—¿Sabe que es lo que más respetamos de su esposo, señora? Que es uno de nosotros. Si señor, de Silva es igual a cada uno de nosotros. Es bastardo, además de un… ¿cómo es que llaman ustedes a los pobretones que se hacen ricos?
Fiona no habló. Permanecía muda escuchándolo y mirándolo.
—¡Un
guarango!
—recordó de pronto Sanc Nieté—. Eso es; un tipo sin alcurnia que por un golpe de suerte se hace muy rico. Bueno, de Silva es eso, rico, pero con un pasado no muy distinto al mío o al de Celedonio.
El indio tomó una ramita del suelo y comenzó a masticarla. No habló por largos minutos, tranquilo y pensativo como estaba de pronto, pareció encontrar su línea de argumentación.
—El señor de Silva conoce el trabajo como nadie No hay en toda la Confederación hombre que conozca mejor las tareas de una estancia que su esposo, señora.
La miró. Fiona bajó la vista, pero no se sintió triste. Un calor le invadió el pecho, orgullosa de escuchar esas palabras. Sí, Juan Cruz amaba lo que hacía, por eso lo hacía bien. Sus campos eran de los más ricos; su saladero, el más importante y prospero, montaba como nadie; era un placer para Fiona ver como dominaba a su padrillo mañero y doblegarlo a voluntad. Tal como había hecho con ella. Esos días de odios y luchas volvieron a su mente y la hicieron sonreír.
—El patrón no le teme a nada. No tiene miedo de llenarse las botas de bosta, ni de ayudar a una yegua en un parto.
La joven recordó aquel día en el granero, cuando lo encontró luchando con el ternero. Después lo había visto hundir su mano en el linimento hediondo y pasárselo por las heridas infectadas. Sabía que Sanc no le mentía; ella era consciente de cada cosa que el indio le decía, pero necesitaba escucharlo de su boca.
—Sabe tanto que nadie le hace sombra. Y se rompió el lomo como nadie para conseguir todo lo que tiene; nadie le regaló nada. ¡Tiene las pelotas bien puestas el patrón!
Fiona se sonrojó al escuchar esa expresión, un poco burda para sus oídos. ¡Pero que cierta!, pensó ella sabía muy bien que su esposo un hombre con todas las letras, nadie tenía que decírselo lo comparó con los que había conocido en su vida y entendió que, a excepción de su abuelo y Eliseo, había estado rodeada por niños; niños sin convicciones ni fuerza de corazón.
—¿Por qué lo llaman "el diablo", entonces?—preguntó la joven.
—No fue su gente la que le puso ese mote, señora, se lo aseguro El patrón es bravo, nadie lo niega, pero también es justo cuando se cumple, y hasta generoso. Eso sus peones lo sabemos. No sé, tal vez alguien que lo envidia mucho le puso "el diablo". Su esposo es una persona muy afortunada; no debe faltar algún mentecato maricón que lo cele. Además, llevándola a usted del brazo, señora mía, de Silva es el hombre más dichoso del Río de Plata, créame.
Sanc Nieté se levantó, dispuesto a regresar al caserío. Tenía cosas que hacer y el tiempo volaba cuando se sentaba a conversar con su señora.
Fiona levantó la vista y le extendió las manos para que la ayudara a ponerse de pie. El vientre le había crecido en esos días y se sentía un poco torpe e inútil. Se sacudió las asentaderas y se acomodó el pelo. Después, miró al indio y habló.
—Llévame a casa, Sanc ya es tiempo de volver —dijo con sencillez.
Después de cinco días de búsqueda, Eliseo encontró a de Silva cerca de Carcarañá, al sur de Santa Fe. Juan Cruz seguía la pista que un pulpero le había vendido.
El grupo acampaba a la orilla del río. Habían decidido pasar la noche allí y seguir al día siguiente rumbo a Córdoba.
Tres meses atrás, de Silva había abandonado La Candelaria en busca de su mujer, jurándose que, hasta que no la hallará, no regresaría a su hogar. Volvería con ella o no volvería. Cada día que pasaba, la desesperanza lo agobiaba. Ni una pista certera, nada que le indicara que realmente se trataba de ella. Siempre iba acompañado de un grupo de cinco hombres que rotaban cada quince días, lapso después del cual regresaban a La Candelaria, para dejar su lugar a otros peones que se le unían en la búsqueda. Sus hombres estaban desconcertados con el comportamiento del patrón. Había renunciado a la administración de las estancias de Rosas, y había dejado La Candelaria y los otros campos en manos de Celedonio. El saladero estaba a cargo del segundo de de Silva en ese sitio, un hombre de su confianza. "Pero el ojo del amo engorda el ganado", repetían los peones en los fogones nocturnos, preocupados por el destino de las haciendas.
Eliseo llegó al campamento ese atardecer, pero no encontró a Juan Cruz. Uno de los peones le indicó que galopaba por algún lugar no muy lejano.
—Siempre hace lo mismo antes de cenar. Se monta al padrillo y desaparece horas. Después llega, tan callado como se fue, cena, y se pierde por ahí, caminando —explicó el hombre a Eliseo—. Quedó medio tocado con todo este asunto de la mujer.
Eliseo decidió esperarlo en el campamento. El peón le ofreció un mate amargo y un pan con grasa que engulló gustoso. Estaba famélico; hacía más de un día que no comía. Había abandonado tan de prisa la casa de los Malone que no tuvo tiempo de preparar las reservas suficientes para un viaje tan largo. Además, pensó que hallaría a de Silva antes; jamás lo imaginó tan alejado. Según el último chasque, se encontraba al norte de la provincia de Buenos Aires, cerca de Satt Nicolás.
Cuando oscureció, los hombres se acercaron al fogón para devorar el guiso. Comían callados, sólo se escuchaba el chasquido de las cucharas sobre los platos de hojalata. De vez en cuando, uno de ellos lanzaba un comentario corto al que nadie prestaba atención.
Se dieron vuelta cuando escucharon los cascos del padrillo de de Silva. La oscuridad les impedía verlo, pero al poco rato la imponente figura de Juan Cruz sobre el caballo se presentó ante el grupo. Frenó el animal cerca de la rueda de hombres y, sin apearse, preguntó:
—¿Llegó el chasque?
Nadie le respondió. Entonces, Eliseo se incorporó y, quitándose la boina, lo saludó.
—Viva la Santa Federación. Buenas noches, patrón.
Juan Cruz aguzó la mirada y reconoció al hombre. Se apeó del caballo y se encaminó hacia él, entre sorprendido y preocupado.
—¿Eliseo? ¿Qué haces aquí, hombre? ¿Sucedió algo?
Juan Cruz se puso pálido, aunque nadie lo notó en la penumbra nocturna. El pulso se le aceleró; presentía algo malo.
—¿Puedo hablar con usted, patrón? —le preguntó Eliseo, alejándose un poco del grupo de hombres.
Se encaminaron a la única carpa del campamento, que era la de de Silva. Entraron. Un jergón, una mesita pequeña con algunos papeles y una banqueta de lona eran todo el mobiliario. Juan Cruz encendió la lámpara de aceite y desplegó una sillita.
—Siéntate, Eliseo. Vamos... Dime qué sucede.
—La niña Fiona ha regresado, patrón.
De Silva se puso de pie de un salto y se llevó las manos a la cara.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. ¿Está bien, Eliseo? ¿Ella está bien? El bebé... ¡Dime lo que sea, Eliseo, lo que sea!
Juan Cruz lo tomó por los hombros con tal ímpetu que lo obligó a ponerse de pie. Comenzó a sacudirlo. El peón lo miraba atónito; nunca lo había visto tan descontrolado.
—Tranquilícese, patrón. La niña Fiona está muy bien. El doctor Rivera la revisó el mismo día que apareció y la encontró bien. A ella y al niño.
De Silva lo sentó en la banqueta de nuevo. Eliseo percibió que se tranquilizaba. Después, Juan Cruz se asomó por la entrada de la carpa.
—¡Rodrigo, tráeme dos tazas de café bien cargado! —Se volvió, y escrutó al peón con la mirada—. ¿Cuándo apareció?
—Hace seis días, patrón, pero hace cinco que lo busco.
Se calló, esperando una nueva pregunta de Juan Cruz. Pero nada; éste continuaba mirándolo fijamente.
—¿Usted quiere regresar mañana, patrón? —preguntó Eliseo, intimidado por la mirada de de Silva.
—No, Eliseo. Volveremos ahora mismo. Ya.
De Silva iba todos los días a casa de los Malone. Aunque Fiona no deseaba verlo, él visitaba la mansión de la calle Larga sólo para saber cómo estaba su esposa. Conversaba largo rato con Brigid y Ana y, en algunas ocasiones, con Sean. El anciano, aunque se mostraba más parco que el resto, comenzaba a ceder.
Cada vez, Juan Cruz llevaba una carta para Fiona. Se la entregaba a Maria, y al cabo de unos minutos la criada regresaba con la esquela intacta, meneando la cabeza de un lado al otro.
—Está bien, María, no se preocupe —murmuraba de Silva. Recibía la carta rechazada, y se la guardaba nuevamente en el bolsillo.
La sirvienta estaba deshecha por la pena que le inspiraba su patrón, pero no había forma de convencer a Fiona de que lo recibiera o leyera sus cartas.
Desde que regresara un mes atrás, Fiona permanecía todo el día en su habitación. Hablaba muy poco y casi no comía, lo que exasperaba a Maria.
—¡Niña, no seas caprichosa! Come, aunque no tengas deseos. Hazlo por el niño —la regañaba día a día, acercándole la cuchara a la boca.
La joven la rechazaba, haciendo un gesto de asco.
—¡Uuyy! Eres terca como una mula —exclamaba la mestiza, y la dejaba sola por un rato.
Apenas Maria cerraba la puerta de su dormitorio, Fiona se echaba a llorar. Estaba muy confundida, y no sabía qué hacer.
—Parece que fue todo mentira —dijo Maria un día como al pasar.
Fiona no comentó nada porque sabía a qué se refería su criada. Estaba deseosa por saber de su esposo, pero prefería morderse la lengua y no preguntar nada. Por eso, cuando Maria comenzó a hablar, no la detuvo.
—A los pocos días de tu desaparición, el patrón regresó del sur, de las estancias de Rosas. Estaba desesperado, niña, deberías haberlo visto. Parecía a punto de llorar...
—¡Llorar! ¿De Silva llorar?
El repentino enojo de Fiona sobresaltó a Maria. Había estado tan taciturna todo el tiempo que no imaginó una reacción como ésa.
—Sí, Fiona, llorar. El te ama, niña, aunque tú no quieras entenderlo.
La sirvienta se calló, dispuesta a no hablar más. Por unos minutos, el silencio fue insondable. Fiona estaba inquieta; deseaba que continuase, pero no quería demostrárselo.
—¿Y?
—¿Y, qué? —dijo María.
—¿Qué pasó después?
María le lanzó una mirada llena de enojo.
—Luego supimos todo. El señor de Silva fue a casa de Soler...
—¿De Soler? ¿de Palmiro Soler?
—El mismo, niña. Ese maldito y la Cloé ésa andaban juntos en eso.
—¿Qué?
Fiona se puso de pie.
—¿Que Soler estaba completado con la... —no podía ni siquiera nombrarla.
—Sí. Querían vengarse de ti y del señor de Silva. Parece que el Soler andaba loquito por ti y... Bueno... La desvariada ésa... Pues... Ya sabes... —balbuceó la criada.
—¡No, Maria, no sé! Habla claro.
—Bueno, la loca ésa y el señor, pues, parece que... Bueno... Habían sido amantes.
Fiona zapateó el suelo repetidas veces con el taco del botín, golpeándose la mano con el puño.
—¡Yo sabía! ¡Yo sabía que era verdad! —repetía la joven enfurecida.
—El señor jura y perjura que no la volvió a ver desde que se casó contigo. Se lo dijo a tu abuelo, niña. Por favor, cálmate.
—¡Mentira, eso es mentira! De Silva siempre viajaba solo a Buenos Aires y por más que yo insistía en acompañarlo, él se negaba. Era para verse con esa... esa... —Apretó los dientes y cerró los puños a los costados del cuerpo—. ¡Uuyy! ¡Lo odio, lo odio!
—¡Escúchame, Fiona! ¡Escúchame! —Maria la había tomado por los hombros—. Es obvio que la había dejado por ti. Si no, ¿para qué urdió junto a Soler toda esa patraña? Entiende que ninguna mujer habría actuado así si el hombre al que desea está a su lado.
—Sí, pero tú no sabes si la dejó antes o después de casarse conmigo —lloriqueaba Fiona.
—El mismo día que llegó a Buenos Aires —continuó la criada—, no sé por qué, fue a la casa de Soler. Tal vez, intuyó algo de todo esto, no sé. La cuestión es que fue a verlo. Allí se encontró con la loca ésa... —Hizo una pausa—. La loca trató de matar a tu esposo de un balazo.
—¡Dios mío! —exclamó Fiona. Se dejó caer al borde de la cama, llevándose las manos al rostro.
—Bueno, el patrón esquivó la bala pero le dio en la cabeza a Soler. El canalla murió ahí mismo. La mujer, al ver muerto a Soler, se pegó un tiro. Tengo entendido que el patrón trató de detenerla, pero estaba muy lejos y no...
—¡Trató de detenerla!
—¡Fiona, por Dios! ¡Nadie puede permitir que otro muera sin salvación! Aunque sea la mujer que más odies no puedes pensar que el patrón no tendría que haberla ayudado.
Maria abandonó la habitación, furiosa con su ama. Fiona, por su parte, no cesaba de pensar: "Trató de detenerla, él trató de detenerla".
Sólo tres personas conocían la verdad y dos de ellas estaban muertas. De Silva nunca revelaría el secreto; no mientras Fiona estuviera cerca de Rosas y su vida corriera peligro. Frente a todos, el mazorquero y la prostituta serían los únicos culpables de la desgracia. Frente a Rosas, Juan Cruz actuaría como siempre, sólo que ahora lo conocía mejor. Después decidiría los pasos a seguir. Aunque, en ese tiempo, mantendría los ojos bien abiertos, dispuesto a esperar lo inesperado.
Sanc Nieté se hospedó algunas semanas en casa de los Malone antes de regresar a su pueblo. Él relató a la familia los hechos, ya que Fiona poco les había contado. Todos estaban muy agradecidos con el indio que había salvado la vida de la joven. Sean le ofreció trabajo permanente en una de sus estancias, pero Sanc replicó agradecido que sólo trabajaba para el patrón de Silva. Al escuchar eso, Fiona se retiró a su habitación. En esos días, hasta el nombre de su esposo la llenaba de desasosiego.
Sanc se había convertido en un gran amigo de Fiona. Con él se sentía a gusto y no le costaba expresarle los pensamientos que la atormentaban. El indio la miraba tranquilo, la escuchaba durante horas, y al final, siempre le decía algo que la obligaba a pensar casi toda la noche. A pesar de que Sanc defendía a Juan Cruz, a Fiona le fascinaba escucharlo hablar de él. Por momentos, se olvidaba de sus dudas y temores, y se dejaba llevar por la imagen de héroe que el indio tenía de su esposo.
Una tarde, Fiona leía en el patio y parecía estar de mejor ánimo que otros días. Entonces, Sanc aprovechó para anunciarle que debía volver a su hogar.
—No, Sanc, no te vayas, te lo suplico. Te necesito. ¿Qué haré sin ti? —Los ojos de la joven habían comenzado a brillar.