Cuentos dispersos (11 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Ni un dominó se movió; las bocas conservaban su persistente sonrisa.

—Sí, bastante —respondió al rato una voz—. ¿Es decir que tuviste celos de ti mismo?

—No, de mí no; del otro.

—¡Pero eras tú! Si ella te había querido a ti, porque eras tú, con el segundo amor al otro, que eras tú mismo, te probaba bien que te quería a ti solo.

—Muy bien dicho, pero ése es un razonamiento de mujer. Un hombre lo hace también, pero no lo acepta. Y después de todo —concluyó mirándolas tranquilo— ninguna de ustedes es ella, ¿creo?

Las cuatro sonrisas se acentuaron ligeramente.

—Sospechamos que no, Zum Felde…

Éste decidiose a abandonar el cuarteto, pues tenía deseos de fumar.

—¿Sabes lo único cierto de tu amor? —dijo una voz, al levantarse Zum Felde—. Que tú no la querías.

—¡Al contrario! —se rió él—. Porque la quería tuve celos y me retiré. Si no, hubiera proseguido alegremente la aventura.

Un chantaje

El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.

El negocio era bastante fuerte y difícil de ser adivinado, aun para los cuatro muchachos avezados en toda inextricable estafa. ¿Pero qué se arriesgaba? Si la idea era realmente buena, nada más justo que su autor obtuviera su parte; si era mala, no la utilizarían, desde luego, ni entonces ni nunca.

Así es que extendieron el siguiente compromiso:

Los abajo firmados se comprometen a no utilizar jamás en su diario la idea del señor X, si no la ponen en práctica al día siguiente de serles participada por el señor X, el cual percibirá la cantidad de mil pesos m/n, en el caso y momento de ser aceptada.

Llamose a testigos.

—Mi idea es ésta —dijo el sujeto sin apresurarse en lo más mínimo—. En la sección
Necrología
, en vez de la fórmula habitual, hacer esta pequeña reforma: «Fulano de Tal (Q.E.P.D.) Falleció el tanto de tanto, asistido…»

—¡Basta, basta! —lo interrumpieron, tapándole casi la boca—. Aceptamos. Es un caso neto de extorsión, un chantaje por el cual mereceremos cuatro tiros, pero aceptamos.

—Sí —apoyó el hombrecito sucio, con igual tranquilidad de ideas, palabras y mirada—. Es perfectamente un chantaje.

—¡Ya lo creo! Pero aceptamos.

Un cuarto de hora después el autor se retiraba con sus mil pesos. Sin embargo, discutiose aún la operación, aunque ella entraba en los más estrictos derechos del periodista. Mas los pagarés a vencerse era un porvenir mucho más negro que todo esto, y de este modo a la mañana siguiente se leyó en
Necrología
: «Juan Pérez (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»; «Luis Fernández (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»; «Pedro González (Q.E.P.D.) Falleció el 28 de mayo de 1906, asistido por el doctor Luis Ponce Zabaleta…»

Y así toda la fe de errata de cada muerto. Los muchachos habían tenido buen cuidado de comenzar con Ponce Zabaleta, médico que, por ser famoso y en consecuencia muy solicitado, perdía naturalmente más clientes. Era posible que los enfermos de Ponce, vivos aún, que leyeran esa sucesión de antecesores atendidos por su médico y fallecidos bajo su asistencia, era muy posible que soñaran enseguida con la muerte, disfrazada de Ponce Zabaleta.

Nada más penoso que esto: pero en ello residía la gracia del hombrecito sucio.

A las diez de esa misma mañana el portero hizo pasar a la dirección al doctor Ponce Zabaleta.

—Acabo de ver —comenzó con la voz un poco jadeante por las escaleras y la indignación— mi nombre en la sección
Necrología
, cer-ti-fi-can-do que yo he asistido a esos enfermos. Yo entiendo…

—Un momento, doctor —lo interrumpieron—. Nosotros entendemos que se trata de una simple información, completamente correcta y absolutamente veraz, desde luego, que no daña en lo más mínimo su reputación. No hemos hecho público nada oculto, ni siquiera disimulado. Su asistencia a ese enfermo consta en toda la familia, en todo el barrio, y nosotros no hacemos más que informar a una parte del público lo que ya sabe la otra mitad. Sentiríamos que le desagradara nuestra información, pero creemos haber hallado una verdadera novedad en el periodismo, que (estamos seguros) agradecerán nuestros lectores…

El doctor comprendió a dónde quería ir el caluroso orador. Miró a uno tras otro con hondo desprecio.

—Yo creo que eso se llama chantaje.

—Si usted da ese nombre a nuestra información, nosotros, visto el interés que usted tiene en ocultar defunciones, las llamaremos asesinatos. Cuestión de nombres; pero abandonar nuestro plan nos ocasionaría graves pérdidas.

—¿Y qué cantidad creen ustedes que perderían?

—Veinte mil pesos, seguramente.

—Dentro de dos horas estarán acá.

Y los pillastres replicaron con la misma historia a todos los médicos anunciados ese día, variando razonablemente la tarifa. La profecía del hombrecito sucio se realizó punto por punto. La ganancia ascendió a cien mil pesos, aunque, claro está, ese mismo día el diario desaparecía del mundo.

Para estudiar el asunto

No ha habido probablemente empresa más contrariada en sus principios que la Hidráulica Continental de Luz, Calefacción y Fuerza motriz. Ya se ve: un rival de ese calibre perjudicaba en lo más hondo de sus estatutos a todas las compañías existentes nacionales o transatlánticas, de gas o electricidad. Hubo obstrucciones sin cuenta, tratándose naturalmente de una lucha de millones. Pero cuando el pozo de la Continental hubo llegado a cuatrocientos ochenta y tres metros, y la columna artesiana surgió con mucho mayor empuje del calculado, la hostilidad arreció.

La Continental, sin embargo, maniobró tan sabiamente, que obtuvo maravillosas garantías, y acto seguido la concesión pasaba al Congreso.

Ahora bien, la mayoría de los diputados halló que las garantías del gobierno eran excesivas, y la concesión, con proyecciones hasta el Juicio Final.

De modo que la Hidráulica, viendo en esa resistencia un peligro mucho mayor que los hasta entonces corridos, resolvió iluminar debidamente el cerebro de los congresales.

El primero a quien le cupo el honor de esta respetable enseñanza —y decimos «primero» por simple cálculo de probabilidades— fue David Seguerén, correntino, jurisconsulto, y de blancura más bien disimulada. Este joven sensato, electo por cualquier misterio de la política, debía concluir su periodo el próximo año. Hallábase desprovisto de toda esperanza de reelección, y aunque antes había atendido su naciente estudio con éxito, volviendo allá no tendría mucho que hacer, después de cuatro años de clientela perdida. Luego, había una madre y muchas hermanas, pobres como él y como lo habían sido siempre. Seguerén veía, pues, acercarse el momento de su cesantía, con la constante inquietud del hombre que alimenta a su familia paterna.

Esta inquietud fue la brecha a que se dirigió la empresa.

Una tarde, Seguerén disponíase a salir, cuando recibió la visita de cierto caballero en representación de la Compañía Hidráulica Continental de Luz, Calefacción y Fuerza motriz. Y se entabló el siguiente diálogo:

—¿El señor diputado Seguerén?…

—Sí, señor.

—Como el doctor habrá visto, represento a la Hidráulica Continental, y vengo en su nombre a rogarle dos minutos de atención. Seré muy breve.

—Usted dirá.

—En dos palabras: creemos no ignorar que el señor diputado halla excesivas las garantías que el Superior Gobierno ha concedido a la Compañía, y que se opondrá en consecuencia a la concesión. ¿Estamos bien informados? Ya ve, doctor, que no puedo ser más explícito.

—Muy bien. Hallo, efectivamente, que son excesivas.

—¿Y la segunda parte?…

—También es cierta. Considero que mi país…

—Perdón, doctor; una interrupción. ¿Nos concede el señor diputado que nosotros tengamos a la par que nuestro fin particular e innegable, la plena convicción de que nuestra empresa será un gran beneficio para el país?

—Sin duda.

—¿Y que hemos estudiado en todo su alcance el asunto, y con una atención que el señor diputado no ha tenido posiblemente tiempo de dedicarle? Supongo que esto…

—¡No, de ninguna manera! En efecto, concedo muy bien que la Compañía conozca más que yo sus intereses.

—Por nuestra parte agregamos: y los del país, en lo que se refiere a la proyección de esta empresa. Como el doctor supondrá muy bien, tenemos el más grande interés en la decisión del Congreso; y basado en esto, le rogamos nos permita lo siguiente, que es el objeto de mi visita: enviarle algunos libros que, estamos seguros, aportarán mucha luz a la trascendencia de la Compañía. El señor diputado…

—¡Oh, no, señor! Muy bien. No tengo ningún inconveniente: hojearé eso.

Al día siguiente Seguerén recibía una carta de la Compañía en que ésta deploraba no haber hallado hasta ese momento los libros ofrecidos, pero fácilmente se subsanaba el inconveniente, rogándole se sirviera adquirir tales libros, para cuya adquisición enviaba la suma necesaria.

Acompañaba a la carta un giro a su nombre por veinticinco mil pesos. El golpe, de un valor digno de todo encomio, dio en falso. Seguerén era poseedor, a más de su inquietud pecuniaria, de algunas de esas condiciones negativas que tienen ciertos hombres habilísimos en comprar por diez pesos un artículo que vale tres, e inútiles del todo para vender por quince lo que sólo les costó cuatro.

Seguerén devolvió el giro junto con la carta, y veinte días después, cuando se discutía en plena Cámara la concesión de la Continental, Seguerén, que combatía el proyecto, perdió un poco la paciencia ante la briosa defensa de un colega.

—El señor diputado —lo interrumpió Seguerén— habrá leído eso que afirma en algún libro…

—¡Yo no he leído ningún libro, señor diputado! —vociferó, el otro, rojo.

—¡Oh, no me refería a «ésos»!

Se sentó Seguerén, ante la sonrisa unánime de la Cámara.

En un litoral remoto

Llamamos en la vida diaria
literatura
a una serie de estados y aspiraciones que tienen por base la belleza, y farsa consigo mismo.

Así, el hombre indeciso, irresoluto, que se plantea día a día acciones enérgicas de las cuales sabe bien no es capaz, aspira en literatura.

El derrochador impenitente que simula confiar al futuro matrimonio su apremiante necesidad de economía, aunque no ignora que derrochará siempre, piensa en literatura.

El enfermo por la ciudad y su propia alma urbana, que jura comenzar su régimen de vida cuando vaya al campo, donde se levantará a las cuatro de la mañana, sabiendo a conciencia que no pasará así, sueña en literatura.

El hombre estrictamente honrado que, no obstante su vital inutilidad para la compraventa, delira con empresas comerciales acrecentadoras de su exiguo haber; ese hombre que ignora la diferencia que hay entre treinta y treinta y cinco centavos, especula en literatura.

El escritor que atribuye a sus personajes, no las acciones y sentimientos lógicos en éstos, sino los que él cree sería
bello
tuvieran, escribe en literatura.

Los histéricos de todo orden, los lectores de novelas irreales, los que aspiran a otra vida distinta de aquella para la cual han nacido, y fingen estar seguros de poder afrontarla: los farsantes, todos los que por falta de sinceridad se engañan a sí mismos en pro de un estado de mayor belleza, viven en literatura.

Los desencantos suelen ser fuertes, en razón de la propia ilegitimidad del miraje. Véase si no lo que ocurrió a Tezanos, un amigo mío de Montevideo, a quien quiero mucho. Las anteriores consideraciones fuéronme enviadas por él, dos días después de su veraneo en las costas del este, y preciso es creer que el muchacho ha adquirido dura experiencia.

Ante todo, Tezanos es muy afecto al arte, lo que explicaría la facilidad con que se miente a sí mismo. Así, llevando en Montevideo una vida bullente que reparte entre su estudio —apenas—, charlas literarias y exposiciones, dio de repente en considerar la soledad como un ideal de vida.

«Voy a veranear en algún punto donde la gente no me irrite. La soledad, ser dueño de uno mismo, estar solo consigo mismo, ¡solo, solo!», me escribió.

Le respondí que si él, muchacho nacido como el que más para el agitado comercio de los hombres, pensaba seriamente eso, estaba loco. Dos meses después me comunicaba que se iba a las playas del este.

Creo ahora que en los últimos tiempos había leído mucho sobre la regeneración del alma por el campo. Por lo demás, no hay casi sujeto afecto a literatura que no arribe un día a descubrir la necesidad de
vivir la vida
. Tezanos había llegado ya, antes de su decisión final, a soñar con la granja —
la ferme
, como él decía— las vacas, los pollos, los gansos, los atardeceres dichosos… De la chacra al aislamiento absoluto no hay más que un paso, cuando el sujeto confunde sus facultades con sus deseos aprendidos.

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