Con una habilidad, una paciencia y un tacto extraordinarios, había impulsado el proyecto
Isabella
mediante la táctica de obtener aliados en la comunidad científica, convencer a grandes fundaciones y hacer la corte a los poderosos. Jamás perdía la oportunidad de recordar a los americanos que Estados Unidos se había quedado muy por detrás de Europa en investigación sobre física nuclear. Según él, el
Isabella
podía proporcionar soluciones baratas para las necesidades energéticas del mundo, con todas las patentes y los conocimientos técnicos en manos americanas. De ese modo había logrado lo imposible: conseguir del Congreso cuarenta mil millones de dólares en una época de déficit presupuestario. Era un maestro consumado de la persuasión, siempre discreto y en un segundo plano; un visionario cauteloso, pero también dis-puesto a correr riesgos audaces aunque calculados. Ese era el Hazelius a quien estaba conociendo Ford.
El
Isabella
era su creación, la niña de sus ojos. Había viajado por todo el país para elegir personalmente a sus colaboradores entre la élite de los físicos, los ingenieros y los programadores. Todo había ido como una seda. Hasta hacía poco.
Cerró el expediente para reflexionar. Seguía teniendo la sensa-ción de que no había retirado todas las capas para sacar a relucir lo esencial de aquel personaje. Genio, showman, músico, soñador utópico, marido ejemplar, elitista arrogante, físico brillante, activista paciente… ¿Cuál de ellos era el auténtico Hazelius? A menos que hubiera alguien más detrás de todo aquello, una figura misteriosa que manipulara las máscaras. Algunos elementos de la vida de Hazelius no se diferenciaban mucho de la de Ford. Los dos habían enviudado de manera horrible. La muerte de la esposa de Ford había supuesto la desaparición de todo lo que conocía y le había dejado errando entre ruinas. En ese caso, su reacción había sido diametralmente opuesta a la de Hazelius, que parecía haberse centrado con la viudez. Ford había perdido el sentido de la vida. Hazelius lo había encontrado.
Se preguntó cómo debía de ser su dossier. Seguro que existía, y que Lockwood lo había leído, como él leía los de los demás. ¿Qué diría? «Buena familia, Choate, Harvard, MIT, CIA, matrimonio.» Y a continuación: Bomba.
¿Y después de Bomba? Monasterio. Y por último Advance Security and Intelligence, el nombre de su agencia de investigación. De repente le sonó pretencioso. ¿A quién pretendía engañar? En cuatro meses (los que llevaba funcionando la agencia), solo había tenido un cliente; todo un chollo, sin duda, pero, si le habían elegido era por una serie de razones especiales, y que él no pedía poner en su curriculum.
Miró el reloj; llegaba tarde al desayuno y estaba perdiendo el tiempo compadeciéndose de sí mismo.
Metió el dossier en el maletín, lo cerró y se fue al comedor. Sobre los acantilados rojos acababa de salir el sol y la luz se filtraba por las hojas de los álamos, que brillaban como esquirlas de cristal verde y amarillo.
En el comedor olía intensamente a bollos de canela y a beicon. Hazelius estaba sentado en el lugar de siempre, presidiendo la mesa, enfrascado en una conversación con Innes. Kate estaba en la otra punta, cerca de Wardlaw, sirviéndose un café.
Al verla, Ford notó una punzada en el estómago.
Se sentó en la única silla que quedaba, al lado de Hazelius, y se sirvió huevos revueltos y beicon de la bandeja.
—Buenos días —saludó Hazelius—. ¿Has dormido bien?
—Como nunca.
Solo faltaba una persona: Volkonski.
—¿Dónde está Peter? —se atrevió a preguntar Ford—. No he visto su coche en la entrada.
Las conversaciones se apagaron lentamente.
—Parece ser que el doctor Volkonski nos ha dejado —dijo Wardlaw.
—¿Que nos ha dejado? ¿Por qué?
Al principio nadie dijo nada. Después Innes pronunció en voz mas alta de lo normal:
—Como psicólogo del grupo, quizá pueda aportar una respuesta. Sin romper el secreto profesional, creo poder afirmar que Peter jamás se ha sentido contento aquí. Le costó mucho acostumbrarse al aislamiento y al ritmo de trabajo. Echaba de menos a su mujer y a su hijo, que viven en Brookhaven. No me sorprende que haya decidido irse.
—¿Has dicho que «parece ser» que se ha ido? —preguntó a Wardlaw.
—No están ni su coche, ni su maleta, y apenas ha dejado ropa. Es lo que hemos deducido —contestó Hazelius con rapidez. —¿No le dijo nada a nadie?
—Pareces inquieto, Wyman —dijo Hazelius, con una mirada bastante insistente.
Ford intentó moderarse. Estaba yendo demasiado deprisa, y eso a un hombre tan observador como Hazelius seguro que no le pasaba inadvertido.
—No estoy inquieto —dijo—, solo sorprendido. —Me temo que se veía venir —dijo Hazelius—. Peter no estaba hecho para este tipo de vida. Seguro que nos llamará cuando llegue a su casa. Bueno, Wyman, cuéntanos tu visita de ayer a Begay. Todos se volvieron a escuchar.
—Está enfadado. Tiene una larga lista de quejas contra el proyecto
Isabella
.
¿Como cuáles?
Digamos que se hicieron muchas promesas, y que no se han cumplido.
Nosotros no le prometimos nada a nadie —se defendió Hazelius.
—Por lo visto, el Departamento de Energía prometió empleos beneficios económicos.
Hazelius sacudió la cabeza, indignado.
Yo no controlo el Departamento de Energía. ¿Al menos pudiste convencerle de que no hagan la manifestación a caballo? —No.
Frunció el entrecejo.
—Espero que puedas impedirlo de alguna manera.
—Quizá sea mejor dejar que la hagan.
—Mira, Wyman, cualquier indicio de problemas saldría en los telediarios de todo el país —dijo Hazelius—. No podemos permitirnos publicidad negativa.
Ford miró a Hazelius sin pestañear.
—Lleváis mucho tiempo recluidos en la mesa, trabajando en un proyecto secreto del gobierno y evitando cualquier contacto con la gente de la zona. Es lógico que haya rumores y sospechas. ¿Qué esperabais?
Su tono había sido algo más duro de lo que deseaba.
Todos le miraron como si hubiera dicho alguna irreverencia, pero bastó con que Hazelius se relajara un poco para que también lo hicieran los demás.
—Está bien, supongo que merezco el reproche. Quizá no lo hayamos llevado tan bien como debíamos. ¿Y ahora?
—Haré una visita amistosa al presidente del Centro Comunitario navajo de Blue Gap, para ver si puedo organizar alguna reunión con la gente de por aquí. En la que por cierto tú estarás presente.
—Si tengo tiempo.
—Me temo que tendrás que encontrarlo. Hazelius agitó una mano.
—Ese puente ya lo cruzaremos cuando lo tengamos delante.
—Hoy también me gustaría llevarme a algún científico.
—¿A alguien en particular?
—A Kate Mercer.
Hazelius miró a su alrededor.
—Kate, ¿verdad que hoy no tienes nada?
Kate se ruborizó.
—Tengo trabajo.
—Si ella no puede ya iré yo —dijo Melissa Corcoran, sonríendo y echándose el pelo hacia atrás—. Me encantaría salir un par de horas de esta mesa dejada de la mano de Dios.
Ford miró a Kate, y luego a Corcoran. Se resistía a decirles que prefería no presentarse en Blue Gap con una rubia explosiva de un metro ochenta y ojos azules. Al menos Kate, con su pelo negro y sus rasgos medio asiáticos, casi parecía india.
—¿Tanto trabajo tienes, Kate? —preguntó Hazelius—. ¿No dijiste que casi habías terminado los nuevos cálculos del agujero negro? Es importante, y a fin de cuentas eres la subdirectora.
Kate miró a Corcoran con una expresión inescrutable. Corcoran sostuvo fríamente su mirada.
—Supongo que lo del agujero negro podré acabarlo más tarde. —Perfecto —dijo Ford—. Dentro de una hora pasaré por delante de tu casa con el jeep.
Caminó hacia la puerta sintiendo una extraña euforia. Al pasar junto a Corcoran, esta le dirigió una media sonrisa.
—La próxima vez será —dijo ella.
Al llegar a su casa, Ford cerró con llave, se llevó el maletín al dormitorio, corrió las cortinas, cogió el teléfono vía satélite y marcó el número de Lockwood.
—Hola, Wyman. ¿Alguna novedad?
—¿Conoces a Peter Volkonski, el ingeniero de software?
—Sí.
—Ha desaparecido durante la noche. Su coche no está y dicen que se ha llevado la ropa. ¿Podrías enterarte de si se le ha visto en algún lugar o se ha puesto en contacto con alguien? —Lo intentaremos.
—Necesito saberlo lo antes posible. —Enseguida te llamo.
—Tengo un par de cosas más. —Tú dirás.
—Michael Cecchini. En su dossier consta que cuando era adolescente estuvo en una secta. Me gustaría saber algo más sobre ello. —Está hecho. ¿Algo más?
—Rae Chen. Parece… ¿Cómo te lo diría? Demasiado normal. —No es mucho para empezar.
—Investiga su pasado y averigua si hay algo que no encaje.
Diez minutos después parpadeó la luz del teléfono. Cuando Ford pulsó el botón de recibir, se oyó la voz de Lockwood, bastante más tensa.
—Respecto a Volkonski, hemos llamado a su mujer y a sus colegas de Brookhaven, pero nadie sabe nada. ¿Dices que se ha ido durante la noche? ¿A qué hora?
—Yo diría que sobre las nueve.
—Emitiremos una orden de búsqueda del coche y de la matrícula. Volkonski vive en el estado de Nueva York, a cuarenta y ocho horas en coche. Si es allí adonde va, le encontraremos. ¿Ocurrió algo en particular?
—Ayer me lo encontré. Se había pasado toda la noche en el
Isabella
. Estaba bebido y su risa era forzada. Me dijo: «¡Antes me preocupé, pero ahora todo bien!». Sin embargo, yo no le vi precisamente bien.
—¿Tienes alguna idea de qué quería decir?
—No.
—Quiero que registres su casa. Un titubeo.
—Lo haré esta misma noche.
Ford colgó y miró los álamos por la ventana. Mentir, espiar, engañar, y ahora entrar sin permiso en casa ajena. Bonita manera de empezar su primer año fuera del monasterio.
Ford abarcó con una sola mirada Blue Gap, Arizona, emplazada en una cuenca polvorienta, entre rocas y grises esqueletos de pinos muertos. La población se reducía a un par de pistas de tierra, con una parte asfaltada que moría a cien metros de la intersección entre ambas. Había una gasolinera hecha con bloques de cemento de color adobe y una tienda de veinticuatro horas con el cristal del escaparate roto. La alambrada del fondo de la gasolinera estaba llena de bolsas de compra de plástico, que chasqueaban como estandartes. Al lado de la tienda había un pequeño colegio de enseñanza media rodeado por una valla de tela metálica. Al este y al norte, sobre la tierra roja, se habían dispuesto en estricta simetría dos cuadrículas de viviendas de protección oficial.
No muy lejos se erguía como telón de fondo la alta y morada silueta de Red Mesa.
—Bueno, ¿qué planes tienes? —preguntó Kate. —Poner gasolina.
—¿Gasolina? ¡Si el depósito está medio lleno! Y en el
Isabella
tenemos gasolina gratis.
—Tú déjame hacer, ¿de acuerdo?
Ford paró en la gasolinera, salió del coche y llenó el depósito. Después dio unos golpes en la ventanilla de Kate.
—¿Llevas dinero? —preguntó.
Ella le miró inquieta.
—No he traído el bolso.
—Mejor.
Entraron. Detrás del mostrador había una mujer navajo corpulenta. Había pocos clientes, todos navajos.
Ford cogió unos chicles, una Coca-Cola, una bolsa de patatas fritas y el
Navajo Times
. Fue al mostrador y lo dejó todo encima La dependienta lo cobró junto con la gasolina.
La expresión de Ford se demudó al meter la mano en el bolsillo. Hizo como si rebuscase.
—Mierda. He olvidado la cartera. —Miró a Mercer—. ¿Tú llevas dinero?
Kate le dirigió una mirada recriminadora.
—Ya sabes que no.
Ford abrió las manos y sonrió avergonzadamente a la cajera.
—He olvidado la cartera.
Ella se lo quedó mirando, indiferente.
—Tiene que pagar, al menos la gasolina.
—¿Cuánto es?
—Dieciocho con cincuenta.
Volvió a buscar teatralmente en los bolsillos. Los demás clientes se habían parado a escuchar.
—Es increíble. No llevo ni un céntimo. De verdad que lo siento.
Se hizo un silencio tenso.
—Pues yo tengo que cobrar —dijo la dependienta.
—Lo siento mucho, de verdad. ¿Sabe qué haremos? Voy un momento a casa y ahora mismo traigo la cartera. Se lo prometo. ¡Qué vergüenza, por Dios!
—No puedo dejar que se vaya sin haber cobrado —dijo ella—. Es mi trabajo.
Se acercó un hombre bajo y delgado, de aspecto nervioso, con un sombrero marrón de vaquero, botas de motorista y el pelo muy negro que le llegaba hasta los hombros. Sacó una cartera vieja del bolsillo de los vaqueros.
—Ya lo pago yo, Doris —dijo con ampulosidad, mientras le daba un billete de veinte.
Ford se volvió hacia él.
—Es usted muy amable, de verdad. Se lo devolveré. —Claro que sí, no se preocupe. La próxima vez que venga, le da el dinero a Doris y en paz. Ya me devolverá algún día el favor, ¿de acuerdo?
Ladeó la mano, guiñó un ojo y señaló a Ford con el dedo.
—Descuide. —Ford le tendió la mano—. Wyman Ford.
—Willy Becenti.
Willy se la estrechó.
—Es usted un buen hombre, Willy.
—¡Ni que lo diga! ¿Verdad que sí, Doris? Lo mejor de Blue Gap.
Doris puso los ojos en blanco.
—Le presento a Kate Mercer —dijo Ford.
—¿Qué tal, Kate?
Becenti cogió la mano de Kate y se inclinó para besársela como un marqués.
—Estamos buscando el Centro Comunitario —dijo Ford—. Queremos ver al presidente. ¿Anda por aquí?
—Querrá decir la presidenta, Maria Atcitty. ¡Desde luego! Se va por aquella carretera. Gire a la derecha justo antes de que termine la parte asfaltada. Es el edificio viejo de madera con tejado de zinc que hay justo al lado de la torre de aguas. Salúdenla de mi parte. Al salir de la gasolinera, Ford le dijo a Mercer: —Es un truco infalible. Los navajos son la gente más generosa del mundo.
—Matrícula de honor por tu cínica manipulación —respondió. —Ha sido por una buena causa.
—La verdad es que él también tenía cierto aspecto de timador. ¿Qué te juegas a que te cobra intereses?
Dejaron el coche en el aparcamiento del Centro Comunitario, al lado de una hilera de camionetas cubiertas de polvo. En la puerta, alguien había pegado con cinta adhesiva uno de los folletos de la manifestación de Begay. También había uno, que hacía ondear el viento, colgado en un poste de teléfono. Peguntaron por la presidenta del Centro, y apareció una mujer pulcra y robusta, con blusa turquesa y pantalones marrones de vestir.