—¿La habitación resultó de tu agrado, Fiona?—preguntó Juan Cruz, rompiendo abruptamente el silencio.
—Sí, señor. —Su voz sonó como un graznido que la llenó de vergüenza; su rostro se puso de mil colores y, rápidamente, bajó la cara.
En aquel momento una de las sirvientas anunció la presencia de un chasque.
—¡Cuántas veces debo repetir que no deben interrumpirme cuando estoy cenando! —vociferó de Silva.
La jovencita temblaba, con las manos apretujadas en el regazo y los ojos clavados en el suelo. Fiona, aterrada como si le hubiese gritado a ella, pudo sentir a lo largo de su columna vertebral el pánico que de Silva inspiraba. Candelaria, en cambio, lo miraba sin inmutarse.
—Es un chasque de su excelencia, patrón. Pensé que..,
—Está bien, hazlo pasar —refunfuñó.
Juan Cruz, malhumorado, arrojó la servilleta sobre la mesa y se incorporó. Al cabo, ingresó un hombre envuelto en una capa roja de nanquín rústico, con el clásico gorro punzó caído hacia un costado que llevaban los servidores de Rosas.
—¡Viva la Santa Federación! —gritó a modo de saludo.
—Viva —dijeron al unísono Candelaria y Juan Cruz sin demasiado ímpetu. Fiona permaneció callada.
—Buenas noches, don de Silva. Señoras... —inclinó su cabeza, primero en dirección a Candelaria, luego a la que seguramente sería la señora de Silva.
—¿Qué lo trae por acá, Cosme?
—Disculpe usted la hora, don Juan Cruz. Pero su excelencia el gobernador le envía a usted una misiva que ha pedido sea contestada ahora mismo, así yo llevo la respuesta antes del amanecer.
El hombre extendió la mano reseca y agrietada por el frío y le entregó un sobre lacrado con el sello de Rosas. Juan Cruz quebró el precinto de lacre, abrió el sobre y retiró un papel color tiza doblado en dos. Candelaria se puso de pie y abandonó el comedor sin decir palabra. Fiona la observó marcharse con los ojos dilatados por la sorpresa. Juan Cruz, que parecía no haberse percatado de la escapada de la mujer, continuó enfrascado en la lectura de la carta.
Al cabo de unos minutos, la negra regresó con un tintero, una pluma y una barra de lacre que depositó sobre la mesa. Juan Cruz, que acababa de finalizar la lectura de la misiva, tomó la pluma, embebió la punta en el tintero de bronce y comenzó a garabatear algunas palabras en la hoja color tiza. Fiona quedó atónita; parecía que de Silva y Candelaria podían comunicarse con sólo mirarse, era extraño verlos juntos. Sintió cierta envidia y celos de esa mujer que tanto conocía a su esposo y que, más que amarlo, parecía idolatrarlo.
—Dile a Carmelita que te dé algo bien caliente para comer y un poco de vino antes de partir. Pídele a Celedonio que te cambie el caballo, el tuyo debe estar agotado —ordenó de Silva al chasque, mientras derretía el lacre en una de las velas de los candelabros de plata. A continuación, estampó el sello de su anillo y le entregó el sobre.
—Gracias, don Juan Cruz. Gracias y buenas noches. —Miró a las damas y nuevamente saludó con la cabeza.
—Buenas noches. —Esta vez, respondieron los tres.
La cena fue servida. Todo estaba exquisito, pero Fiona casi no probó bocado.
—¿No le ha gustado la comida, señora? —preguntó Candelaria, seria como siempre y con tono imperioso—. María me dijo que el budín de espinaca es uno de sus platos predilectos.
—La comida es toda exquisita —se apresuró a contestar Fiona—. Pero no tengo mucha hambre por estos días.
—Está muy delgada. Debe comer para estar fuerte, señora.
El comentario de Candelaria sonó más como orden que como sugerencia.
—¿Necesita algo más en su alcoba? Dejé toallas en el ropero del tocador y más sábanas en los cajones del armario.
—Gracias, Candelaria. Todo está bien. —Fiona se llevó la copa a los labios para no tener que hablar más. Presentía que en cualquier momento cometería algún error del que se arrepentiría.
Juan Cruz, que observaba alternadamente a una y a otra, no pudo dejar de percibir la tirantez entre ellas.
—Juan Cruz, ¿vas a tomar el mate como siempre en el estudio?
"Juan Cruz, ¿vas a tomar el mate como siempre en el estudio?". Fiona repitió en su mente una a una las palabras de Candelaria con el tono más burlón. Una rabia incomprensible la inundaba cada vez que la negra trataba con tanta familiaridad a su esposo. Era evidente que conocía cada uno de sus secretos y costumbres. Sabía bien lo que le gustaba y lo que odiaba, sus preferencias y sus deleites. Ella, en cambio, no sabía nada de él.
—No, Candelaria. Manda preparar el salón azul. Tomaré un coñac allí junto a Fiona.
Juan Cruz miró a Fiona de costado y sus ojos se encontraron por un instante. Los párpados de la joven bailotearon, sin saber qué hacer. Finalmente, dejó que su mirada se perdiera otra vez en algún bordado del mantel.
—Hace días que no abrimos ese salón... —comentó Candelaria—. Debe de estar helado, y...
—No importa, que lleven el brasero —ordenó él, sin quitar la vista del cabello de su mujer.
Fiona parecía haber perdido la acidez de los últimos días; no usaba palabras acres y estaba un poco más serena. Juan Cruz había cedido otro tanto; en gran parte, por los ruegos de Candelaria que, si bien no adoraba a la muchachita, tampoco podía verla dormir en un sofá o deambular por la casa como ánima en pena sin apiadarse de ella. Además, ya no soportaba el chismorreo de las sirvientas.
Fiona quedó pasmada al entrar al salón. Ni siquiera misia Mercedes tenía una habitación como ésa en su casa. Acababan de iluminarla y las bujías encendidas reflejaban su llama sobre los caireles de la araña y miríadas de luces iridiscentes surcaban la sala de punta a punta. El empapelado azul oscuro llegaba hasta la mitad de las paredes, que finalizaban en un estucado color gris claro, casi blanco. El piso de madera, de un tinte oscuro, resonaba a medida que los botines de Fiona avanzaban. Los muebles de caoba oscura eran de estilo inglés y los canapés estaban tapizados en una tela damasco amarilla muy tenue. El piano fue lo primero que atrajo su atención. Con taconeos cortos y presurosos, llegó hasta él; apoyó la punta de los dedos sobre la madera bruñida de la cola y acarició la superficie.
—Lo mandé comprar para ti antes de casarnos. Me dijeron que tocas el piano mejor que Favero. —La voz profunda de Juan Cruz cargó el ambiente de una tensión inmanejable—. Y como nunca accediste a tocarlo en casa de tu abuelo, pensé que tal vez ahora... bueno...
La frase quedó en suspenso. Fiona, de espaldas a él, no dijo nada.
En ese momento, entró en el salón una sirvienta. Traía, en una bandeja, una botella de cristal, dos copas y una canasta de filigrana con pastelitos de durazno.
—Blanca, cierre la puerta.
La doméstica hizo una reverencia antes de atrancar las dos hojas de madera casi sin hacer ruido.
—¿Jamás pide las cosas “por favor”, señor?
—No —respondió Juan Cruz, divertido.
Fiona continuó callada, investigando las paredes del salón, cargadas de cuadros de gran belleza y maestría.
—Fiona, ¿podrías tocar algo para mí, "por favor"?
Los ojos le chispeaban a de Silva, y sus labios se curvaban en una sonrisa picara. Fiona dio media vuelta para mirarlo, sorprendida por lo de "por favor". No pudo advertir el gesto divertido de su esposo, que ahora, mientras servía la bebida, le daba la espalda. Un momento después, cuando llegó hasta ella para ofrecerle la copa, su rostro estaba tan serio como de costumbre.
—¿Cuántos "por favor" más debo decir antes de que toques algo para mí en el piano? —preguntó, al tiempo que le alcanzaba el trago.
Ella se mojó apenas los labios: la bebida le resultó demasiado fuerte. La dejó sobre una mesa. Se encaminó al piano y se sentó frente a él. Levantó la tapa y admiró por unos instantes las teclas nuevas y relucientes. Hizo crujir sus dedos, y luego jugueteó unos segundos, probando sonidos y acordes. Perfecto.
De Silva, mientras tanto, se había acomodado en un confidente, y copa en mano, se aprestaba a escucharla tocar. Las primeras notas llegaron a sus oídos y cerró los ojos; le parecía que así podía escucharlas mejor. Poco a poco, la melodía fue aletargándolo, transmitiéndole una sensación de paz y armonía. Imaginó que los lánguidos dedos de Fiona se llenaban de vigor y descargaban todo su ímpetu sobre las teclas. Imaginó que el gesto osado de su magnífico rostro, concentrado ahora en la melodía que tan magistralmente estaba ejecutando, se trocaba en una expresión angelical como la que él le viera alguna vez. Imaginó que sus mechones de pelo color fuego se escapaban del tocado y bailoteaban enloquecidos sobre sus sienes. Imaginó su pecho agitado y sus labios apretados, y...
Casi, como un autómata, llegó donde ella y le posó la mano sobre el hombro, desnudo y suave al tacto como terciopelo. El roce de esos dedos la sobresaltó y dejó de tocar. De Silva la sintió estremecerse con su contacto.
—No dejes de tocar. —La voz de él sonó tensa y torturada.
Con menos bríos que antes, Fiona retomó la melodía, pero la mano de Juan Cruz sobre ella la tenía en vilo. Sentía que su corazón palpitaba alocadamente y su respiración se aceleraba. Sentía en el estómago el mismo cosquilleo que tanto la había atribulado cuando pasaron la noche en la posada, una sensación extraña que antes nunca había sentido, y una ansiedad que se contraponía con el odio que aquel hombre le inspiraba.
Juan Cruz no soportó más: rodeó con sus piernas las caderas de Fiona y quedó sentado a horcajadas detrás de ella. Los sonidos del piano se cortaron en seco; el profundo silencio que siguió denunció la agitación en la que ambos estaban sumidos. Con un movimiento automático, la joven se corrió hacia adelante, hasta el borde del taburete.
Fiona sintió que su mente comenzaba a girar vertiginosamente. Su pecho subía y bajaba, su garganta se había resecado y ya no sentía las piernas. Lo que sí sentía sobre sus nalgas era la potente y erecta virilidad de Juan Cruz.
Las teclas retumbaron cuando, desde atrás, de Silva entrelazó sus dedos con los de ella, inertes sobre el piano, y la envolvió con sus musculosos brazos. Acto seguido, Juan Cruz hundió el rostro en el cabello de Fiona. Inspiró profundamente y se llenó de esencias balsámicas que despertaron en él un deseo irrefrenable. Tomó el cuello de su mujer con ambas manos y lo besó con unas ansias que alimentaban aún más su pasión.
La garganta de Fiona se contrajo convulsivamente cuando sintió las manos ásperas de Juan Cruz. Estaba asustada, muerta de miedo. Jamás había experimentado semejante intimidad con un hombre. Sentía que el aliento de su esposo le quemaba el cuello.
—Fiona...
La voz de Juan Cruz la asustó más que nunca. Como pudo, se liberó de la presión que la mantenía atrapada contra el piano; despavorida, abandonó el salón azul.
Estaba a punto de alcanzar el rellano de la escalera cuando a sus oídos llegaron, magníficamente ejecutados, los primeros acordes de una sonata de
Mozart
.
—Salga, Maria. — Tras una pausa, agregó—: Por favor.
Juan Cruz ingresó por la puerta que se alzaba en la pared izquierda del cuarto de Fiona. Evidentemente, la habitación contigua era la suya.
Al escuchar su voz, Fiona emergió de los brazos de Maria que, desde hacía unos minutos, la consolaba. Tenía el rostro enrojecido y las pestañas empapadas. La criada la separó de su regazo y la dejó sola al borde del lecho.
Una vez que se cercioró de que la criada estaba fuera y la puerta había sido cerrada Juan Cruz se acercó a ella. Con los cabellos revueltos y el engominado perdido, mechones caprichosos le caían ahora libremente sobre el rostro. Se había quitado el chaleco rameado y llevaba la camisa fuera del pantalón, abierta hasta la mitad del pecho.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué con ella no podía? ¿Era de veras inalcanzable? Estaba enloqueciendo; presentía que si no la hacía suya algo explotaría dentro de él. Pero no quería lastimarla. ¡Por Dios! A fin de cuentas, sólo tenía que arrojarla sobre la cama, abrirle las piernas y... Sí, así era su naturaleza, aunque lo que parecía ser su propia esencia se le volvía en contra cuando se trataba de Fiona.
—Fiona... —Intentó que su voz se oyera tranquila y dulce.
La joven levantó la mirada llorosa fijándola en la de él. Parecía un animal herido dispuesto a cualquier ardid con tal de defenderse.
—Fiona... Eres mi esposa.
No sabía qué decir. Jamás le había faltado elocuencia; nadie se atrevía nunca a refutar sus agudos y convincentes argumentos. Fiona, en cambio...
Intentó tomarla por el brazo. La joven se separó de él como si su mano la hubiese quemado. Dio un respingo y se escabulló por la cama hacia el otro sector de la habitación.
—¡Nó se atreva a tocarme! —Agazapada, Fiona tenía la mirada atenta buscando la mejor oportunidad para escapar.
—¡Ya me cansé de tus caprichos, Fiona Malone! Te he soportado más de lo que mi mente puede comprender. ¡Has colmado mi paciencia!
De nuevo la furia esculpía en su rostro esos surcos profundos que lo convertían en otro ser: un ser diabólico y poseído. Fiona había comenzado a temblar; no sabía qué hacer para ahuyentarlo de su alcoba.
—¡Para que sepa, de Silva, usted no es mi primer hombre! —gritó, en un intento desesperado por ganar tiempo.
Lo infantil de la supuesta confesión hizo reír a carcajadas a Juan Cruz. Ahora, su rostro se había suavizado y ya no parecía el monstruo que tanto la asustaba. Sin embargo, era evidente que no tenía intención de abandonar el dormitorio.
—Eso ya lo veremos —dijo al cabo, con los ojos fijos en el escote de Fiona.
—¡No hay nada que ver, señor! ¡Yo se lo estoy diciendo!
—Así que no hay nada que ver... —repitió él, con sorna.
La expresión de desconcierto de su mujer lo dejó atónito.
—Realmente eres más candida de lo que imaginé, amor mío —concluyó, y avanzó hacia ella.
Fiona no lo soportó más y trató de escabullirse de la habitación. Pero no fue suficientemente rápida. Con un ágil salto, Juan Cruz le cerró el paso, y en un instante la tuvo atrapada en sus brazos. Fiona se debatió con furia entre aquellas tenazas, desesperada por escapar. Su ímpetu empezó a desvanecerse cuando entendió que de Silva era infinitamente más fuerte que ella. Sus músculos eran zunchos que la apretaban contra su pecho hasta sofocarla. Una sensación de rabia hizo afluir los colores a sus mejillas. Estaba vencida, humillada, y no podía mirarlo por la vergüenza. No quería perder esa batalla. Comenzó de nuevo a forcejear, en un último intento por quitárselo de encima. Pero Juan Cruz la sujetó más fuerte aún, hasta lastimarla.