Cuentos dispersos (6 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

En cuanto al lenguaje, los loros, cuervos, estorninos, hablan. Los monos, no. ¿Por qué? Si se admite que la animalidad del mono es superior a la del loro, podemos admitir también que la facultad de hablar no es precisamente superior. En el pájaro se corta para reaparecer en el hombre. ¿Por qué en el mono —organización casi perfecta— no existe? Esta bizarría me parecía demasiado sutil.

Mucho de esto se me ocurrió una noche en que Titán rompió entre sus manos un bastón que halló debajo del ropero. Me quedé comentando con Luis la fuerza del animal. Luis creía en una falla de la madera; yo, no. Al fin de larga charla, Luis, para convencerse, cogió un palo semejante, y después de gran esfuerzo logró astillarlo. Titán, apelotonado en un rincón, había seguido con ojos inquietos el incidente. Cuando éste concluyó, nos miró profundamente asombrado. ¿Para qué haber perdido tanto tiempo hablando, si al fin y al cabo habíamos de hacer lo mismo que él?

En este terreno puesto, lo preciso para que hablara era sugerirle la idea de lo superfluo. ¿Pero cómo?

La primera experiencia tuvo lugar en el campo, al sur. La llanura rasa y monótona se extendía hasta el fin. Sólo en medio del pasto amarillo se levantaba un árbol absoluto. Durante un mes fui allá con Titán todas las tardes, haciéndole subir a la copa de aquél. Tan bien aprendió, que corría a treparse sin indicación mía. Una noche hice cortar el árbol al ras del suelo y llevarle lejos: no quedó rastro alguno. A la tarde siguiente fuimos de nuevo e insté a Titán a que subiera al árbol. El animal buscó inquieto por el aire, me miró, volvió los ojos a todos lados, me miró de nuevo y gimió. Insistí veinte veces, instándolo con toda la persuasión que pude a que subiera. Me miraba aturdido, pero no se movía. De vuelta, al llegar a casa, corrió de alegría a treparse al paraíso del patio.

Medité otras cosas más, pero todas las pruebas posibles variaban alrededor de la primera. Inútil debía ser lo que no le servía, y la concepción de esto era justamente lo difícil. Un día rompió un globo de vidrio pendiente de un hilo. Con el mismo palo le dio un segundo golpe, y ahí se detuvo su idea de lo superfluo. La conciencia del globo era absolutamente de ese globo: otro era un mundo aparte. Una hormiga, perfectamente consciente de la existencia íntima de una hoja, ignora en absoluto la piedra con que tropieza, no existe para ella, aunque exista su impedimento. ¿Cómo llegar a la idea abstracta? Le di haschich a mi hombre, por fin, no ciertamente para que hablara, sino para observar un lado por el que pudiera ser cogido. El resultado fue grotesco.

Después de cinco meses de pruebas —algunas tan sutiles, lo confieso, que me daban miedo por mí mismo— hice un ensayo postrero. Sujeté al parral dos fuertes sogas con sendos nudos corredizos; uno era falso. Pasé éste por mi cuello y me dejé caer, los brazos pendientes. Titán hizo lo mismo en el otro lazo, pero presto llevó las manos al cuello y descorrió el nudo. Me miró pensativo desde el suelo, muerto de envidia. Repitió toda la tarde la hazaña, con igual resultado. No se cansaba, como no se cansó en los días sucesivos, afanándose por soportar el dolor. Aunque en los últimos tiempos le noté extraños titubeos en su prodigiosa precisión de bestia, todo pasó. Hace de esto un mes, un mes largo. Y esta mañana amaneció ahorcado. Probé el nudo; como corría sin el menor entorpecimiento, tuve la plena convicción de que esa muerte no era casual.

Ignoro si las anteriores experiencias han influido decididamente. Puede tratarse de un esfuerzo de curiosidad —¡a qué grado morboso!— o de una simple ruptura de equilibrio animal torturado seis meses seguidos: la menor angustia humana de vacío en la cabeza lo ha llevado fatalmente a ese desenlace.

Si es así, una vez abandonados los brazos —él conocía el peligro de esa situación— su decisión ha ido derecho a la muerte, cosa que él ha visto y no querido evitar. De cualquier modo, ha debido sufrir mucho; pero la cara no se ha convulsionado, firme y seria por el gran esfuerzo de voluntad para morir. Los ojos se han vuelto completamente para arriba. Su blanca ceguera, bajo el ceño contraído, da al rostro sombrío una expresión estatuaria de concentración, y dominado por una serie de ideas confusas, he seguido a su lado y lo he hecho enterrar en el patio, con los brazos tendidos a lo largo del cuerpo.

La ausencia de Mercedes

Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.

Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plácidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el resultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bastante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantar la voz.

Mercedes quedó muy preocupado de sí mismo. Esa tarde salió solo. Al tomar la vereda de Victoria, leyó distraído en los vidrios: Miguel Mihanovich-Líneas a Bahía Blanca… Siguió adelante, deletreando mentalmente: Mi-ha-no-vich… Y al llegar a la última sílaba se acordó, de un modo tan nítido como inesperado, de un par de botines con puntera de bronce que había tenido en Chivilcoy cuando era chico, y que le habían durado siete meses. Entró en un bar, pidió café, llevó la taza a los labios, y al dejarla en el plato se encontró en Callao y Santa Fe. Posiblemente caminaba; pero su sorpresa fue tan grande que quedó parado. Su segunda sorpresa fue que, al evocar el bar del que acababa de salir, tuvo la impresión de un recuerdo vago, difícil, lejano, de esos que obligan a cerrar los ojos contrayendo el ceño. Era tal su estupefacción que no sabía cómo comenzar a dilucidar eso. Se dirigió a su casa, completamente aturdido. De pronto, con un escalofrío, vio el sol en los balcones: era «más temprano» que cuando había tomado el café. Y con un nuevo chucho, esta vez de frío y espantada confusión, notó que era invierno.

Ahora bien: para un hombre que lleva una taza de café en sus labios en la Plaza de Mayo, en verano, y al dejarla se halla en Santa Fe y Callao, en invierno y con sobretodo, la aventura es abrumadora.

«¡Estoy loco, loco!», se dijo Mercedes, muerto de angustia. «Mamá me dirá lo que ha pasado, si no he hecho alguna locura». Como una persona mojada y enferma, deseaba ardientemente verse de una vez en su casa. Vivía en Soler entre Díaz y Bulnes. En la esquina de Díaz, al levantar la vista, se detuvo de golpe y quedó un momento inmóvil. Apresuró el paso.

—Esa casa no estaba
antes
.
¡Antes!
… ¿Cuándo?…

Llegó por fin. Atravesó ligero el patio, entró en el comedor, y una mujer, con una criatura de pecho en los brazos, le preguntó sorprendida, mirando el péndulo:

—¡Oh!, ¿por qué vienes a esta hora? Son apenas las cuatro y media.

Mercedes ahogó una exclamación y dio torpemente un paso atrás, cogiendo de nuevo el picaporte.

—Perdón… me he equivocado… ¿No vive aquí mamá… la señora de Mercedes? —se corrigió enseguida.

La joven bromeó:

—No, señor; está ahora en Chivilcoy, en casa del señor Juan Mercedes, hermano del señor Hipólito Mercedes, padre del señor Polito Mercedes, servidor de usted —y extendió la criatura hacia Mercedes.

El aturdimiento de éste era mucho mayor que su quebranto. La expresión de su rostro no debía ser normal, porque la joven se acercó a él, mirándolo extrañada:

—¿Qué tienes? Algo te pasa —y le apoyó el revés de la mano en la frente—. Estás helado… ¡Pobre! —agregó pasándole el brazo por la cintura y apretándose a él—. Dale un beso a tu hijo… Pero ¿qué tienes? ¿Por qué me miras así?

—N… nada… —murmuró Mercedes, desesperado por no saber qué partido tomar. A pesar de todo, le quedaba suficiente serenidad para no promover una escena ridícula.

—¿Te duele algo?

—N… no.

—¿Y entonces?

—No sé lo que tengo…

Pero la cabeza se le iba, y se empeñaba humildemente en creerse loco ante esos horribles fenómenos, no obstante habérsele ocurrido que si su mujer lo recibía así, no debería estarlo. Para mayor encanto, un chico de dos años entró corriendo a echarse contra su pierna, llamándolo papá. Así es que cuando a los pocos momentos la joven lo dejó solo, huyó desesperado en busca de su médico. A sus angustias se agregó una decisiva: en el vestíbulo había un almanaque de pared, y hacía media hora que leía como un estúpido: «1906, 14 de junio de 1906», ¡y él acababa de tomar café el 2 de marzo de 1902!

Contó todo, extraordinariamente abatido. ¿Cómo era eso? ¿Cómo cuatro años?… ¿Su mujer y sus hijos?… El otro, tras el cúmulo de sus preguntas insidiosas de médico, hablole al fin en términos precisos —no para Mercedes, por cierto— de epilepsia, ausencias de epilepsia. Parece ser que en el momento en que Mercedes iba a dejar la taza de café, adquirió de golpe una como especie de otra personalidad, que se casó, tuvo dos hijos y continuó haciendo en un todo lo que hacía siempre Mercedes. Hasta que un buen día, en Callao y Santa Fe, volvió bruscamente a ser el primer individuo, reanudando su vida y recuerdos donde los había dejado, y sin acordarse en lo más mínimo de lo que había hecho en esos cuatro años.

A instancias del pobre Mercedes, tan desalentado que daba lástima, el médico, buen muchacho en suma, lo acompañó a su casa, explicando a la señora de Mercedes que su esposo había sufrido una leve congestión cerebral que habíale hecho olvidar de muchas cosas y confundir las otras, etcétera.

Un momento antes, Mercedes no había dejado de darle a entender, con gran susto de célibe, un posible divorcio si… y se detuvo hipócritamente, recordando con discreto pregusto, como le convenía, el bello rostro de su pasada y futura mujer.

Pero las cosas no deberían haber ido precisamente mal, porque diez días después, cuando su médico le pidió nuevas de su fresco estado, Mercedes lo miró extremadamente satisfecho, tanto que a la indiscreta sonrisa del otro, concluyó por ponerse colorado.

Recuerdos de un sapo

Es curioso cómo los espíritus avanzados encarnan, en cierta época de su vida, la modalidad común de ser, contra la cual han de luchar luego. Generalmente aquello ocurre en los primeros años, y la página que sigue no es sino su confirmación.

Quien la escribe y me la envía, M. G., figura entre los más firmes precipitadores de la revolución social y es, preciso es creerlo, tan exaltado como sincero. Contados por él, no dejan de tener sabor picante estos recuerdos.

Aquel día fue una fiesta continua. Las lecciones de la mañana se dieron mal, la mitad por culpa nuestra, la otra mitad por la impaciencia tolerante de los profesores, deseosos a su vez de huir por toda una tarde del colegio.

Ese inesperado medio día de asueto tenía por motivo el advenimiento de la primavera, nada más. La tarde anterior, el director, que nos daba clase de moral, nos había dirigido un pequeño discurso sobre la estación que entraba, «la dulce naturaleza que muere y renace con más bríos, los sentimientos de compasión que hacen del hombre un ser superior». Hablaba despacio, mirando fija y atentamente como para no olvidar una palabra de su discurso aprendido de memoria. Lo que no recuerdo bien es la ilación que dio a la primavera y la compasión humana. De todos modos, el día siguiente, 23 de septiembre, nuestro 2.º año debía ir al Jardín Botánico.

Fuimos. El día era maravilloso. Como no hacía viento, la temperatura casi estival parecía más densa. Avanzábamos bulliciosamente por los senderos, mirando a todos lados. Cuando el director se detenía ante alguna planta extraña, lo rodeábamos y clasificábamos hojas y flores sin ton ni son. A pesar de ese nuestro servilismo de estudiantes en pupilaje, que nos llenaba la boca de la más embrutecedora vanidad de erudición para adular al director, no dejábamos de saludar con caliente emoción muchas plantas realmente útiles: las pitas, de hojas concéntricas y cónicas con espolón negro, cuyas últimas vainas de color crema sirven, ya para hacer barcas, ya como arma ofensiva contra toda lagartija del camino; los paraísos, cuyas ramas arden con mucho humo, indispensables para bien sacar camoatíes; los membrillos, afilados en varas recias y delgadas que azotan a maravilla el anca de los petizos; los laureles, sagrados por sus horquetas para hondas; los damascos, que secretan goma interesante al gusto, al revés de la del eucalipto, que es picante; los talas, gracias a cuyos bastones irrompibles los lagartos y víboras viven más bien mal, sobre todo si se tiene cuidado de escoger una rama encorvada, de modo que se pueda golpear de plano sin agacharse mucho.

Todo esto veíamos. El director estaba muy alegre, y para mayor goce nuestro, no se acordaba casi de sus eternos y aburridores discursos de clase sobre moral: «ser bueno, es ser justo; todo proviene de ahí… cuanto más humilde es el objeto de nuestra compasión, tanto más noble es ésta…», etcétera.

Aunque no entendíamos poco ni mucho tales aforismos, creíamos en la suprema virtud de nuestro director. Hubiéramonos llenado del más espantable asombro si nos hubieran dicho que quien así apostolizaba a diario, podía no ejecutar precisamente lo que decía: de tal modo en las criaturas son inseparables los conceptos de prédica y ejemplo.

Entretanto, habíamos recorrido el jardín en todo y contra sentido. Ya era las cuatro y media y debíamos volver. Nos encontrábamos, pues, hacia el portón, cuando al inclinarme sobre un
viburnum prunifollium
(¡cómo recuerdo el nombre!) vi en su sombra húmeda, sentado gravemente junto a un terrón, un sapo, un sencillo sapo que se mantenía quieto ante el ruido. Lo empujé con el pie y el animal rodó; distinguí un momento su vientre blanco amarillento y enseguida se dio vuelta, quedando inmóvil en tres cuartos de perfil a mí. Mis compañeros llegaron. Ante nuevos pies amenazantes, el animal dio dos saltitos y se detuvo de nuevo. Posiblemente hubiera pasado en un instante a una vida mucho menos accidentada, si el director, al acercarse y ver el buen animal jardinero, no hubiera tenido una idea maravillosa.

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