Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
»Y en prueba de ella, al costear un precipicio, arrojó al vacío su chaquetilla y su gorra, exclamando que no las precisaba para nada porque poseía mi amistad.
»Como yo era en cierto modo responsable del decoro de mi gente, logré hacerle aceptar mi blusa y mi sombrero, y continuamos bajando, siempre al son de la algarabía internacional.
»El tiempo, dudoso hasta ese instante, se resolvió en brusca manga que nos empapó hasta los huesos. Pasó pronto, pero dejó el sendero hecho un torrente. Inútil que les cuente al detalle mi tarea con catorce locos que pretendían a cada instante regresar arriba a acampar allá por el resto de sus días. Al caer la tarde mi oficial inglés cayó en un zanjón disimulado por zarzas espinosas y lleno de agua. No pude sacarlo sino a expensas de su pantalón que quedó en el fondo retenido por las espinas. Seguimos adelante, hasta que mi amigo se echó al suelo y dijo que no podía dar un paso más porque no tenía pantalón. Juraba con el puño en el barro que se quedaría allí para siempre. Tuve que darle mi pantalón, y sus compañeros agradecidos me incorporaron del brazo a su grupo, porque yo, aunque español, era un hombre repleto de méritos.
»Ahora bien: el pastor inglés, enterrador de mujeres de que les hablé al principio, había llevado con su primera esposa a su cuñada. Tuve ocasión de tratar a ésta: no creo que bajo el sol haya latido jamás un corazón más lleno de ternura que el suyo. Nuestra simpatía fue tan viva que tres meses después estábamos comprometidos. Esto pasaba pocos días antes de la aventura.
»En Santa Isabel no había entonces más que una calle que mereciera el nombre de tal, y arrancaba lógicamente del puerto. Por ella habíamos ascendido doce horas antes, y por ella me vi forzado a bajar con mis oficiales, ya de noche oscura, a grito herido y entre un infernal ladrido de perros. Conforme íbamos pasando, las persianas se enderezaban, y nos veían. Supondrán cuánto había hecho yo para disuadir a mi gente de esa entrada triunfal. Nada conseguí. Descendíamos la calle del brazo, roncos, desprendidos y embarrados. Pero yo, además de esto, pasaba en calzoncillos y con las mangas de la camisa abiertas en dos.
»Éste es el espectáculo que dimos a todo Santa Isabel que nos atisbaba detrás de las persianas. El escándalo fue vivo y, sobre todo, en mi novia, pues casi únicamente a mí se me creyó realmente borracho. El alcohol, para una
miss
, no es cosa de mayor monta. Pero quinientos años de Biblia velan la naturalidad de muchas almas, y aun de la de aquella mujercita, que era un ángel. La enorme ligereza de mi ropa, lucida frente a su casa, no tenía redención. Rompió conmigo, sin una explicación.
»Poco después abandoné Fernando Poo, como pensaba hacerlo, y supe más tarde que la criatura, reintegrada a su país antes de ser devorada por la anemia, se había casado con su cuñado, al enviudar éste. De modo que regresó a Santa Isabel, donde murió, naturalmente, antes de un año.
»Nada más —concluyó nuestro hombre— puedo decirles. Si en vez de convertirme en guardián de locos en aquella ocasión, corro la aventura con ellos, hubiera bajado la calle sin distinguirme de los otros, y con un pantalón, por consiguiente. De aquí mi actitud de hace un rato. Desde aquella historia, me apresuro a sumergir mi cabeza en el alcohol cada vez que mis compañeros comienzan a hablar lenguas que no conocen. Sigamos, pues. ¿Dónde estábamos? Yo sé una canción en nebi-nebi, los negros de allá. ¡Atención!, para hombres solos. Comienza así…
Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.
—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!
Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca dentadura de joven lobo.
—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.
Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:
—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?
Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.
—… ¿Y Tagore? Perfectamente.
—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?
Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.
Dos meses después hallábame yo en el centro esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi
chauffeur
, de librea, hierático y digno en su volante como un
chauffeur
de gran casa.
Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.
Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo. Era mi
chauffeur
.
—Tenemos veinte minutos para charlar —me dice—. Entremos en esta lechería… Lo que menos se imaginaba usted era verme así, ¿eh? Le voy a enterar de una porción de cosas, porque no bastan la guiñadita que le hice y este banquete, para pagarle lo de Proust. ¿Se acuerda usted? Bien. Yo me acuerdo de que le debo la aventurilla de estos dos meses, y el motivo de haberla emprendido. Empezaremos por el principio. Y comienzo:
»Yo tenía, desde mi llegada a Buenos Aires, una debilidad más grande que por el automóvil, por las chicas de mundo. Tenía también la certidumbre de que tales chicas sólo son accesibles a dos categorías de hombre: a sus iguales en ambiente, y a los hombres de su servicio. Ningún otro mortal puede tratarlas asiduamente. Yo no esperaba, bien entendido, que la charla de una chica de mundo pudiera reservarme sorpresas. Pero hay el demonio del paraíso reservado, el lujo de las ropas, la impertinencia consentida, qué sé yo. Para tratarlas de igual a igual, no me sentía con fuerzas. Entonces resolví entrar a su servicio.
»Desde el primer instante, pensé en el automóvil. El
chauffeur
mira y admira a la par de las niñas. Sufre a veces su contacto en la dirección. Todo bien pensado, me decidí por el oficio. Y en tal aprendizaje me halló usted, rompiendo engranajes en la barranca de Pino.
»Pero no basta ser
chauffeur
de una chica de mundo para interesarle. Se requiere el misterio de la contradicción entre el oficio y el hombre, del mismo modo que los niños bien logran dar algún interés a su charla, pasando por revolucionarios. La contradicción, en mi caso, consistiría en aprovechar la primera coyuntura para sembrar la inquietud a mi respecto.
»Las chicas de mundo se interesan a su modo por las cuestiones de arte. Una sacudida literaria, el temible alborozo de tener a su servicio a un universitario —humillarle un poquito y coquetear con él otro poquito— me pareció lo más eficaz dentro del género. De aquí mi pregunta aquella, y su recomendación de Proust, que bendigo en lo que se merece.
»Obtuve, pues, la plaza deseada. ¿Vio la cara de las chicas en el coche? Es la primera vez que he tenido suerte, suerte francamente acordada, de palma a palma de mano.
»La hermana menor es una pobre cosa, aunque cree a su sangre azul y lee a Ronsard de memoria. La mayor, con su salud plebeya, sus ojos de incendio, y su carne dolorida por el golpear sin tasa de las miradas, es mucho más interesante.
»Ésta fue el blanco elegido. Por algún tiempo no hallé ocasión propicia. Las chicas iban, salían y volvían con otras, siempre a mis espaldas, como si yo no existiera. Me daban órdenes mirando al radiador, y apenas si en las tres o cuatro primeras palabras que respondí desde la portezuela, me habían lanzado una breve ojeada.
»Por mi parte, me libraba bien de excitar sospechas, cosa tanto más fácil cuanto que la conversación de las chicas pocas veces se prestaba a disquisiciones de arte puro.
»Así las cosas, mis niñas y un par de amigas se alzaron una tarde conmigo a asolearse y comer tonterías en la costa del río. No había allí otra persona de servicio que yo. Máximo aquí, Máximo allá, yo llevé los almohadones, traje agua, y esperé de pie nuevas órdenes.
»Las chicas se conocían de ayer. Por esto sacaron a brillar sus luces intelectuales, discutiendo arte en francés. En medio de esto, las voces se cortaron de golpe cuando, a compás del termo que yo deponía entre ellas, dejé caer, a propósito:
»—… Si es posible contar con Proust.
»Proust no había sido nombrado aún. El
chauffeur
, envarillado y absurdo entre los mil pliegues de sus breeches, era quien acababa de citarlo. ¿Comprende usted? ¡A Proust!
»Yo estaba de nuevo junto a la rueda del coche, secándome tranquilo las manos. Las chicas no volvían de su sorpresa.
»—¿Pero fue él? —insistía con voz baja y angustiada.
»—¡Máximo! —me preguntó en el silencio mí niña mayor—. ¿Fue usted el que nombró a Proust hace un momento?
»—Sí, niña —respondí.
»—¿Usted lo ha leído? —prosiguió ella.
»—No, niña —contesté yo.
»Breve pausa en el corro.
»—¿Y cómo lo cita, entonces? —reanudó mi chica.
»Yo entonces dejé el trapo y respondí con el más insolente respeto:
»—He visto su nombre en una vidriera…
»Y torné a mi coche. Pero yo me restregaba las manos en mi interior. El gran salto estaba dado. Con menor contraste que el de mi librea y ese zonzo de Proust —y usted perdone—, un millón de mujeres han perdido su alma de curiosidad.
»Volvimos. Las chicas charlaban ahora en criollo corrido, y con evidente recelo.
»Al día siguiente, cuando los patrones subían al coche, advertí su mirada inquisitorial a mi semblante. Las muchachas debían de haberlos informado del caso. Por el espacio de varios días se me buscó la boca. Yo, como si nada oyera. Me dejaron en paz, por fin. Todos, menos mi chica mayor.
»Yo creo que se forjaba la ilusión de que mi espalda era un espejo para mirarse. La llevé sola a varias partes, y a propósito de cualquier cosa trató de despegar mis labios. Lo consiguió, pero no quedó contenta. ¡Figúrese! ¡Echar a perder mi magnífica posición, satisfaciendo prematuramente su curiosidad!
»Después quiso aprender a manejar el automóvil. Le di la dirección, y por algunos días estuvimos al lado, con mis guantes sobre los suyos en el volante, y cayendo ella sobre mí en los virajes. Se reía mucho de su torpeza, y se cansaba a menudo, pidiéndome entonces explicaciones, con los ojos bien puestos en los míos.
»Hay mujeres a las que es necesario exigir todo, pues si se entregan una parte no conceden nada más. De éstas era mi chica. Ningún sismógrafo adaptado al caso hubiera acusado el menor temblor de mi mano sobre la suya. Y esto la
enervaba
, como dicen ellas en francés.
»Soporté asimismo un cuestionario sobre mis preferencias amatorias, o por esta mucama, por la otra o la de más allá, o por cualquier otra persona, en fin, cuya posesión constituyera para mí un ideal… inalcanzable.
»Respondí a todo con la brevedad y el tranquilo respeto de quien se siente a resguardo de cualquier sospecha.
»Un día, en plena carretera, el motor se descompuso. Mientras yo estaba bajo él, mi chica me dijo:
»—Máximo: ¿qué haría usted si yo de golpe pusiera en marcha el motor?
»Yo le respondí:
»—Posiblemente moriría.
»—Y no se perdería gran cosa, ¿verdad, Máximo?
»—Nada, niña —afirmé yo.
»—Entonces… ¡Atención! ¡Embrío!
»—Cuando guste, ni…
»Pero no pude concluir, porque el demonio había embriado, en efecto, y el cárter había estado a punto de aplastarme.
»—¡Máximo! —oí su voz alterada—. ¿Le he hecho daño?
»—Ninguno, niña —contesté, prosiguiendo el ajuste.
»Ella lo comprendió así por el ruido de las llaves; y tras una pausa, desde el volante se echó a reír diciendo:
»—Usted perdone,
chauffeur
… Creí que era de otra pasta… Prosiga tranquilo con su maquinita…
»Yo proseguí, en efecto, y cuando hube dejado en forma el motor, me quité el overol, me lavé concienzudamente las manos, y saltando a la dirección hablé a mi chica en estos términos.
»—Ahora, señorita, ha llegado el momento de explicarnos. Desde hace un mes largo, usted me viene provocando de todos modos y en todas formas. Sin consideración alguna por la librea que visto. Hasta hoy no he conocido una mujer capaz de burlarse de mí: y usted es muy poca cosa para intentarlo con éxito. En consecuencia, le voy a dar la lección que merece y ojalá le sirva de provecho.
»Y sin que tuviera fuerzas ni tiempo para evitarlo, la tomé en los brazos, besándola a mi gusto.
»Cogí de nuevo el volante, y enfilé el coche a setenta kilómetros, sin apartar los ojos de la carretera. La chica, entretanto, me insultaba, llorando de rabia, con un vastísimo repertorio. «Inmundo» y «chusma» son sus vocablos más dulces.
»Dos eventualidades iba corriendo yo con el automóvil: que la chica enterara del caso a su padre, y que me cobrara odio. Como usted bien comprende, las dos podrían resumirse en la última. Y no era de esperar.
»Antes bien, afiancé mi situación, pues como en los días subsiguientes la chica no hallara tono bastante duro para darme órdenes, aproveché la ocasión en que ella descendía sola, para decirle con la mano en la gorra:
»—Le advierto, señorita, que si la primera vez que usted me hable no baja el tono, abandono su servicio enseguida.
»¿Audaz, verdad? Y aquí tiene el resultado. Continúo de
chauffeur
. En esto estamos. Nada más ha pasado. Yo descanso. Ella… se cansa. ¿El final de todo esto? Allá veremos. Y ahora, hasta otro momento. Vuelvo al coche. Felicidad, y gracias de nuevo.
Un mes más tarde, las vicisitudes de la vida me llevaban a una reunión de mundo. En un rincón y rendidísimo con una madura y sólida chica, percibí a mi amigo el
chauffeur
. Me hizo una seña al distinguirme, y rato después venía a mi lado con su blanca sonrisa de lobo.