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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos dispersos

 

Algo más de un tercio de los cuentos publicados en periódicos y revistas, durante toda la trayectoria de Horacio Quiroga como narrador, nunca fue recopilado en libro. El presente volumen —amplia selección de dicho material— incorpora, además, un prólogo de la escritora argentina Liliana Heker.

El Quiroga que aquí recuperamos, el que se multiplicó en publicaciones de vasto tiraje y heterogéneo público, confirma sus dotes de extraordinario constructor de ficciones, abriendo el camino para que quienes lo sucedieron —Borges, Cortázar, Rulfo, Ribeyro— pudieran llevar el cuento hispanoamericano a la insuperable maestría que alcanzó poco después. Por todo ello, su aporte sigue vivo y actual.

Horacio Quiroga

Cuentos dispersos

ePUB v1.0

jugaor
09.09.12

Horacio Quiroga, 1906-1935.

Diseño de portada: Shammael

Editor original: jugaor

ePub base v2.0

Prólogo

Profesor de literatura, lector refinado, áspero amante de la selva y de muchachas adolescentes, fotógrafo, admirador precoz del cine, loco, humorista, malhumorado, dispéptico, químico aficionado, testigo y causante de muertes cercanas, ciclista, mecánico amateur, padre singular. Qué imagen privilegiar. Apenas uno trata de capturar el deslumbramiento múltiple que le provoca Horacio Quiroga su figura se le escapa por los cuatro costados. Y, sin embargo, a medida que uno va adentrándose en la vida y en la escritura de este hombre, empieza a entender que cada uno de estos roles, elegido o provisto por la fatalidad, fue indispensable para constituirlo, o mejor, que la voluntad feroz de Quiroga, una voluntad ibseniana (y no es casual que Ibsen haya sido uno de sus maestros de vida) consiguió mantener en caja tantos papeles divergentes, que con todos ellos se construyó y construyó su obra. Ahí, tal vez, está la clave, la función aglutinante que contiene a todas las otras, que justifica, ante los demás, tanto machetazo, tanto bicarbonato y tanta muerte: la escritura. Más precisamente, la narrativa. Ya que la múltiple experiencia y el múltiple deseo que lo constituían (hambre, lo llamaba él, y fue una palabra reiterada hacia el final de su vida, cuando el cáncer en el estómago casi le impedía comer,
hambre
, aunque más ampliamente aludía al deseo, a la salud y a la juventud), todo lo que vivió, en crudo o trastocado, irrumpe en sus cuentos.

Narrador nato, estaba
condenado
—si vale el término para una actividad tan bella y necesaria como la de contar— a no poder hacer otra cosa con lo vivido que conjurarlo en un relato. Por eso, entre los escritores a quienes eligió como maestros del género —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov, nada menos—, a quien más se parece es a Maupassant. Cierto que de los cuatro debió aprender y de los cuatro está hecho, pero no de la misma manera. Aunque con Chéjov pueda haber descubierto la posibilidad de atrapar la luz de lo trascendente aun en seres oscuros, difícilmente se puede captar la respiración chejoviana en los cuentos de Quiroga. En cambio, sí es advertible la influencia de Poe, sobre todo en algunos de sus cuentos fantásticos y en la tendencia a privilegiar el miedo entre los sentimientos fecundos («Si se debiera juzgar el valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo», dice el narrador en su cuento “El galpón”), pero de ninguna manera el ascendiente de Poe se advierte en buena parte de sus cuentos realistas. En cuanto a la influencia de Kipling, en apariencia transparente en los cuentos que ocurren en la selva misionera, cito lo que, a propósito, señala Abelardo Castillo: «¿Qué es lo que lo diferencia de Kipling, con quien tiene en común la selva? (…) Su manera de situarse en el mundo que nos cuenta. Rodríguez Monegal lo ha señalado: Kipling nunca dejó de ser un
sahib
. Kipling era el colonizador inglés nacido por azar en la India, a quien la naturaleza y sus criaturas deslumbraban un poco como a un viajero del tiempo que visita un mundo perdido. Para Kipling, la jungla era un asunto poético (…); de ahí el tono épico —es decir asombrado, enfatizado— de sus cuentos de la selva. Quiroga no era un colonizador sino un habitante de Misiones: no es raro que su primera experiencia como «patrón» fracasara lamentablemente. Le costó todo su dinero y más de un cargo de conciencia, porque no podía, ni aun proponiéndoselo, estafar a los indios. Horacio Quiroga eligió la selva, es cierto, vale decir que también a él le era ajena, pero la eligió como un animal cerril que, sin saberlo, vuelve a la selva. (…) por eso no hay énfasis, ni color local, ni elocuencia descriptiva en sus relatos; y, cuando los hay, se puede asegurar que no se está ante el mejor Quiroga. (…) Rudyard Kipling, aunque inglés sólo a medias, era un representante privilegiado del Imperio; Quiroga, blanco y patrón, fue un escritor de la colonia».

Con Maupassant tiene en común no sólo la capacidad feroz de trabajo y la compulsión de narrarlo todo (los dos parecen escribir bajo el principio básico del «nada de lo humano me es ajeno»), también, y sobre todo, la cualidad de capturar lo singular, lo narrable que hay en los tipos humanos más inesperados. Los dos abarcaron desde las modas citadinas y la vida galante hasta los hábitos y las luchas del ámbito rural; los dos tuvieron una mirada desprejuiciada sobre desclasados y marginales, y, con mucha más frecuencia, encontraron el terror en las amenazas del mundo real, en las alucinaciones y en la locura, que en lo inexistente. Los dos escribieron novelas (varias, en el caso de Maupassant, sólo dos en el caso de Quiroga) de las que su historia literaria podría haber prescindido porque su excepcionalidad se manifestó sólo en sus cuentos, que configuraron un universo completo. Escribieron a destajo, pelearon contra el río a golpe de remo, amaron los transportes de riesgo (el globo aerostático de Maupassant, la motocicleta precaria de Quiroga), fueron implacables con la imbecilidad y los prejuicios de la sociedad de su tiempo y, a la vez, formaron parte de esa sociedad. Ahí se termina el paralelo, que, por otra parte, reconozco tendencioso, dictado por la necesidad de ver unidos a dos integrantes amados de mi familia literaria. Si a Quiroga le faltó la guerra franco-prusiana, Maupassant no tuvo la selva, esa elección de vida —y de muerte— que fue la selva misionera. Además, construirse cuentista en Latinoamérica y en el Río de la Plata no era lo mismo que ser un escritor francés. Acá había que inventarlo casi todo. Y Quiroga lo inventó. Desde un espacio más espinoso que la nada: desde la adversidad.

Un hecho que se considera fundante de esta adversidad es la muerte accidental de su padre cuando Quiroga tenía pocos meses. Ante los ojos de su madre, que lo llevaba en brazos, el padre, que volvía de una cacería, por accidente se pegó un tiro. El episodio es feroz, parece prefigurar la vida de Quiroga, el pertinaz asedio de la muerte que atravesó su vida, como si ese asedio se estuviera organizando a partir de este disparo inaugural. Aceptemos, sin embargo, que el horror de esta muerte fue vivido por la madre, no por el chico que estaba en sus brazos. Lo que al chico le iba a llegar más tarde sería el relato del tiro, y la posibilidad de dar un sentido a ese incidente, de vincularlo con otros similares (doce años después iba a presenciar el suicidio de su padrastro, también de un disparo), de construir con todos ellos su propia historia. Sólo que, para que hubiera esa construcción, tenía que estar el hombre que la construyera. Y la vida de ese hombre, para mí, tiene otro episodio inaugural que le concierne sólo a sí mismo, desde el cual dará un sentido a la muerte de su padre y a la de su padrastro, y a todo lo que, además de esas muertes, debió constituirlo. Tres cuentos, no necesariamente autobiográficos pero sí, en la percepción, claramente autorreferenciales, permiten armar, no sólo con muertes, al muchachito que Quiroga debió ser: “Nuestro primer cigarro”, en que resulta reveladora la pasión por la aventura y por la transgresión de ese chico, todavía protegido por un mundo burgués y que no se diferencia demasiado de otros niños aventureros y transgresores, salvo cuando es mirado a través de nuestro conocimiento de que, ese niño que fue Quiroga un día quebró el halo protector y cumplió con su destino de transgresión y de aventura hasta las últimas consecuencias. “Frangipane”, cuento de una sutileza excepcional, con reminiscencias proustianas, donde puede apreciarse el chico lector, reflexivo y sensible. Y “El agutí y el ciervo”, que plantea la contradicción no resuelta entre la sensibilidad exacerbada y el instinto cazador —el instinto criminal—, que, como todos los sentimientos en la infancia, se expresa aquí, a través del personaje niño, sin filtro o atenuante alguno.

¿En qué momento ese niño, ese joven —lector, aventurero, escritor incipiente, de alguna manera burgués— empieza a darse forma a sí mismo, a coincidir con cierta idea de sí mismo? El episodio inaugural de que hablaba ocurre en algún momento de su viaje a París, en el año 1900, cuando Quiroga tiene veintidós años. En qué consistió exactamente ese episodio, qué hecho lo hizo interrogarse hasta tocar fondo, eso está en una caja negra que cada uno desarmará a su modo. Lo que se sabe es que viajó con el dinero de la herencia paterna, que participó en un certamen de ciclismo, que tenía intenciones de asistir a la Exposición Universal, que naturalmente (también lo hacía en su Uruguay natal) se reunió con poetas. Algo más ocurrió. Porque el hombre que salió para París tenía aspecto mundano y mostraba inclinaciones literarias. El que volvió, cuatro meses después, andaba medio desarrapado, tenía deudas, estaba a punto de fundar con varios amigos escritores la agrupación literaria y cultural llamada el Consistorio del Gay Saber y usaba una barba que le daría una cara para siempre.

Dos hechos terminan de confirmar esa transformación: en 1901, mientras está limpiando un arma con la que su amigo Federico Ferrando (uno de los co-fundadores del Consistorio del Gay Saber) debe batirse a duelo, se le escapa un tiro y mata a su amigo. Esta muerte pesa más que las anteriores: Quiroga ya no es un chico; además, esta vez es responsable de haber provocado la muerte. Poco tiempo después deja de vivir en el Uruguay y se instala en Buenos Aires. El segundo hecho ocurre en 1903. En junio, participa como fotógrafo de una expedición a las ruinas jesuíticas que ha organizado Lugones. Es entonces que conoce Misiones y se enamora de la tierra misionera para siempre.

Conocer hoy la casa que construyó y en la que vivió, muy cerca de la selva, ubicarse frente al barranco ante el que se sentaba para escribir, imaginar esa tierra —la desolación, la violenta exuberancia de esa tierra— tal como debió ser un siglo atrás, lleva a la convicción de que Quiroga es inabarcable. El lector refinado, el hombre que había ejercido como profesor de literatura y se movía en los cenáculos literarios, que había viajado a París, que había publicado ya el libro de cuentos
Los arrecifes de coral
, elige el desafío de convivir —de luchar cuerpo a cuerpo— con la selva, con el sol como fuego y con el río. Allí, cerca de las ruinas de San Ignacio, fue curioso juez de Paz, destilador y agricultor malogrado, allí remó contra la corriente y se abrió paso a machetazos, allí nacieron sus hijos Eglé y Darío, allí asistió a la muerte lenta de su mujer, Ana María Cirés, una muchacha muy joven que, al no poder soportar la vida en la selva, tomó cianuro para suicidarse. Allí, de una manera muy singular, crió solo a sus dos hijos (“El desierto” refleja de manera excepcional esa crianza y lleva los riesgos de la situación padre-hijos a un punto límite). Del respeto que le tuvo Quiroga a la selva, a los personajes curiosos que habitaban sus cercanías, a cada uno de sus bichos, al río, da cuenta lo mejor de su narrativa. Sabiéndose extraño él mismo, tenía la capacidad de entender, de respetar lo extraño que había en cada uno de los seres de frontera que lo rodeaban. Misiones lo acompañó aun en su vida en la ciudad. En rigor, nunca regresó de la selva. Ezequiel Martínez Estrada, a quien Quiroga consideraba su hermano menor, cuenta cómo era su casa de Vicente López, en la que vivió con su segunda mujer, una adolescente, compañera de su hija Eglé, y con la pequeña hija de los dos, Pitoca. «El chalet era una especie de bungalow destartalado, con moblaje rural, y el garaje-galpón-living era una tienda de antigüedades, donde no hubieran desentonado un helicóptero y un esqueleto de dinosaurio. En el enorme patio estaba la casilla del coatí, animalito sociable y cariñoso a quien Quiroga presentaba con la misma ceremonia que a un miembro de la familia».

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