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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos dispersos (15 page)

El desastre llegó así: quiso la desgracia que cierto domingo falleciera un alto personaje, y cuando a la mañana siguiente nos enteramos de que ese día no había clase, nuestra alegría fue grande —poco recomendable tal vez— pero realmente muy grande. Y tuvo esta consecuencia, mucho menos divertida para nosotros: el tema de álgebra que debíamos estudiar esa tarde del lunes, pasó a un profundo olvido, tan hondo y oscuro que al día siguiente las siete octavas partes de la clase no habían encontrado ni aun siquiera el asunto de la lección. Más: el profesor tenía un endiablado malhumor que le había infiltrado con idiota terquedad la idea de que nosotros debíamos saber siempre la lección, muriera quien muriere, el zar, el sultán o el papa de todas las religiones. Supóngase ahora el silencio que reinaría en clase.

El asunto a tratar era uno de los tantos lúgubres problemas que Guilmin incluye en su álgebra, y para mayor desventura del día, uno de los más difíciles. Esto se vio después, por lo menos para la clase entera, pues yo particularmente había logrado la tarde anterior acordarme del problema. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Logré resolverlo, y descartado así el peligro de que el campo enemigo repitiera a mis expensas su ruidoso triunfo de un mes atrás, reanudé en el resto del día, el duelo que hacía yo a mi manera al personaje muerto.

La clase comenzó. Todos teníamos buenas caras hipócritas de indiferencia, porque ya desde el primer año habíamos aprendido a no disimularnos torpemente tras la espalda del compañero, como es deber en los grados. De nada nos valió. El profesor recorrió la lista dos veces con miserable lentitud, y levantó la cabeza:

—¡Sequeira!

El aludido respondió con un esbozo de levantamiento:

—No sé.

El profesor lo miró un momento, y bajó de nuevo la cabeza:

—¡Bilbao!

Bilbao contestó:

—No sé.

El profesor lo miró también un instante, y durante un largo rato, en pleno silencio, se repitió el cuadro:

—¡Flores!

—No sé.

—¡Dondo!

—No sé.

—¡Otaegui!

—No sé.

—¡Narbondo!

—No sé.

Jamás he vuelto a ver un ensañamiento como el de aquel hombre fatal. No hacía un solo gesto de disgusto, ni su voz subía un décimo de tono. Uno tras otro, los nombres salían fríos de su boca, y las respuestas eran tan uniformes, que el pleno silencio del aula, entre el pizarrón vacío y la luz tamizada de las celosías, parecía deber quedar sonoro para siempre de: «Maury»… «no sé»; «Frades»… «no sé»; «Gutiérrez»… «no sé».

Por fin se detuvo. Habían pasado ya veintidós nombres, y por rabioso que fuera su malhumor, concluyó por tener vergüenza de su propia clase.

—Perfectamente —dijo deshaciendo la pluma contra el pupitre—: ninguno sabe una palabra después de dos días de haraganear… Si ustedes tuvieran vergüenza, un solo miligramo de vergüenza, no habrían puesto los pies en clase. ¡Y tienen el tupé de venir aquí!

Su vista recorrió las filas, segando a su paso las cabezas anonadadas, y su rostro cambió totalmente de expresión al detenerse en mí.

—A ver, Ávila —dijo con voz tranquila.

La clase se removió por fin, hubo cambios de posturas, como si el peso aplastador hubiera cesado de golpe.

Me levanté. Yo era la salvación, y en ese momento me adoraron casi. Ninguno recordaba más que yo era jefe de un partido; en la miseria común, no había ya cartagineses ni romanos, sino pobres muchachos, o asnos de edad aún felizmente temprana, como había tenido el bien de advertírnoslo el profesor.

Ante el desahogo de mis compañeros y la mirada de confiado orgullo de aquél, que me siguió durante todo el desarrollo del problema, planteé éste, lo razoné, lo analicé, y lo concluí en diez largos minutos con este resultado:

x = √ ab = √ 225 = 15

que era lo justo.

Dejé la tiza y me sacudí los dedos, mientras el profesor se volvía a la clase con un tonillo de vivísimo desprecio.

—¡Ahí tienen ustedes, caballerines! Si en vez de pasar el tiempo en cosas que más vale no saber —¡sí, mocitos, tal como digo!—, si en vez de eso tuvieran ustedes más dignidad de hombres, no darían el vergonzoso espectáculo que acaban de dar. Aprendan de éste —continuó señalándome—, ¡así se trabaja, así se resuelve un problema! ¡Bien, Ávila, bien!

Me senté de nuevo. La clase había dejado de mirar el problema, para murmurar alegremente la salvación general, todos, con excepción de Gómez, un muchacho de cara roja y gruesos granos, que tenía aún la vista fija en el pizarrón. De repente se levantó, y señalándolo con la cabeza:

—Señor —dijo—, ese problema está mal.

Júzguese del asombro. La vista del profesor se volvió vivamente al pizarrón, enseguida a Gómez y de nuevo al pizarrón.

—¿Que está mal ese problema? ¿Eso es lo que dice, señor Hilario Gómez?

—Sí, señor, eso digo —repuso el muchacho—. Ese problema está mal resuelto.

—Pues bien, dígnese pasar al pizarrón a probarlo. Pero un momento: ¿qué merece que le hagamos por hacernos perder estúpidamente el tiempo?

—Yo no sé —respondió Gómez, siempre empecinado—, pero ese problema está mal.

—¡Muy bien, pase, pase, veamos eso! —concluyó el profesor, paseando una mirada de fiera en acecho sobre los compañeros de aquel pobre mártir.

Ahora bien, yo no sé en qué diablos había pensado, ni cómo pude equivocarme así; pero lo cierto es que en cierta ecuación cambié los signos, y aunque la resolución había quedado momentáneamente pervertida, siguiendo las cosas los signos tornaron a invertirse de nuevo, llegando por fin al magnífico resultado que

x = √² ab = √² 225 = 15

Letra por letra, y signo por signo, Gómez probó todo esto con perfecta lógica. No había otra cosa: yo me había equivocado, mi resolución era viciosa, y el PRO-FE-SOR se había hecho solidario, ante toda la clase insultada, de un disparate formidable.

Pero muy por encima de la sonrisita sarcástica que ya comenzaba a blanquear en el rabillo de los ojos de mis compañeros, muy por encima estaba la infalibilidad de la cátedra. De modo que midiéndome de abajo arriba, con expresión de viejo zorro encanecido en artimañas, el profesor me dijo:

—¡Bravo, Ávila, bravo! Cuadra esto perfectamente en su carácter hipócrita y simulador. ¡Pero si usted creyó un momento que yo me iba a dejar coger en la trampa, se engaña, amiguito! Desde el principio lo he dejado seguir a ver hasta qué punto llegaba su cobardía, pretendiendo engañar a sus compañeros, etcétera.

Desde ese día no volví a abrir un texto de álgebra. Hoy no sé ya más qué es una ecuación, y de mi antigua y fugaz gloria de matemático y general cartaginés, no me queda sino el recuerdo de la figura final.

x = √² ab = √² 225 = 15

La igualdad en tres actos

La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.

—Señorita Amalia —dijo en voz baja a la profesora—. Una nueva alumna. Viene de la escuela trece… No parece muy despierta.

La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el sumo aseo no hacía sino resaltar. La profesora, tras una rápida ojeada a la ropa, se dirigió a la nueva alumna.

—Muy bien, señorita, tome asiento allí… Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde estábamos?

—¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos…

—¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué debemos respetar a nuestros semejantes?

La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando insistentemente a la profesora.

—¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?

—S-sí, señorita.

—¿Veamos, entonces?

Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bien, bien… Tome asiento —sonrió la profesora—. Esta niña responderá por usted.

—¡Porque todos somos iguales, señorita!

—¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?

—S-sí, señorita…

La clase concluyó, felizmente. En las subsiguientes la profesora pudo convencerse de que su nueva alumna era muchísimo más inteligente de lo que había supuesto. Pero ésta volvía triste a su casa. A pesar de la igualdad recomendada en clase recordaba bien el aire general de sorpresa ante sus gruesos y opacos botines de varón. No dudaba de que en los puntos extremos del respeto preconizado con tal fervor, ella ocupaba el último. Su padre era carbonero. Y volvía así la frase causante de su abatido desaliento. Desde el ministro
hasta
el carbonero, a todos debemos respeto. La criatura era precoz y el distingo de ese
hasta
fue íntimamente comprendido. Es decir que no existía ni remotamente tal igualdad, pero siendo el ministro de Instrucción Pública la más respetable persona, nuestra tolerancia debía llegar por suprema compasión a admitir como igual hasta a un carbonero. Claro está, la criatura no analizaba la frase, pero en sus burdas medias suelas sentía el límite intraspasable en que ella debía detenerse en esa igualdad.


Hasta
papá es digno de respeto —se repetía la chica.

Y cuanto había en ella de ternura por su padre y respeto por su instrucción, se deshizo en lágrimas al estar con él. Contó todo.

—¡No es nada, Julita! —sonriose el padre—. ¿Pero de veras dijo
hasta
el carbonero?

—¡Sí, papá!

—¡Perfecto! Para ser en una escuela normal… Dime, ¿tú sabes en qué consiste esa igualdad de todos los hombres que enseñaba tu profesora? Pues bien, pregúntaselo a ella en la primera ocasión. Quisiera saber qué dice.

La ocasión llegó al mes siguiente.

—… porque todos somos iguales, tanto el rico como el pobre, el poderoso como el humilde.

—¡Señorita!… Una cosa; yo no sé… ¿En qué somos iguales todos?

La profesora quedó mirándola muy sorprendida de tal ignorancia, bien que la aprovechara ella misma para buscar a todo trance una respuesta que no halló enseguida.

—¡Pero, señorita! —prorrumpió—. ¿En qué está usted pensando? ¿Quiere que hagamos venir una niña de primer grado para que le enseñe eso? ¿Qué dicen ustedes, señoritas?

Las chicas, solicitadas así por la profesora, se rieron grandemente de su compañera.

—¡Hum! —murmuró luego el padre al enterarse—. Ya me parecía que la respuesta iba a ser más o menos ésa.

La pequeña, desorientada ya y dolorida, lo miró con honda desconfianza.

—¿Y en qué somos iguales, papá?

—¿En qué, mi hija?… Allá te habrán respondido que por ser todos hijos de Adán, o iguales ante la ley o las urnas, qué sé yo… Cuando seas más grande te diré más.

En el repaso de octubre, el respeto a nuestros semejantes surgió otra vez y la profesora pareció recordar de nuevo la pregunta aquella, manteniendo un instante el dedo en el aire.

—Ahora que recuerdo… ¿No fue usted, señorita Palomero, la que ignoraba en qué somos iguales?

La chica, en los meses anteriores, había aprendido el famoso apotegma; y siendo, como es, terrible la sugestión inquisitoria de tales dogmas en las escuelas, estaba convencida de él. Pero ante el cariño y respeto a la mentalidad de su padre, creyó su deber sacrificarse.

—No, señorita…

Julia salió de clase llorando sin consuelo. Días después la escuela entera se agitaba para celebrar el jubileo de su directora. Habría fiesta, y las pequeñas futuras maestras fueron exhortadas a llevar un ramo de flores, uno de los cuales sería ofrecido a la directora gloriosa. Y, desde luego, invitación a la familia de las alumnas.

Al día siguiente la subregente repartió las tarjetas entre las escolares para que las llevaran a sus padres. Pero Julia esperó en vano la suya; sólo habían alcanzado a las alumnas bien vestidas.

—Hum… —dijo el carbonero—. Esto es hijo de aquello… ¿Quieres llevar el mejor ramo que haya ese día?

La pequeña, roja de vanidad, se restregaba contra los muslos de su padre.

De este modo no cupo en sí cuando todas sus condiscípulas dirigieron una mirada de envidia a su ramo. Era sin duda ninguna el más hermoso de cuantos había allí. Y ante el pensamiento de su ramo, de que ella entre todas sus brillantes compañeras lo ofrecería a la directora, temblaba de loca emoción.

Pero al llegar el momento del obsequio, la profesora de su grado, después de acariciarla, tomó el ramo de sus manos y lo colocó entre las de la hija del ministro de Instrucción Pública, condiscípula suya. Ésta entre frenéticos aplausos lo ofreció a la directora enternecida.

El carbonero perdió esta vez la calma.

—Llora, pequeña, llora: eso tenía que pasar; era inevitable. ¿Pero quieres que te diga ahora? —exclamó haciendo saltar la mesa de un violento puñetazo—. ¡Es que nadie, ¿oyes?, nadie, desde tu directora a la última ayudante, nadie cree una palabra de toda esa igualdad que gritan todo el día! ¿Quieres más pruebas de las que has tenido?… Pero tú eres una criatura aún… Cuando seas maestra y enseñes esas cosas a tus alumnas acuérdate de tu ramo y me comprenderás entonces.

—Sí —me decía sonriendo al recuerdo la actual profesora normal—, mucho me costó olvidar la herida aquella. Y, sin embargo, papá no tenía razón. Cuando se posee una instrucción muy superior a la del medio en que se vive, la razón se ofusca y no se aprecian bien las distancias… ¡Pobre papá! Era muy inteligente. Pero mis alumnos saben muy bien, porque no me canso de repetírselo, que desde el ministro hasta el zapatero, todos somos iguales…

El lobo de Esopo

Era un magnífico animal, altísimo de patas, y flaco, como conviene a un lobo. Sus ojos, normalmente oblicuos, se estiraban prodigiosamente cuando montaba en cólera. Tenía el hocico cruzado de cicatrices blanquecinas. La huella de su pata encendía el alma de los cazadores, pues era inmensa.

La magnífica bestia vivió la juventud potente, empapada en fatiga y sangre, que es patrimonio de su especie, y durante muchos años sus grandes odios naturales fueron el perro y el hombre.

El brío juvenil pasó, sin embargo, y con la edad madura llegáronle lenta, difícil, penosamente, ideas de un corte profundamente peregrino, cuyo efecto fue aislarle en ariscas y mudas caminatas.

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