Pero la que se había vuelto muy dura era la Mazorca. Todas las mañanas se anunciaba a gritos quiénes habían sido degollados, cuantas cabezas se habían estaqueado en la Plaza de la Victoria, qué casas se habían asaltado. El pregón duraba mucho; las víctimas y los acusados eran cada vez más. Rosas era claro con los mazorqueros; "En el estado a que han llegado las cosas en los pueblos argentinos, todos los medios de obrar son buenos... los medios siempre quedan legitimados por los fines". Y sus hombres no se apartaban de sus órdenes.
La Confederación estaba sumida en una cruel guerra civil. Los muertos eran muchos y los ánimos se exacerbaban a medida que la sangre corría. El odio se acentuaba y el ensañamiento con los del bando contrario se volvía feroz. Era común la muerte por aquellos días; todo el mundo parecía haberse acostumbrado a los fusilamientos, a las decapitaciones. Cada hombre portaba a la vista su puñal, "la espada de la federación", como la llamaban.
Los emigrados a países vecinos eran miles. Se refugiaban especialmente en Montevideo y en Santiago de Chile. Desde allí, iniciaban una lucha encarnizada contra el régimen del "abominable tirano". Escapaban de Buenos Aires como podían. Algunos por barco, durante la noche. La empresa era más que temeraria; la Mazorca siempre vigilaba el Bajo y la Boca. Otros, los que huían por tierra hacia Chile, debían tener cuidado en la zona de Cuyo; era muy difícil pasar los controles de los caudillos en esa parte de la Federación.
A Sean, todo ese asunto de unitarios y federales le importaba un comino. Había dejado su Irlanda natal asqueado de las luchas entre católicos y protestantes, entre ingleses e irlandeses. No se plegaría ahora a ningún bando, por más razón que tuvieran uno u otro. El estanciero pensaba que los dos tenían sus verdades y sus desaciertos. "Aunque ninguno es un santo", solía decirle a su esposa.
Pero la realidad lo arrastraba; sus mejores amigos eran unitarios y estaban siendo perseguidos y asesinados sin compasión. Él le debía mucho a esos criollos que lo habían ayudado en sus primeros años en el Virreinato. Lo habían acogido en el seno de su grupo social, le habían dado una mano en sus primeros negocios, le habían abierto las puertas necesarias para su integración.
Lo peor era ese mocito, el tal Joaquín Echevarría, del que su hija Ana estaba enamorada, y que era más unitario que el propio Lavalle. Los socios populares, sorprendiéndolo en el Bajo, en plena huida hacia Montevideo, lo habían malherido de un disparo.
Aquella vez, un amigo, Martín Uturralde, logró salvarlo de la revuelta. Pero Joaquín perdía mucha sangre y Martín no conseguía restañarle la herida. Llevarlo a su casa equivalía a condenarlo; los mazorqueros estarían rodeándola para esos momentos, dispuestos a echárseles de encima. Y como él también estaba tildado de unitario y su mansión era asediada a diario por los soldados de Rosas, Martín no atinó a otra cosa que a llevarlo a casa de su prometida, la tal Ana Malone.
Sean no quería comprometerse, pero los ruegos y el llanto de su hija pudieron con él. Joaquín permaneció en su residencia de la calle Larga hasta que murió. Había perdido mucha sangre, la herida estaba muy infectada y no se atrevían a llamar a un médico: eso los habría convertido de inmediato en sospechosos. Aunque habían ocultado a Joaquín en una zona poco visitada de la casa y la servidumbre era de la mayor confianza, había un par de negras que habrían ido corriendo a avisarle a Rosas que su patrón tenía escondido a un unitario.
Fueron días muy duros para todos; no sólo debían ocultar al prometido de Ana sino sus propias emociones. Las niñas, Fiona e lmelda, permanecían ajenas a los horrores que acontecían dentro y fuera de la casa gracias a que los adultos hacían un esfuerzo sobrehumano para ocultarles la realidad. Ana lloraba en los rincones y Joaquín tenía que morderse el puño para no gritar del dolor. Su muerte dejó en la familia Malone una amargura que tardaría años en borrarse. Ana nunca lo olvidó. No volvió a frecuentar a ningún muchacho, y consagró su vida al cuidado de sus dos sobrinas.
Después de la muerte de Joaquín, algo cambió en Sean. Sin definirse políticamente por ningún bando, tomó abierta participación en las fugas de sus amigos unitarios. Cualquier recurso era válido si la vida de alguien corría peligro y había que facilitarle la huida del país. Malone se hizo famoso por la ayuda que prestaba a los enemigos de Rosas y pronto la Mazorca tuvo noticias de él. Sin embargo, se manejó con tanta habilidad que jamás pudieron atraparlo. Ni las dos sirvientas negras, devotas del gobernador, pudieron dar un dato certero que lo comprometiera.
Rosas se comía los codos de la furia. "Ese viejo irlandés de mierda algún día me las va a pagar." Pero el gobernador no era tonto y conocía muy bien el poder de Malone dentro de la Confederación. Era dueño de las estancias más ricas del Río de la Plata y amigo del ministro Mandeville, representante de Inglaterra en Buenos Aires. Además, mantenía contactos muy fuertes con los franceses. Para peor, su hija Tricia estaba comprometida con un comerciante inglés tan poderoso que la reina Victoria lo había nombrado "Sir". Los peones de sus campos se contaban por cientos y lo adoraban por sobre cualquier causa política. Si lo quería, el irlandés podía sublevar a gran parte de la población rural en contra de Rosas.
No, tenía que ir con cuidado. Si enfurecía a Malone, podía desatar una hecatombe.
"Algún día, algún día", repetía el gobernador, golpeándose la mano con el puño.
Cuando Rosas aflojó su caluroso abrazo dejó medio aturdido a Malone, que se hizo a un lado para que el gobernador saludara a su esposa.
En aquel momento, Juan Cruz creyó conveniente irrumpir en la escena.
—¡Don Juan Manuel, pensé que ya no vendría! —exclamó.
—¡Ah, hijo, Manuelita me ha tenido medio loco toda la mañana recordándome tu boda! Ya sabes como es esta niña contigo —replicó Rosas, desviando la mirada al rostro carmesí de su hija.
—¡Ay, ratita, cómo es! —comentó la joven, acostumbrada a las salidas imprevisibles de su padre.
Las presentaciones y saludos duraron un buen rato. En todo ese tiempo, Fiona no se movió del lugar en el que su abuelo la había dejado, al costado del sillón, callada, pendiente de la escena. Comenzaba a vislumbrar el verdadero poder del hombre con el que se había casado. Sintió que la piel se le erizaba. Que Rosas se hubiera dignado a aparecer esa mañana en casa de su abuelo para saludar a Juan Cruz ponía de manifiesto el inmenso cariño que sentía por él. Y en esos tiempos, el cariño y el aprecio de Rosas valían más que cualquier otra cosa.
Cuando vio que el Brigadier Rosas y su hija se acercaban a ella, tragó saliva. ¿Acaso había esperado pasar desapercibida y que no la saludaran? Si esa ilusión había pasado por su cabeza, se desvaneció apenas el gobernador tomó su mano y le besó la punta de los dedos sin quitar sus ojos de los de ella, que a esa altura ya era incapaz de disimular su terror.
Rosas era realmente un hombre muy apuesto, alto, y de cuerpo hercúleo y avasallante. De piel blanca y mejillas rosadas, sus grandes párpados enmarcaban el azul oscuro de sus ojos; su boca era sólo una línea purpúrea bajo la nariz delgada y recta, su frente amplia terminaba en un tupido y suave cabello castaño con algunos rizos en el jopo. Fiona decidió que la nariz y los ojos eran las partes que mejor definían el carácter de ese hombre. Los ojos, pequeños, no permitían imaginar lo que estaba pensando; y la nariz, recta y alargada, le otorgaba un aire autoritario, imperioso, que daba miedo desairar. Ella lo había visto fugazmente en algún acto público, o alguna vez que se escabulló junto a Camila al candombe de los domingos, pero hacía mucho tiempo ya de eso. Entonces eran apenas unas niñas.
Camila era amiga de Manuelita; siempre iba a las tertulias de Palermo y, a veces, la hija de Rosas la mandaba llamar sólo para charlar. A pesar de todo su entorno, Manuelita era una muchacha muy sensible que gustaba de la gente como ella, romántica y con sentimientos bondadosos, algo que escaseaba en su hogar. Por eso, Fiona sentía simpatía por la joven, aunque jamás hubieran cruzado palabra.
Juan Cruz se ocupó de presentarlas, y luego de los besos de rigor, tomó la posta en la conversación. Sus ocurrencias, que hicieron reír a Manuelita, sólo lograron arrancar de los labios apretados de Fiona una sonrisa falsa y afectada. Pero la hija del gobernador pareció no notarlo.
El maestro Favero, el profesor de piano de Fiona, había ofrecido como regalo de bodas a su mejor alumna tocar con su orquesta algunos valses para ella y el novio; cuando los acordes comenzaron a sonar, Juan Cruz tomó la ansiada estrechez de la cintura de su esposa y se encaminó con ella hacia el sector de la mansión en el que se había improvisado una pequeña pista de baile. Fiona era casi arrastrada, apenas si movía los pies; dura y erecta como una vara, la repentina e inesperada intimidad de las manos de su esposo la habían puesto sumamente nerviosa. Los dedos de de Silva, ásperos y grandes, se entrelazaron con los de la joven, pequeños y suaves. Juan Cruz apoyó su mano en la curva más pronunciada y excitante de la cintura de ella y, con la maestría de un caballero, comenzó a llevarla al ritmo del vals a través de la galería principal.
Los invitados y los dueños de casa se congregaron alrededor de los novios. Pronto se sumaron nuevas parejas a la pista y en pocos momentos no quedó lugar para uno más.
Juan Cruz tenía la mirada clavada en el rostro de su mujer. Pensó que ésa era la primera vez que bailaban juntos y no pudo evitar sonreír al recordar la única ocasión en que se lo había pedido.
"Antes prefiero estar muerta."
La voz de su esposa llegaba ahora como el recuerdo de un pasado que, a pesar de ser cercano, se le antojaba tan lejano como su infancia en "Los Cerrillos". De Silva estaba seguro de que aquella noche Fiona lo había visto enzarzado con Clelia. ¿Cómo explicar, si no, semejante respuesta a una simple invitación a bailar? De todos modos, era algo que no le importaba en lo más mínimo; Clelia sólo había sido una de tantas.
Fiona, en cambio, esquivaba los ojos de Juan Cruz. No los soportaba; parecían desnudarla con la mirada. También ella recordó aquella noche en lo de misia Mercedes y no pudo evitar un estremecimiento. En ese momento percibió que la mano de su esposo se ceñía con más firmeza sobre ella y su rostro se acercaba más al suyo. Una exquisita fragancia le inundó los sentidos, más atribulados y confundidos que nunca. Entretanto, sus pies seguían presurosos los pasos diestros de de Silva, que la guiaba como a una pluma en la mano; por momentos, cuando un acorde más pronunciado invitaba al danzarín a hacerla girar entre sus brazos para tomarla con más vigor y fogosidad que antes, su cabeza parecía dar vueltas. Sentía que debía aferrarse al cuerpo de Juan Cruz porque los pies le fallaban; el remedio era peor que la enfermedad: el hombre respondía con más ardor.
La salvó su abuelo. Le pidió a de Silva la próxima pieza y el novio aceptó con desagrado.
Mientras bailaban. Sean Malone, extasiado y orgulloso, la miró sin esbozar el menor comentario. ¡Qué niña especial era ésa! ¿Por qué? No lo sabía. Quizá, su hermosura sin igual. No, no era sólo eso. Su inteligencia. Tal vez, pero había algo más en ella que la hacía singular. Fiona era su nieta adorada, su alma gemela. Nadie lo conocía como ella, ni siquiera Brigid, después de tantos años juntos.
A pesar de que Fiona ya no viviría bajo su techo, Sean estaba contento de que se casara con de Silva. No podía quejarse; el hombre era educado, de buena presencia y muy rico. Le aseguraría a su nieta la vida cómoda a la que estaba habituada. Además, era el único al que ella había aceptado.
A Malone no le importaba mucho el hecho de que Juan Cruz fuera un bastardo. ¿Alguien podía culparlo por eso? En cambio, de Silva había mostrado su hombría abriéndose camino en medio de un mundo antagónico que lo condenaba sin misericordia, hasta llegar a ser lo que ahora: un hombre importante, refinado y agradable.
Además, Fiona Malone necesitaba a alguien como él, de carácter, con convicciones firmes y espíritu aguerrido. Tal vez había sido demasiado blando con su nieta, tal vez la había echado a perder con sus ideas románticas y utópicas. Pero cuando la niña llegó a su vida, él ya estaba viejo y con la guardia baja. ¿Cómo podría ser duro y estricto con una dulzura como ella?
Por su parte, la joven parecía enamorada. Eso era seguro; si no, jamás habría consentido en casarse con de Silva. Y aunque se la veía nerviosa y consternada, se tranquilizó pensando que no había conocido nunca una novia que no estuviese así el día de su boda.
Tampoco le molestaba que Juan Cruz de Silva fuera el protegido de Rosas. Primero, porque el muchacho, si bien era federal, no parecía del tipo exacerbado y fanático. Segundo, porque él jamás había considerado que don Juan Manuel fuese su enemigo. Sean no era ni unitario, ni federal. Años atrás, el destino lo había puesto en una encrucijada y él había tomado una decisión: colaborar con sus amigos unitarios. De todas formas, sabía muy bien que éstos tampoco eran los buenos de la historia. ¿O acaso no había sido un general unitario, Lavalle, el que había mandado a fusilar a su más entrañable amigo, el coronel Dorrego? No, nadie se salvaba, todos eran pecadores, todos tenían culpa; la guerra había sido sucia y nadie resultó sin mácula.
Inclusive, en algunas cuestiones fundamentales les daba la razón a los federales. Ahora el destino le brindaba una nueva oportunidad: demostrar que él no guardaba resentimientos por nadie, y que sólo deseaba vivir en paz. No quería sentir como una sombra la mirada acechante de los rosistas, ni pensar que su familia corría riesgos por sus andanzas en la época de las luchas civiles. ¿Qué mejor forma de lograr esto que entregar en matrimonio a su nieta más querida a un hombre como de Silva, la mano derecha del caudillo de la Federación?
Después de todo, Rosas siempre le había resultado simpático; un poco autoritario y gritón, sí, pero agradable al fin, y por añadidura lleno de bríos e ideas. Lo recordaba en sus años mozos, con varios kilos menos y más pelo en el jopo. Una pelea con su madre, una mujer nada fácil, lanzó al joven Juan Manuel al mundo; solo y sin un centavo. Se hizo desde abajo, sin la ayuda de nadie, y pronto llegó a ser dueño de varias haciendas en Buenos Aires. Eran vecinos en varias estancias y, más de una vez, Rosas le había pedido consejos a Sean, para entonces ya un viejo avezado en las artes rurales.