Bodas de odio (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

La mirada de la joven habría turbado al hombre menos escrupuloso.

—Ejem... —William carraspeó, nervioso—. Es un hombre de honor... Ejem... Además nos está ayudando en la administración de las estancias. Gracias a eso nos está yendo mejor.

—Creo haberte dicho tiempo atrás que no volvieras a dirigirme la palabra le recordó Fiona, fríamente. Sin más, dio media vuelta e ingresó en la cocina. Se moría de ganas de preguntarle acerca de Silva, si lo había visto últimamente, si sabía dónde estaba ahora, qué habían conversado, si habían hablado de ella. Pero su orgullo irlandés no se lo permitió, y se quedó con las ganas de saber.

Esas ganas de saber crecían tan vertiginosamente día a día que hacían peligrar las más fuertes convicciones que Fiona Malone se había trazado.

La negra Candelaria estaba sentada a su lado en el coche y se dirigían, como de costumbre, a la cremería. Adrede, Fiona le había dicho a Eliseo que esa mañana no lo necesitaría: ella misma conduciría el coche. En ese momento, el hombre suspiró con alivio; llevarla y traerla a todos lados le hacía perder mucho tiempo y no lograba cumplir con las tareas que le encomendaba Celedonio, que eran las que en realidad le gustaban. Lo único que deseaba Eliseo era que la niña Fiona permaneciera en la mansión, bordando o haciendo algo así, en lugar de armar tanto alboroto entre la peonada con sus ocurrencias.

Fiona deseaba hablar de Juan Cruz y sabía que Candelaria era la persona que mejor podría informarla.

—¿Desde cuándo conoce al señor de Silva, Candelaria?

Hasta para ella, la pregunta sonó rara. Jamás habían hablado de él; era un pacto tácito que había entre las dos; ahora, sin razón aparente, Fiona lo estaba violando.

—Desde el mismo día en que nació, señora —contestó lacónicamente la mujer, sin siquiera mirarla.

—Ah... —replicó Fiona, cortada. No sabía cómo continuar la conversación, pero la curiosidad pudo más y prosiguió—. ¿Y qué día nació?

Ahora Candelaria giró la cabeza, desconcertada.

—El 5 de noviembre de 1816.

—Y, ¿dónde?

Ya era demasiado.

—Con todo el respeto que usted se merece, señora de Silva... ¿No cree que eso debería preguntárselo usted misma?

La negra esperó la respuesta sin quitarle los ojos de encima.

—Sí, tiene razón, Candelaria.

Era cierto, tenía razón, pero la había humillado diciéndoselo así, tan sinceramente. Por un momento, creyó sentir lo que los otros cada vez que ella lanzaba alguna de sus "directas", y se puso mal. Pensó en Imelda, en
aunt
Ana, en su padre. Pero no, lo de su padre era harina de otro costal.

Cuando llegaron a la cremería, Fiona ya había tomado una decisión. Esa mañana no se quedaría en el lugar. De modo que dejó a Candelaria en la puerta del granero que abandonó el coche sin saludarla. La joven regresó a la mansión, y pidió a uno de los muchachitos de Celedonio que le ensillara su caballo bayo.

Después, salió a recorrer La Candelaria.

El caballo se detuvo de golpe, como si supiera que no debía ingresar allí. Piafaba impaciente contra el suelo, levantando tierra. Fiona lo acarició tratando de calmarlo.

La joven miró en dirección al bosque de tipas que se encontraba frente a ella, unos metros más allá. Sabía que no debía aventurarse por esos parajes; Candelaria le había dicho que de Silva no permitía que nadie visitara esa parte de la estancia. Tal vez los cuatreros, quizá los indios o algún gato montes, fuese lo que fuese, lo cierto era que esa zona de la estancia, que aún no habían explotado demasiado, era peligrosa.

Claro que, si su esposo lo había prohibido, ésa era una razón suficiente para que ella deseara transgredir la orden e investigar esa parte del campo.

Como no consiguió tranquilizar al caballo, se apeó y siguió a pie, llevando al animal por las riendas. El lugar era hermoso, aunque algo sombrío por la espesa fronda de los árboles. Hasta olía distinto: un aroma húmedo, como cuando está por llover. No había mucha maleza en el lugar, más bien una espesa hojarasca que crujía a medida que avanzaban.

Dio la vuelta, y por entre los árboles divisó la mansión, cada vez más lejana. Mejor sería volver, pensó por un instante; pero desistió rápidamente. ¿Para qué volver? No tenía nada importante que hacer y ese lugar tenía un encanto especial.

Continuó caminando, lentamente, observando todo a su alrededor. Pensó que había sido una estupidez no haber visitado el bosque anteriormente. Inspiró el aire fresco de la mañana y se sintió bien, tranquila. A lo lejos, divisó un claro lleno de maleza y apresuró el paso, quería llegar hasta allí. Dejaría pastar al caballo y ella se recostaría un buen rato en la hierba a contemplar el cielo, que parecía más límpido que nunca.

¿Le pareció a ella, o realmente había alguien detrás de ese tronco? Como una sombra que desaparece, creyó ver la coronilla de una persona, que se desvanecía entre los árboles. Después, pensó que no era más que una mala jugada de la luz del sol, que se esfumaba por aquí y reaparecía más allá.

¡Ah, no! Esta vez sí había visto a alguien entre las tipas. Ató el caballo en una rama baja y corrió en dirección a la aparición. Metros más allá divisó la silueta de una mujer que se dirigía rápidamente hacia el claro del bosque. Una elegante chalina colgaba en pico sobre su espalda y se arrastraba por el suelo, levantando un poco de polvo.

"¡Una mujer!", se dijo, sin quitar los ojos de ella.

Tal vez la vista le fallaba, pero estaba casi segura: ésa no era la esposa de ningún peón.

Muy resuelta, levantó la falda de su vestido y corrió, sin analizar lo que hacía. El viento movía las hojas más altas de las tipas. Se escuchaban algunas loras parlanchinas y, de vez en cuando, algún benteveo. De Silva le había dicho que había muchos por allí, recordó.

La momentánea distracción fue suficiente para que perdiera de vista a la mujer. Sin aliento, se apoyó en un tronco a descansar. Miró hacia arriba, como olvidando su cacería. Los rayos del sol contorneaban las copas de los árboles, y daban de lleno sobre los ojos de Fiona, calentándole el rostro, que la corrida inevitablemente había enfriado.

De pronto, un ruido distinto, como a ramas secas que se parten, quebró la armonía del sitio.

—¿Hay alguien ahí? —Escudriñó el lugar, atemorizada, y dándose ánimos alzó la voz—: Por favor, salga, no deseo hacerle daño.

Esperó unos instantes, pero nada. De pronto, la figura femenina apareció nuevamente frente a ella; corría como enloquecida, dejando atrás la densidad del bosque que hasta ese momento le había servido de escudo.

—¡Ey! ¡Espere, señora! ¡Espere!

La mujer no se detuvo. Fiona corrió tras ella. Por momentos, la silueta se desvanecía entre la maleza, por momentos volvía a divisarla, un poco más lejos. Repentinamente, advirtió que ya no la veía más.

—¡Oh, no! —gritó, decepcionada.

Estaba agitada y exhausta; se detuvo un momento para recobrar el aliento. Miró hacia el horizonte. Era un lugar magnífico aquél; pensó que ya se había adentrado mucho, y que debía volver. Pero estaba demasiado intrigada para abandonar la aventura. Se irguió, y echó a andar otra vez, ahora sin prisa.

No supo cuánto tiempo estuvo deambulando por aquellos parajes. No sabía si volvería ver a la mujer misteriosa y, peor aún, ni siquiera tenía la certeza de si podría recordar el camino de regreso a la mansión. Sin embargo, eso no pareció perturbarla demasiado, y siguió avanzando, guiada por su instinto.

Debió caminar más de dos horas antes de toparse con una casita, a medias oculta tras la espesura del monte. Parecía deshabitada. Se acercó con precaución, tratando de no dejarse ver, pero pronto descubrió que no había ningún peligro, y se encaminó audazmente a la puerta. Subió los peldaños de la escalera de madera y se detuvo unos instantes para observar la galería que circundaba la vivienda. Todo estaba ordenado y limpio. Había tiestos por doquier con las plantas más variadas. Hortensias, agapantos, margaritas; todas bien cuidadas y florecientes.

Sin llamar, abrió la puerta. Allí estaba la mujer, sentada en una mecedora, mirando por la ventana. Seguramente, habría estado viéndola mientras ella se acercaba.

—Disculpe —comenzó a decir Fiona con la voz algo quebrada—. Pensé... No sabía...

—Está bien, querida —dijo la mujer, mientras se incorporaba. Luego, se encaminó hacia una mesa apostada en un rincón del comedor. —Te estaba esperando. Vamos, entra. Ven aquí, conmigo —y le extendió la mano.

Con paso indeciso, Fiona se fue acercando sin quitarle los ojos de encima. Era una mujer de mediana edad, tendría tal vez cuarenta o cuarenta y cinco años. Era muy linda, y sus movimientos tenían una cadencia aristocrática que le recordaron a los de misia Mercedes.

—Do yon want a cup of tea, dear?

La pregunta en inglés la sorprendió tanto que no supo qué contestar; entonces, la mujer le explicó.

—Te he escuchado hablar en inglés con tu criada; tu pronunciación es excelente.

Fiona no salía de su asombro.

—¿Me ha escuchado hablar con María?

—Sí —replicó, en medio de una risa cándida, casi infantil—. A veces me da por espiar a los de la casa grande.

—Ah... —fue todo lo que atinó a decir Fiona. No pudo enojarse con ella; sintió que habría sido como enojarse con una niñita de cinco años.


A cup of tea?
—insistió la mujer. Con el chal que arrastraba y la cabeza erguida tenía el porte de una reina.


Please
—respondió la joven.

La mujer tomó la tetera y vertió el brebaje en una taza. La mesa estaba tan bien arreglada como en casa de su abuela; no faltaba un solo detalle. Hasta había un florero de cristal con unas rosas blancas.

—Ven, querida, siéntate. Tomemos juntas el té.

Se sentaron. Fiona le agradeció cuando le alcanzó la taza y cuando le sirvió un pedazo de tarta de moras que, según dijo, ella misma había cosechado.

—Los árboles están que se caen de moras. ¡Mira! —Levantó las manos y le mostró las palmas—. Me han quedado teñidas de tantas que he recogido.

—Está deliciosa, señora... Perdón, ¿cómo se llama usted?

La mujer no respondió en seguida. Se quedó mirándola atentamente, como si quisiera apreciarla en detalle.

—Eres tan hermosa —dijo por fin—. Mi nombre es Catherine Emmet. Pero no me llames Catherine, nadie lo hace. Llámame Catusha, como todos.

"¿Todos? pensó Fiona. ¿Quiénes, por Dios, en medio de la nada?"

¿Catusha?

—Ese apodo me lo puso mi padre, cuando todavía ni caminaba. —Rió otra vez, y aclaró—: Él siempre decía que yo era tan pequeñita y suavecita que me parecía más a una gatita que a una bebé.

Fiona se sentía cómoda, pero no lograba salir de su asombro. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacía allí, en medio del monte, sola?

—¿Vive usted sola, señora Catusha?

—No me llames señora, me haces sentir vieja la reconvino. ¿Qué me preguntaste, querida? ¡Ah, sí! Si vivo sola... Bueno, sí, pero mi hijo viene a visitarme, de vez en cuando.

—¿Su hijo?

—Sí, él es un hombre ya. Es muy importante, ¿sabes? Casi tanto como lo era su padre.

En aquel instante su mirada se perdió, y dejó de mover las manos como había venido haciéndolo hasta ese momento.

—Señora... Eh, digo, Catusha, ¿está usted bien? ¿Se siente bien? —Tuvo que repetirlo, porque parecía que la mujer ya no estaba allí.

—Oh... Sí, querida Fiona, sí.

—¡Sabe mi nombre!

—Ya te he dicho que a veces espío tu casa. No te molesta, ¿verdad?

—No, por supuesto que no. —¿Qué más podía decirle?, se preguntó—. Pero tal vez habría sido mejor que se presentara; de esa forma la habríamos invitado a cenar, Catusha. A mi esposo y a mí...

—¡Ah, no! ¡Tu esposo me da miedo, Fiona querida! No quiero ni cruzarme con él.

La extrema sinceridad de la dama no hacía más que desconcertarla.

—Sí, la comprendo —respondió, y miró hacia abajo.

—¡Oh, perdóname, he sido una grosera! Después de todo, es tu esposo. Pero... no lo sé... Esa mirada... ¿Tú no le temes?

—Sí, a veces... Bueno, en realidad, siempre. Pero...

—Sí, ya sé; estás enamorada de él, ¿verdad? ¿Quieres más té?

—¡No!

—¿No deseas más té? —La miró incrédula.

—No... no. Bueno, sí, un poco más de té estaría bien. Me refería a que no estoy enamorada de él.

Después que lo dijo, se sintió mal, pero ya lo había hecho.

—¿No estás enamorada de él?

La miró tan asombrada que Fiona se avergonzó.

—¡Ah, no! Yo amaba mucho a mi Manuel y él me amaba a mí también. Sí, señor.

Hizo un gesto divertido que a Fiona le causó hilaridad.

—Tienes una de las sonrisas más lindas que he visto, Fiona. Deberías sonreír todo el tiempo.

—Gracias, Catusha.

La joven miró a su alrededor. La casita era pequeña pero muy acogedora; distinta a las casonas estilo morisco de Buenos Aires; por cierto, distinta a la mansión. Pero había algo allí que la hizo sentirse extraordinariamente bien. Suspiró.

—¿Esta casa es suya?

Se arrepintió de preguntarlo; no quería quedar como una metida.

—Sí, mi hijo la hizo construir. —Parecía orgullosa.

—Pero, ¿esto no es aún territorio de La Candelaria?

—No lo sé, querida. Supongo que no —contestó, sin darle demasiada importancia al asunto—. ¿Más tarta?

—No, gracias.

Fiona echó otro vistazo a su alrededor.

—¿Toca el piano, Catusha? preguntó sin quitar la vista del instrumento apostado en un rincón de la sala.

—Sí. ¿Deseas que toque para ti? Puedo enseñarte nuevas melodías. —Se quedó esperando la respuesta.

—Sí, claro, me gustaría mucho escucharla tocar.

El resto de la mañana junto a esa mujer tan extraña resultó encantador. Aunque había cosas de ella que no lograba explicarse no se preocupó demasiado. Pensó que, en medio de su amargura, había encontrado a alguien con quien conversar. Maria no la entendía por esos días; hasta parecía estar de parte del imbécil de de Silva. Y Candelaria... ¡Bueno!, Candelaria ni hablar.

Catusha insistió en acompañarla de regreso y Fiona aceptó; no sabía si podría orientarse para volver a la mansión. Había deambulado por esos parajes sin reparar demasiado en nada, guiada sólo por el deseo de encontrar a la mujer misteriosa.

El caballo de Fiona, asido aún a la rama de la tipa, estaba impaciente. Como el lugar no tenía hierba no había podido comer; al verla aparecer, relinchó enojado. Desde allí, Fiona ya recordaba el camino; se despidió de su amiga Catusha con la promesa de regresar muy pronto.

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