Cuentos dispersos (12 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Eso le pasó a Tezanos. A su última carta respondí largamente, mostrándole bien claro lo que él quería a toda fuerza ocultarse: que no era hombre para la soledad, ni por tres horas siquiera. No me oyó, por cierto, y he aquí lo que le pasó:

Primeramente pensó en las sierras de Minas. Hay allí soledad árida, vastos silencios de siesta y acaso víboras de cascabel. Pero había también en todas partes vendedores de las casas de Montevideo, cosa cargante. Fijose al fin en las playas del este, país desierto que nadie frecuenta. Alquiló un chalecito de los cuatro o cinco que han sido construidos en plena arena, y que hasta ahora nadie ocupó. Allí pasaría sus dos meses de vacaciones, absolutamente solo. En cuanto a comida, había ya convenido en ello por carta con el matrimonio que cuidaba del hotel, aún inconcluso.

Tezanos, muchacho civilizado, llevó un cómodo sillón, un primus, variada colección de galletitas, un juego de té y revólver. Como libros, pocos; pero en cambio de un corte completamente especial:
La negación suprema
,
Las almas solitarias
,
¿Qué somos?
,
El mar muerto
.

Levantarse al salir el sol; hacerse el té con dichosa lentitud de alma fresca y completa en sí misma; caminar una hora por la playa ventosa; sentarse en el corredor con un libro, frente al mar tónico, solo, solo. Éste era su sueño. Y lo cumplió del siguiente modo:

Llegó de tarde, molido por el tren y siete horas de galera a través de la sierra. Instalose en su chalet, y aprovechando la última luz, recorrió la playa. La costa forma allí un extenso hemiciclo que cierran dos altos cantiles. Tezanos abarcó con la vista toda la playa, de uno a otro confín: la arena estaba completamente blanca y libre de hombres. Observó el mar, desierto también, sin un vapor, una vela, la más ligera mancha de humo; nada rompía su soledad.

Tezanos volvió lentamente al chalet. «Soy completamente feliz —se decía—. Ésta es la vida». Ya de noche fue a cenar, informándose entonces de que en esos momentos comían allí varios peones, motivo de un viñedo próximo. Vio dos o tres que se cruzaron con él, mirándolo de reojo. «No tienen muy buena cara», pensó Tezanos mientras se acostaba.

Hacía mucho calor, y el tiempo se había nublado. Acaso lloviera luego, pero entretanto el aire pesaba inmóvil; la arena ardía bajo el cielo caldeado. Tezanos no pudo dormir en toda la noche, angustiado por la pesadez de la atmósfera. Y cuando a la madrugada una ligera sensación de frescura le permitió conciliar el sueño, llegaron las moscas, acosándolo. Llenaron literalmente el chalet, y fue en vano que pretendiera taparse la cabeza; entraban por todos lados, y además se asfixiaba bajo la sábana.

Tuvo que levantarse al salir el sol, tomó su té y bajó a la playa. Caminó por ella dos kilómetros sin encontrar el menor rastro de huella humana, ni siquiera un papel a medio hundir en la arena. Volvió, sentándose a leer frente al mar raso hasta el horizonte. Sin quererlo, levantaba a cada rato la vista: una vela, cualquier cosa que rompiera su inmensa vaciedad; nada.

A las diez comenzó la arena a reverberar, irritándole los ojos. Fue a almorzar, quiso dormir la siesta, pero las moscas lo atormentaron de nuevo; no se oía sino su zumbido. Tornó a sentarse con un libro en el corredor, mas sin poder leer por el calor, las moscas y el profundo abandono que empezaba a hallar dentro de sí. El mar continuaba desierto hasta el remoto horizonte; la playa abrasada temblaba siempre en su extensa curva.

Así llegó la noche, igual a la anterior, de una pesadez sofocante. Se despertaba a cada momento, empapado en sudor. El cielo se había cubierto otra vez, y no soplaba la menor brisa. Tan fuerte tornose al fin el vaho asfixiante de horno, que Tezanos se levantó, asomándose al corredor en busca de aire.

Allá en el confín, la luna, de ocre amarillo, caía en el mar. La mitad del disco se había hundido ya. A su luz cadavérica, el hemiciclo de arena se extendía desolado entre los negros promontorios. Aquella luna angustiosa, el mar lívido, la playa abandonada, diéronle la sensación de un litoral remoto, inexplorado, y a un año de viaje de toda región civilizada.

Pretendió dormir a pesar de todo, pero llegaban ya la madrugada y los enjambres de moscas enloqueciéndolo con sus carreritas entrecortadas.

Pasó así otro día, sintiendo cada vez mayor el abandono en que se hallaba. Y el mar continuaba salvaje, desierto, como seguramente lo había estado desde el periodo terciario; y la playa, calcinada y sola, reverberaba sin cesar.

Al llegar la noche, su sensación de desamparo se acrecentó hasta el terror a pasar una noche más allí. Tuvo miedo, no obstante sus razonamientos y su revólver. ¿De qué? Posiblemente de su alma vacía, de su cuarto en que nadie antes que él había dormido, de las otras piezas oscuras del chalet. La presencia inmediata de los perros, sin embargo, lo tranquilizó algo.

—Aquí no hay peligro ninguno, ¿verdad? —dijo a su huésped mientras comía—. Todos los peones deben de ser de confianza.

—No, señor; el más antiguo hace quince días que está.

Comía en el salón del hotel —paredes y techo únicamente— y todo él en la oscuridad, fuera de la mísera vela que alumbraba su mesa. Oyó de pronto un prolongado silbido, y su rostro irradió:

—¡Por fin! ¡Un vapor!

—No, señor; es el viento en las rendijas.

Tezanos hundió la mirada en el fondo sombrío del salón, y tuvo frío casi.

Todo aquello era sin duda el fin del mundo. Y la angustia de dormir otra noche allí crecía sin cesar.

—Pero si algo pasara por casualidad —se sonrió—, se podría dar alarma con un tiro.

—¡Oh, no! Nadie hace caso. Los peones tiran casi todas las noches a los zorros que vienen a comer las uvas.

La impresión de que nunca más volvería al mundo civilizado llenole de nueva angustia. ¡Y aún otra noche allí! ¡En aquella desolación!

Durmió mal, agitado por pesadillas de destierro a perpetuidad en litorales remotos. El viento silbaba ahora, pero el calor persistía asfixiante. ¡Y allá afuera, la playa lívida y desolada! ¡Y la luna de ocre, hundiéndose en el mar!

A la tarde siguiente debía llegar la galera, pero no quiso permanecer una hora más. Apenas amaneció alquiló por lo que le pidieron un caballo, y huyó de aquella playa infernal, dejando todo su equipaje. Tuvo que hacer catorce leguas, bajo lluvia la mitad de ellas.

Y cuando subió al tren, llagado, achuchado, hambriento, lanzó un hondo suspiro desde el fondo de sus tres días de soledad regeneradora: ¡Por fin! ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Civilización!

Los pollitos

Cuando Eizaguirre llegó a la chacra que acababa de comprar allá, hallose con un campo raso y un rancho en el mayor abandono, sin otra cosa de estable que prodigiosa cantidad de vinchucas en los palos carcomidos, y muchos piques en el suelo. Los informes del vendedor habían sido bien distintos. Eizaguirre, espíritu lleno de calma y paciencia, consideró que todo el tiempo que perdiera en meditar la injusticia cometida con él sería al fin y al cabo en perjuicio suyo y no del vendedor. Por consiguiente, desde el primer día entregose a inspeccionar el rancho, a afirmar el pozo y demás.

Como no tenía peón y trabajaba mucho, al llegar la noche caía rendido en su catre. No obstante esta fatiga y su poco amor a las frías noches de aquel país, había en el rancho un detalle turbador que lo arrojó a dormir afuera: las sombrías vinchucas. Eizaguirre tenía mosquitero pero se ahogaba bajo él como acontece a algunas personas sin suerte. Debió pues, fabricar con las arpilleras en que llegara envuelto su colchón una especie de palio sobre cuatro ramas, y bajo el que dormían en compañía la gallina y sus ocho pollos.

Esta familia habíale sido regalada por un colono compasivo, a quien él compadecía a su vez, pagándole siempre los dos o tres choclos que comía diariamente. Eizaguirre cuidaba de sus pollitos con mucho mayor afecto que el de la propia madre; tan solícito éste, que una tarde, cuando el tiempo hubo pasado, los pollos emprendieron camino del palio a dormir bajo el catre. En vano la gallina se obstinó con infinitos
glu-glú
y falsos picoteos en llevarlos al dormidero habitual. Tuvo que transar y en pocos días se acostumbró.

Como los pollos querían dormir uno encima del otro, provocando esto ruidosas protestas cada vez que se caían, Eizaguirre se despertó muchas veces con el desorden; pero como comprendía que ello estaba en el modo de ser de los pollos, esperaba pacientemente que la paz y el silencio volvieran, para dormir de nuevo. Una noche, sin embargo, fueron las caídas y los píos tan incesantes, que Eizaguirre perdió la calma.

—Si no están quietos —les dijo—, los voy a echar afuera.

Fue pocos días después de esto cuando una mañana los pollos, dejando a su madre que picara vanamente la tierra, siguieron tras Eizaguirre. Éste se detuvo sorprendido y los pollos hicieron también alto. «Tendrán hambre», pensó y les dio maíz, aunque no lo hacía nunca hasta las ocho. Los pollos comieron bien, pero cuando Eizaguirre se fue a lavar la cara, lo siguieron de nuevo. Desde entonces Eizaguirre contó con ocho hijos chicos. No se apartaban de su lado, y cuando aquél se sentaba a leer, los pollos se sentaban también a su alrededor.

En este tiempo la familia de Eizaguirre aumentó con la persona de un bull-terrier que le enviaron de aquí. La perra, novicia, en vida libre, creyó utilísimo perseguir desesperadamente a los pollos hasta arrancarles plumas. Eizaguirre la contenía con la voz, y a veces con la vaina del machete; mas no estando constantemente sobre ello, la perra seguía en su idea.

Esto duró un mes, resultas de lo cual las relaciones de Eizaguirre con sus hijos se enfriaron mucho. Era evidente que él tenía puesta su complacencia en la perra, si muy grande, no excesiva; pero los pollos creíanse desdeñados del todo, y caminaban tristes en grupo, sin atreverse a acercarse. Al fin Eizaguirre logró comunicarles la seguridad de que les quería como antes, con lo cual la familia se reintegró.

Como entretanto el tiempo había corrido, los pollos eran ya gallinas, a excepción de uno solo. El reposo de la edad dio un tono más apacible al cariño que tenían a Eizaguirre, y así la vida prosiguió, tranquila, sin malentendidos de ninguna especie, hasta que llegó el conflicto de los huevos.

Una gallinita ceniza fue la primera en sentir la maternidad. Ya desde muchos días atrás había dado silenciosos paseos por todos los rincones del rancho, estirando con sigilo el cuello y mirando con un solo ojo en procura de un nido feliz para sus futuros pollitos. Halló por fin lo que deseaba, y cuando Eizaguirre descubrió los cuatro huevos mostrose muy satisfecho de esa variante a su ralo menú habitual, comiendo tres esa misma tarde.

Pero la gallinita ceniza lo había visto recoger sus huevos, aniquilar así a su familia, puesto que los huevos son pollitos, en suma. Cuando a la mañana siguiente Eizaguirre echole maíz a las gallinas, éstas acudieron como de costumbre, pero se alejaron enseguida. En vano aquél, extrañado, las llamó con el chistido habitual; ni una volvió.

Hubo tal vez tentativa de reconciliación, cuando una gallina bataraza fue a su vez a preparar sus pollitos en el rancho. El despojo se repitió.

Eizaguirre que las había querido, ¡de qué modo!, cuando eran chicas, deseaba ahora la muerte de sus gallinas. Éstas cambiaron también y desde entonces las relaciones se cortaron del todo. Ansiando constantemente verse rodeadas de pollitos, las gallinas buscaban los lugares más disimulados del campo para realizar su sueño. Aprendieron a disimular su alborozo, a caminar agachadas bajo el pasto; pero el otro las descubría siempre.

En estas circunstancias, habiendo llegado ya la primavera, y cuando Eizaguirre se disponía a echar entonces sus gallinas, pues sabido es que el frío perjudica grandemente a los pollos, su atención se vio solicitada por los tres cachorros que acababa de tener su perra. Eran admirables de redondez y blancura y su madre lamiéndoles sin cesar; mientras mamaban, vivía completamente feliz.

Eizaguirre estaba muy contento. Las gallinas —sus pollitos de antes— lo veían en cuclillas ante el grupo, acariciando a los cachorros y sacudiendo ligeramente el hocico húmedo de la perra. Ellas habían también querido ser felices como la bull-terrier; mas Eizaguirre lo había aniquilado todo. De lejos, quietas, contemplaban el cuadro de felicidad a que habían aspirado vanamente.

Y así un día cuando los cachorros tuvieron ya tres semanas, la perra los dejó un momento y disparando de alegría fue con Eizaguirre al monte, cuya nostalgia la torturaba. Al volver Eizaguirre oyó un tumultuoso aleteo en el patio, y vio a las gallinas, todas encarnizadas sobre el cadáver de los tres cachorros, sin ojos ya. La perra, con un aullido gimiente, cayó sobre ellas y dos minutos después todas estaban deshechas. La perra quedó toda la tarde trotando por el patio, sacudiéndose aún las plumas ensangrentadas de la boca.

Eizaguirre, ante sus tres perritos muertos, no había tenido valor para contener a la perra. Lamentó, un poco tarde, haber olvidado que las gallinas son enemigos natos de todo mamífero en crianza aún. Los cachorros, extrañados sin duda de no sentir a su madre, habían salido al patio, y las gallinas los habían visto.

El siete y medio

Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.

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