ¿Qué significa? Siempre he querido saberlo.

—«Mexicano» en navajo.

—Gracias. Me alegro muchísimo de que hayas podido venir tan deprisa. Desgraciadamente, nos las hemos arreglado para enemistarnos con la gente de aquí. Lockwood habla muy bien de ti.

Una curva muy pronunciada los llevó a un valle frondosamente poblado de álamos, con precipicios de arenisca roja alrededor. A un lado había diez o quince casas de falso adobe, distribuidas con acierto entre los álamos, con pequeñas extensiones de césped y vallas de madera. El campo de béisbol, a la altura del centro de la curva, ofrecía un contraste vibrante con los precipicios. Al fondo del valle se erguía como un juez la alta roca misteriosa.

—A la larga haremos casas para un máximo de doscientas familias. Será un pueblo de científicos visitantes, con sus familias y el personal de apoyo.

El jeep pasó al lado de las casas, dibujando una curva muy amplia.

—La pista de tenis —dijo Hazelius, señalando a la izquierda—. Y un establo con tres caballos.

Llegaron a un edificio pintoresco, hecho de troncos y adobe, a la sombra de unos álamos enormes.

—El antiguo almacén, reconvertido en comedor, cocina y sala de juegos: mesa de billar, ping-pong, futbolín, cine, biblioteca y bar.

—¿Qué hace aquí arriba un almacén?

—Antes de que los echase la compañía de carbón, los navajos tenían rebaños de ovejas en Red Mesa. En el almacén se comerciaba con comida y material para las alfombras que hacían con la lana. Las alfombras de Nakai Rock no tienen la fama de las de Two Grey Hills, pero son igual de buenas, o mejores. —Hazelius se volvió hacia Ford—. ¿Dónde hiciste tu trabajo de campo?

—En Ramah, Nuevo México.

Ford no añadió que solo había sido un verano, antes de licenciarse.

—Ramah… ¿No es donde investigó el antropólogo Clyde Kluckhohn para aquel libro tan famoso, Los brujos navajo? Los conocimientos de Hazelius sorprendieron a Ford. —Exacto.

—¿Tú hablas el navajo? —preguntó Hazelius.

—Lo justo para arreglármelas. Posiblemente es el idioma más difícil del mundo.

—Por eso siempre me ha interesado. Nos ayudó a ganar la Segunda Guerra Mundial.

El jeep frenó ruidosamente ante una casita muy pulcra, con un césped vallado (y artificialmente verde), un porche, una mesa de picnic y una barbacoa.

—La residencia Ford —anunció Hazelius.

—Encantadora.

En realidad no tenía ningún encanto. Con su falso estilo de pueblo, su aspecto era deprimentemente suburbano. Lo espléndido era el marco.

—Las casas del gobierno son iguales en todas partes —dijo Hazelius—, pero estarás cómodo.

—¿Y los demás?

—Abajo, en el Bunker. Es como llamamos al complejo subterráneo donde está el
Isabella
. A propósito, ¿no llevas equipaje?

—Llegará mañana.

—Debían de tener mucha prisa en enviarte aquí.

—No me han dado tiempo ni de coger el cepillo de dientes.

Hazelius aceleró y tomó el último tramo de la curva a una velocidad que hizo humear los neumáticos. Después frenó, cambio a conducción cuatro por cuatro y sacó el vehículo de la calzada, siguiendo dos rodadas desiguales entre los arbustos.

—¿Adonde vamos? —Ahora lo verás.

Derrapando en zanjas, y saltando por las rocas, el jeep ascendió por un extraño bosque de enebros retorcidos y pinos piñoneros muertos. Recorrieron unos cuantos kilómetros de baches, hasta que apareció una larga cuesta de arenisca, roja y desnuda. Hazelius paró el jeep y se bajó. —Es aquí arriba.

Ford, que empezaba a sentir curiosidad, le siguió por la extraña loma de arenisca. En la cumbre le esperaba una enorme sorpresa. De repente, sin esperárselo, se vio al borde de Red Mesa, con una caída en vertical de seiscientos o setecientos metros. Nada le había hecho pensar que estuvieran cerca del borde de la mesa. No había ningún letrero que anunciara la proximidad del despeñadero. —Impresionante, ¿verdad? —preguntó Hazelius. —Escalofriante. Podrías despeñarte sin ni siquiera darte cuenta. —Hay una leyenda sobre un vaquero navajo que subió a caballo, persiguiendo a un ternero sin marcar, y se cayó. Dicen que su
chindii
, su espíritu, todavía galopa por el borde algunas noches de tormenta.

La vista quitaba la respiración. A sus pies se extendía una orografía de cerros y pilares de piedra color sangre, en los que el viento había esculpido extrañas formas. Al fondo había otras mesetas, y montañas hasta donde alcanzaba la vista. Podrían hallarse en el borde de la propia Creación, donde Dios, finalmente, se hubiera rendido, desesperando de poner orden en una tierra ingobernable.

Aquella mesa aislada del fondo —dijo Hazelius— es No Man's Mesa, de quince kilómetros de largo y casi dos de ancho. Dicen que se sube por un camino secreto que todavía no ha descubierto ningún hombre blanco. A la izquierda está Piute Mesa. La de delante es Shonto Mesa, y más al fondo, los Goosenecks del río San Juan, Cedar Mesa, las Bears Ears y las montañas Manti-La Sal.

Dos cuervos subieron siguiendo una corriente de aire, y se internaron de nuevo planeando por la oscuridad. Sus graznidos reverberaron entre los cañones.

—Solo se puede subir a Red Mesa por dos caminos: la Dugway, que tenemos detrás, y un sendero que arranca a unos tres kilómetros de aquí. Los navajos lo llaman el Camino de Medianoche. Acaba en Blackhorse, aquella aldea de allá.

Cuando se volvieron, Ford observó unas marcas en una roca enorme que se había partido por el plano de estratificación.

Hazelius siguió su mirada.

—¿Ves algo?

Ford se acercó y tocó con la mano la superficie irregular.

—Gotas de lluvia fosilizadas. Y… el rastro fósil de un insecto.

—Vaya, vaya… —dijo en voz baja el científico—. Todos han subido a ver el panorama, pero eres el primero que se fija en esto. Aparte mí, claro. Gotas fosilizadas de una lluvia caída en la era de los dinosaurios. Más tarde, cuando dejó de llover, pasó un escara bajo por la arena mojada, y aunque parezca inverosímil, ese pequeño momento de la historia quedó fosilizado. —Hazelius lo tocó con gran respeto—. De todo lo que hemos hecho los seres humanos, de todas nuestras grandes obras, la
Gioconda
., la catedral de Chartres, e incluso las pirámides de Egipto, nada durará tanto como este rastro de escarabajo en la arena húmeda.

La idea conmovió profundamente a Ford.

Hazelius pasó el dedo por la senda del insecto. Después se incorporó.

—¡Fantástico! —dijo, poniendo una mano en el hombro de Ford y sacudiéndolo afectuosamente—. Veo que seremos amigos.

Ford recordó la advertencia de Lockwood.

Hazelius se volvió hacia el sur, señalando con gestos la cima de la mesa.

—En el paleozoico, todo esto eran marismas, que nos han dejado algunas de las mayores vetas de carbón del país. Las explotaron en los años cincuenta. Los viejos túneles eran perfectos para instalar el
Isabella
.

El sol iluminó la cara casi sin arrugas de Hazelius, que se volvió hacia Ford con una sonrisa.

—No podríamos haber encontrado mejor lugar, Wyman; aislado, tranquilo e inhabitado, aunque para mí lo más importante era la belleza del paisaje, porque en física, la belleza y el misterio desempeñan un papel central. Como dijo Einstein: «La experiencia más hermosa que se puede tener es la de lo misterioso. Está en la raíz de la verdadera ciencia».

Ford vio cómo se ponía lentamente el sol en los profundos cañones del oeste, como oro derritiéndose en cobre.

—¿Listo para meterte debajo del suelo? —preguntó Hazelius.

5

El jeep volvió a la carretera dando tumbos. Ford se aferró a la manilla del techo y procuró aparentar tranquilidad, mientras Hazelius aceleraba hacia el aeródromo, pasaba de largo y enfilaba la recta a ciento treinta por hora.

—¿Ves algún policía? —preguntó el físico, con una sonrisa burlona.

A algo menos de dos kilómetros, la carretera estaba cortada por dos puertas metálicas rodeadas por una doble cerca de tela metálica, con alambradas encima. Hazelius frenó en el último momento, haciendo chirriar los neumáticos.

—Aquí empieza la zona de seguridad —dijo.

Marcó un código en un teclado fijado a un poste; luego se disparó una sirena y se abrió la puerta. Hazelius entró y aparcó el jeep junto a una hilera de coches.

—El ascensor —dijo, señalando con la cabeza una torre pegada al precipicio, erizada de antenas y parabólicas.

Se acercaron. Hazelius deslizó una tarjeta por una ranura, al lado de una puerta de metal. Después aplicó la mano a un lector. Al cabo de un momento se oyó una voz ronca de mujer:

«Buenas tardes, cielo. ¿Quién es el guapetón que te acompaña?»

—Wyman Ford.

«Desnúdate un poquito, Wyman.» Hazelius sonrió.

—Quiere decir que pongas la palma sobre el lector.

Ford pegó la mano al cristal caliente, y una franja de luz la recorrió.

«Espera, debo consultarlo con el jefe.» Hazelius se rió entre dientes. —¿Te gusta nuestra interfaz de seguridad? —Es distinta.

—Es el
Isabella
. La mayoría de las voces de ordenador son del tipo HAL, demasiado monótonas para mi gusto. —Imitó una voz de locutor—: «La lista de opciones ha sido modificada. Escuche atentamente, por favor». En cambio el
Isabella
tiene una voz real. Se la programó nuestro ingeniero, Ken Dolby, y creo que pidió una muestra de voz a una rapera.

—¿Quién es la auténtica
Isabella
?

—No lo sé. Sobre eso Ken es bastante misterioso. De nuevo se oyó la voz seductora.

«Dice que vale. Ya estáis en el sistema, o sea, que a ver si no os metéis en ningún lío.»

Cuando se deslizaron las dos puertas metálicas, apareció una caja de ascensor que bajaba por el lado de la montaña. Una ventanilla permitía ver el paisaje durante el descenso. Cuando el ascensor paró, el
Isabella
les aconsejó que tuvieran cuidado con dónde pisaban.

Estaban en una gran plataforma exterior cortada en el precipicio, frente a la gigantesca puerta de titanio que Ford había visto desde la avioneta. Parecía tener seis o siete metros de ancho, y como mínimo doce de alto.

—La zona de carga y descarga. Tampoco hay mala vista, ¿no crees?

—Aquí deberían hacer pisos.

Era la entrada de la gran mina de carbón Wepo. Solo de esta Veta sacaron cuarenta y cinco millones de toneladas cortas, por lo que quedaron unas cuevas enormes. Para nosotros es ideal. Era imprescindible situar el
Isabella
muy por debajo del suelo, para proteger a la gente de la radiación cuando funcionase a plena potencia. Hazelius se acercó a la puerta de titanio empotrada en la pared.

—A esta fortaleza la llamamos el Bunker. «Necesito tu número, cariño», dijo el
Isabella
. Hazelius pulsó unas teclas en un pequeño panel numérico. Poco después, la voz dijo: «Adelante, chicos». Empezó a subir la puerta.

—¿Por qué hay tanta seguridad? —preguntó Ford.

—Tenemos que proteger una inversión de cuarenta mil millones de dólares. Además, gran parte de nuestro software y nuestro hardware es secreto.

La puerta daba a una gran cueva tallada en roca viva. Olía a polvo y a humo, con un toque de humedad que a Ford le recordó el sótano de su abuela. Después del calor del desierto, se agradece un poco de frescor. La puerta bajó ruidosamente. Ford parpadeó para ajustar la vista a las lámparas de sodio. Era una cueva enorme, de unos doscientos metros de profundidad y unos quince de altura, como mínimo. Al fondo, justo delante, había una puerta oval da que daba acceso a un túnel lleno de tubos de acero inoxidable y montones de cables. El agua condensada de la puerta caía al su donde formaba riachuelos que rápidamente desaparecían. A la izquierda, tapando otro boquete cortado en roca viva, habían levantado una pared de bloques de hormigón, que enmarcaba una puerta de acero. En ella estaba escrito «puente». Al otro lado déla cueva había pilas de cajones hidráulicos, vigas y otros materiales de construcción sobrantes, así como maquinaria pesada y media cena de carritos de golf.

Hazelius cogió a Ford por el brazo.

—Por el óvalo del fondo se entra en el
Isabella
. La niebla es el resultado de la condensación de los imanes superconductores, que tienen que enfriarse con helio líquido cerca del cero absoluto para mantener la superconductividad. El túnel vuelve hacia la meseta, formando un toro de veinticinco kilómetros de diámetro por donde hacemos circular los dos haces de partículas. La flota de carril os eléctricos de golf es para el transporte. Ven, vamos a conocer a m pandilla.

Mientras sus pasos resonaban por aquel espacio digno catedral, Ford preguntó despreocupadamente:

—¿Cómo va todo?

—Muchos problemas —dijo Hazelius—. Se encadenan uno detrás de otro. —¿Como cuál? —Esta vez es el software.

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