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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos dispersos (16 page)

La esencia de sus ideas en tortura podía condensarse en este concepto: «El hombre es superior al lobo».

Esta superioridad que él concedía al soberbio enemigo de su especie, desde que el mundo es mundo, no consistía, como pudiera creerse, en la vivísima astucia de aquél, complicada con sus flechas. No: el hombre ocupaba la más alta escala por haberse sustraído a la bestialidad natal, el asalto feroz, la dentellada en carne viva, hundida silenciosamente hasta el fondo vital de la presa.

Como se comprende, largos años pasaron antes que este concepto de superior humillación llegara a cristalizarse. Pero una vez infiltrado en sus tenaces células de lobo, no lo abandonó más.

Sucedieron interminables meditaciones a la entrada de su guarida, sentado inmóvil, la cabeza de lado; arrastró por los campos, bajo las heladas nocturnas, su desvarío de bestia mordida por una idea en la entraña misma; soportó las ojeadas irónicas de sus compañeros que veían vagar silencioso y hundido de vientre a aquel gran capitán de antaño, hasta que una noche, al sentir entre sus patas las entrañas desparramadas de una oveja, comprendió, en la profunda vibración de su ser entero, que acababa de traspasar el límite que encerraba aún su hondo instinto de bestia. Fijó una larga mirada en los tres lobeznos entremezclados que se disputaban furiosamente la carne viva, y fue a bañar en el arroyo sus patas maculadas.

Desde entonces no mató. El salto estaba dado: no aspiraba ciertamente a una perfecta bondad y justicia, porque el concepto de
humanidad
plena pertenecía desde luego a los hombres. Pero sentía que su alma liviana —demasiado liviana acaso para ser de lobo— tocaba a su vez, y a despecho de sus violentos colmillos, la línea que lo separaba del Hombre.

Permanecía, así, largas horas en la selva del bosque, mirando a lo lejos a un hombre o una mujer doblado tenazmente sobre su azadón de labranza. Cuando llegaba el crepúsculo, el hombre enderezaba su cintura dolorida y regresaba mudo a su casa.

—¡Qué inmensa superioridad! —se decía amargamente.

Y se concretó, por único alimento, a comer raíces.

Comenzó entonces para él una vida dura, repelido, insultado, burlado por sus compañeros que se reían de su espectral flacura.

—No eres sino un esqueleto —le decían—. ¿Para qué te sirven tus filosofías?

—No tengo hambre —respondía él, apacible.

—¿No habrá un poco de flojedad en tus patas? —argüía irónicamente otro—. ¿Te atreverías a entrar en la majada?

—Me atrevería —contestaba— pero no lo haré.

—¿Y si te trajéramos aquí un buen corderito, eh? ¿O un cachorro de hombre?

—No comería.

—Pero ¿por qué, viejo loco?

—Porque no se debe matar —concluía él serenamente.

Por los ojos sangrientos de la manada pasó el mismo resplandor verdoso.

—¡No te venderás a los hombres, supongo! —castañeteó uno entre dientes.

—No —repuso inmutable aquél—. Pero los hombres son mejores que nosotros.

La manada contempló un momento con hondo desprecio al viejo loco, y el conciliábulo de hambre se elevó de nuevo en un angustioso aullido.

Pero flaco, muerto de hambre, helado hasta el fondo de sus huesos, el comedor de raíces proseguía su marcha ascendente hacia el heroísmo, teniendo por norte el amor y justicia que encarnaba el Hombre, y bajo él, bajo su alma luminosa de lobo filósofo, la bestia original, vencida, domada, aplastada para siempre.

—¡No matemos! —se repetía constantemente—. Toda nuestra inferioridad proviene de ahí. Si no hombres, lleguemos cuanto sea posible hasta la pureza de sus manos.

Y roído de hambre, continuaba nutriendo con raíces su heroica y trémula vejez.

Hasta que un día, habiéndose aproximado por demás a un lugar poblado, vio a los hombres con sus criaturas que degollaban y comían una oveja.

El compañero Iván

Una fría tarde de septiembre cruzábamos con Isola la Chacarita. En una cruz de hierro, igual y tan herrumbrada como todas las demás, leí al pasar:

IVAN BOLKONSKY

Nada más. El apellido me llamó la atención, y se lo hice notar a Isola.

—El mismo que la madre de Tolstoi —le dije—. Pero éste seguramente no era conde —agregué, considerando la plebeya uniformidad de las cruces a ras de tierra.

Isola se volvió vivamente, miró un rato la cruz, y me respondió:

—No, no era conde, pero era de la estirpe de los Tolstoi… ¡Pobre Iván! Yo creo que nunca le he hablado de él.

—Creo que no —le respondí—. No me acuerdo.

—Seguramente —agregó pensativo—. No nos conocíamos entonces… Sentémonos un momento… Me ha hecho acordar de tantas cosas… ¡Pobre Iván! ¡El amor que le he tenido! Teníamos todos una admiración profunda por él. Y ¡tras! Falló, como cualquiera de nosotros…

—Cuente —le dije.

—¡Pst! —se sonrió tristemente Isola, despejándose la frente— una bella frente de muchacho, por lo demás—. En pocas palabras se cuenta eso. Figúrese que jamás le conoció nadie más que por Iván. Todos sabíamos su apellido, pero para todos era Iván, nada más. Llegó a Buenos Aires, no sé de dónde, porque en todas partes había estado. Había algo de admiración religiosa en ese llamado por el nombre, y tengo la seguridad de que hubiera llegado a ser algo más que un simple compañero. Usted sabe que yo era
compañero
entonces. No he dejado de serlo, pero de un modo distinto… Iván también lo era, desde luego. Lo conocí en un taller de
vitraux
. Yo aprendía entonces el oficio y él era mi maestro. ¿Usted sabe manejar el diamante? Figúrese que él sacaba una espiral íntegra de un solo golpe. Frecuentaba la redacción de nuestro diario, y yo hacía allí mismo mis primeras letras, también de gratuito colaborador. Los artículos de Iván no creo hoy que fueran gran cosa; pero el hombre, su gran cultura, su serenidad moral, su estupenda bondad, eran extraordinarias. De la inextricable mezcla de amor y odio que hay en todos nosotros, él no sentía más que el amor; viejos obreros en la calle, obreras encinta, criaturas muriéndose de tuberculosis, en fin, todas las iniquidades de la injusticia. Ganaba un buen jornal, y jamás tenía un centavo; todo lo daba a quienes necesitaban más que él. No le cabía una pizca de odio. Tenía toda la madera de un Jesucristo. Supóngaselo ahora alto, rubio, joven, y con una clara sonrisa. Y no crea que le hago una historia: pregúntele a cualquier compañero del 1900, y verá si exagero.

»Así como hay individuos que por su inmensa tolerancia pierden del todo la personalidad, creíamos que Iván, a fuerza de amor y ternura por todo lo que es sufrimiento, sería inaccesible a la mujer. Nada en particular nos hacía suponer esto; pero había en sus ojos tal luz de sencilla y cariñosa renuncia al goce personal mientras sus centavos pudieran evitar la pulmonía de una criatura mediante un saquito abrigado, que el hecho nos sorprendió. Yo fui con él varias veces a casa de Borissoff, y no sospeché lo más mínimo. Verdad es que fue al principio. Yo era casi una criatura entonces, y tenía por Iván esa admiración tumultuosa y ciega que no es raro encontrar en los muchachos por algún condiscípulo mayor. Borissoff era decorador, y se habían conocido con Iván en Europa, cuando la mujer de Borissoff era una criatura. Iván se fue después a los Estados Unidos, y aquí se había hallado de nuevo con Borissoff, ya casado. Iván reconoció apenas a su pequeña amiga de antes, y la amistad se estrechó de nuevo.

»Qué tiempo demoró Iván en enamorarse de ella, no sé; pero sí debió ser largo el plazo transcurrido hasta darse cuenta, bien plena y cabal, de que amaba a la mujer de su amigo, y de que ella lo amaba también.

»Ahora, dado el hombre que le he pintado, Iván no soñó un instante en engañar a Borissoff. Resistió cuanto pudo, ella hizo lo mismo, pero llegó un instante en que ambos no pudieron más. Tuvieron una conferencia en casa de ella, con Borissoff delante, y resolvieron hacer su nido juntos al día siguiente.

»El trance es serio; pero Iván era ruso; ella, lo mismo, y Borissoff, también. Los tres tenían un concepto tal de la honradez, la justicia, la lealtad, que se hubieran sentido sucios de infamia al no proceder así. Y estos tipos de leyenda han vivido aquí en Buenos Aires, uno en un taller de
vitraux
, y el otro decorando cielorrasos. No son los únicos, por cierto; la cuestión es hallarlos. Y hallé a Iván, y por él supe todo.

»Lo cierto es que mientras tomaban el té, mirándose bien a los ojos con lealtad, sintiéndose los tres más dignos uno del otro, al no dejar deslizar entre ellos la más leve sombra de deshonor, decidieron la cosa. Como los fondos de Iván no eran suficientes para comprar algún mueble, Borissoff le dio cien pesos que tenía. Hablaron tranquilamente y se despidieron con un
buenas noches
. Ella se puso a arreglar su ropa en el baúl, y Borissoff la ayudó él mismo. Aun bajó dos veces a la calle a comprarle alguna zoncera indispensable. Lo que Borissoff debía sufrir, cualquiera lo sufre, y ella lo sentía más que nadie. Pero dado el estado de las cosas, cualquier otro proceder hubiera sido vil. Así es que se acostaron juntos por última vez, con un nuevo
buenas noches
de paz.

»Al día siguiente, muy temprano, recibí dos líneas de Iván. Fui a verlo, y llegué en el momento en que salía.

»—Lo mandé llamar —me dijo— para que nos ayude… Se mató anoche.

»—¿Qué? —le dije espantado.

»—Sí, anoche… Vamos.

»Fuimos, y la vi, tendida en la cama. Borissoff estaba tranquilo, caminaba en puntas de pie, aunque no creo que se fijara mucho en las cosas. A mí, por lo menos, no me reconoció. Tuvo una triste sonrisa para Iván, y se pusieron a hablar en voz baja.

»Pasaron cinco días sin que viéramos a Iván. Al fin apareció una noche en el diario. Estaba como siempre, habló de todo con nosotros, y prometió un artículo para el día siguiente. Me llevó a tomar café, y en el camino se detuvo sonriendo:

»—Es que no tengo plata —me dijo—. ¿Usted tiene?

»Me habló de sus proyectos, entre ellos uno sobre las criaturas —su flaco de siempre— hacinadas en un cuarto goteando agua todo el día en invierno, porque están revocados con arena de mar, muriéndose una tras otra de bronconeumonía. Y todo ello con la honda ternura de siempre. No hizo la menor alusión al pasado.

»“Bueno —pensé—. Se ha salvado. Es el mismo Iván de siempre, el de antes”.

»A la noche siguiente trajo el artículo a la redacción, y me dijo:

»—Mañana me voy al Rosario por un par de días. ¿Quieres corregirme eso?

»La misma noche se pegó un tiro. También esta vez fui el primero que llegué, y le aseguro que sufrí por él, por nosotros, por cuanto tiene de bueno la especie humana, al ver aquel gran muchacho, caído como cualquiera de nosotros.

»Luchó, sin duda, luchó lo indecible, como había luchado ella, y estoy seguro de que él mismo creía haberse salvado.

»Y aquí tiene la historia —concluyó Isola levantándose y arrojando hacia la cruz la ramita que tenía en la mano—. Una sencilla historia de amor entre personas, todo vergüenza y todo amor… Con muchísimo menos, otros son bien felices.

Los corderos helados

La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald: cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…

—¡Sí, muy linda, muy linda! Me lo ha dicho muchas veces, y mi Duilio no se cansa de hacérmelo ver… Pero tenga cuidado, míster Dougald, en no decírmelo en cualquier parte, cuando Duilio lo puede oír…

Esta vez la pipa baja lentamente de la boca:

—¿Yo le he dicho… a usted eso… otra vez?

—Sí, acuérdese… Y me lo decía mucho más cerca que ahora. Duilio oyó. Por eso hizo aquello.

—¡Ah, ah! —exclama el gerente, satisfecho—. Ahora sí… sí… Hasta luego. Usted estaba… sí, sí… Su hermano, mala cabeza. Nada que hacer. Su cara… tan linda como antes.

Así, pues, míster Dougald ponía su ojo frío de gerente en todo. En los últimos rincones de las máquinas, puesto que era ingeniero; en el matadero, puesto que era capaz de desollar a la carrera a un primer premio de exposición; en las cámaras de frío, puesto que los planos —ecuaciones, mecánicas y demás— eran suyos. Después, cuarenta años y músculos tan sólidos como su dirección.

El destino quiso, sin embargo, que un atardecer de invierno bajara a las salas de congelación con la brújula de su vida fuertemente desviada. Míster Dougald recorrió las salas, examinó los corderos, los termómetros, y estuvo contento de sí mismo. Pero cuando quiso salir, halló que la puerta estaba cerrada. Tan bien cerrada, que después de ligero examen el gerente tuvo el convencimiento —tan pleno como si en él hubieran mediado algunas docenas de «azules»— de que la puerta había sido cerrada «a propósito tras él».

Ahora bien, las cámaras de frío de un frigorífico tienen esta particularidad: que son sordas como tumbas, y están tan aisladas del calor, del ruido, del mundo entero en general, que el zumbido de un moscardón haría estremecer por lo inesperado. Reina pues, en esas tumbas de frío, el más absoluto y blanco silencio. Están poderosamente iluminadas, con esa luz glacial de los arcos voltaicos. Por el techo corren las cañerías de frío. Del mismo techo penden en fila los corderos helados, cada uno cuidadosamente envuelto en su bolsa, como en un sudario. Ninguno se balancea, claro está. Todo está perfectamente inmóvil, iluminado, muerto. Luego, hay allí constantemente, ni una décima menos, un frío de veinte grados bajo cero.

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