—Cuántos misterios, señor de Silva... Cuántos secretos.
—Fiona, mi pequeña y dulce Fiona. ¡Cuánto te he hecho sufrir! ¿Podrás perdonarme algún día? —No quiso esperar la respuesta—. No importa eso ahora, tal vez ni siquiera merezca tu respeto. He sido tan duro contigo...
Fiona apoyó su mano en los labios de él.
—Eso no importa ya. —Bajó el brazo y retornó al tema que la preocupaba—. ¿Ella es su madre, señor?
—Sí —Apartó la vista de la mirada de Fiona—. Está loca, completamente loca.
Cerró los ojos. Se sintió protegido cuando su mujer lo abrazó.
—¿Por qué nunca me contó?
—Además de todo, una madre loca... ¡No, Fiona, ya me odiabas demasiado! Aún no sé si no me detestas. Y no puedo soportarlo... Me mata por dentro.
Fiona se separó de él, y le tomó el rostro entre sus manos. Ensayó un tono de voz más pícaro y alegre.
—Sepa, señor, que siempre aparentó lo contrario. Parecía que mi enojo ni lo inmutaba.
De Silva sonrió con expresión afligida.
—¿Loca por qué?
—Desde que quedó embarazada de mí, según me cuenta Candelaria, ya empezó a estar rara. Desvariaba mucho y se perdía durante horas en cavilaciones que parecían atormentarla. Yo recuerdo, era un niño aún, que ella parecía estar bien, y de pronto se callaba, se sentaba en su silla mecedora y por largo rato no decía nada. Podía uno gritarle al oído hasta desgañitarse y nada. Eso fue agravándose con los años.
—¿Por qué no vive aquí, con nosotros?
—¡Ja! Ésa es otra historia. En parte, porque yo no quise. No deseaba que llegaras y te encontraras con ella aquí, diciendo disparates.
Fiona lo miró con aire admonitorio.
—No me juzgues, Fiona, por favor. Ella tampoco deseaba vivir aquí, esta casa le daba miedo. No sé, le resultaba demasiado grande; siempre estuvo acostumbrada a vivir en espacios pequeños. Además, siempre he tenido la sensación de que prefiere estar sola; sabe manejarse tan bien como si estuviera en sus cabales. Por eso le construí una casa, no lejos de aquí; supongo que ya la conoces...
—Sí. Además, dice que mi esposo es un hombre malo. Más de una vez me ha preguntado si no le temo.
—Y tú, ¿qué le contestas?
—Le contesto que, a veces sí, le temo.
De Silva clavó sus ojos en los de su mujer. La miró serio, con una expresión de profundo abatimiento; Fiona no tuvo miedo esta vez.
—¿Su madre no tiene familia?
—En realidad, en Buenos Aires, no tiene a nadie. Ella llegó de Irlanda.
—¡De Irlanda!
—Sí, del norte. Tu familia viene del sur.
—Usted está bien informado, señor —dijo ella burlonamente.
—Llegó de Irlanda en 1803; tenía apenas cinco años. Ella y su madre se escaparon de los ingleses de milagro; acababan de colgar a su padre, mi abuelo.
—¡Oh, no, Dios mío! ¡Pobrecita!
—Sí, Robert Emmet; era un conocido agitador irlandés; por eso lo mataron. Una vez me contó que ella y su madre presenciaron la ejecución de mi abuelo. ¡Dios, cómo pudo su madre llevarla a semejante espectáculo!
De Silva golpeó los nudillos contra el respaldo de la cama con tanta fuerza que Fiona sintió necesidad de frotárselos. Él la dejó hacer; después, tomó la mano de su esposa y la besó.
—Mi abuela murió a poco de llegar. No sé mucho acerca de ella porque ni mi madre se acuerda. A mamá la criaron unos irlandeses muy buenos, los Keegan.
—¡Los Keegan! —exclamó Fiona. Eran una de las familias más tradicionales de Buenos Aires, de gran fortuna y muy cultivados. Fiona comprendió el por qué de la delicadeza y la educación de Catusha.
—Sí. Según pude saber, la quisieron como a una hija. En esa casa conoció a Candelaria. —De Silva se calló, y por unos instantes jugueteó con los dedos de Fiona—. Bueno, puedes imaginarte el resto.
—No, no puedo.
Juan Cruz soltó un suspiró y sonrió sin ganas.
—Cuando tenía dieciocho años quedó embarazada de mí. Por vergüenza, se escapó de su hogar. Por supuesto, con Candelaria detrás. Ya eran carne y uña. En realidad, mi madre y yo le debemos la vida a Candelaria. Ella fue la que me dio su apellido: mi madre no quería hacerlo. Ella fue la que le pidió trabajo a Rosas en la estancia "Los Cerrillos" porque no teníamos a dónde ir, ni qué comer. Mi madre jamás trabajó. Siempre fue Candelaria la que trajo el pan a casa y, bueno, cuando pude, comencé a trabajar yo. Mi madre, siempre como una reina... —No lo dijo con rencor, sino más bien, con orgullo.
—¿Y cuándo empezó a trabajar usted?
—Y... —Se puso la mano en la barbilla—. Más o menos, a los siete años.
—¡Dios mío! ¡Tan pequeño...!
—Mi madre me enseñó a leer y a escribir, en castellano y en inglés.
—¿Sabe hablar en inglés?
Fiona pensó en las muchas veces en que le había dicho a María, en inglés, cosas impropias de de Silva, estando justamente él en la misma habitación, y se mordió los labios. Juan Cruz torció la boca: él también recordaba esas ocasiones. Curiosamente, pensó, nada de eso le importaba ya.
—Y fue ella la que le enseñó a tocar el piano, ¿verdad?
—Si se puede decir que toco el piano, Fiona. Apenas si conozco algunas melodías.
—¿La ama, señor de Silva? Digo, a su madre.
—No lo sé, Fiona. En realidad, a la que quiero es a mi negra Candelaria.
Era la primera vez que la llamaba así frente a ella; fue tan dulce al decirlo que Fiona sintió una comezón en todo el cuerpo. Nunca habían conversado tan sinceramente, en tanta paz.
—Bueno, basta de plática. Mejor será que te recuestes y trates de dormir. Sufriste una fuerte impresión hoy, ¿verdad? —dijo él, ayudándola a taparse con la colcha.
—Desde el día en que lo conocí a usted, señor, no hago más que recibir fuertes impresiones.
De Silva la miró con una mezcla de ternura y perplejidad. En ese momento, allí recostada, con ese rostro de niña indefensa, parecía en extremo vulnerable. Era una imagen que contrastaba tanto con la elocuencia de sus réplicas que lo desconcertaba. Se acuclilló a su lado, sin quitarle los ojos de encima. Ella también le sostenía la mirada.
—Desde el día en que te conocí, Fiona Malone, no hago más que amarte con locura.
La besó con entrega y pasión. Esta vez, ella no pudo ni chistar.
Juan Cruz se sentía mejor que bien. Recostado sobre el respaldo de su cama, fumaba impasible un cigarro. Fiona, profundamente dormida, hacía ruiditos con la nariz y la boca, ahora apenas entreabierta. Se sonrió. Era la mujer más hermosa que había conocido, y, además, le pertenecía. Era suya. Su querida y adorada Fiona.
¿Cuándo había comenzado esa locura, esa carrera desenfrenada por conseguirla, esa sensación de que si no la tomaba entre sus brazos perecería? Supuso que había sido aquel día, en el Socorro, cuando la voz señorial de misia Mercedes Saénz vertió veneno en sus oídos...
Ni lo piense, señor de Silva. Es inalcanzable.
Y sin embargo, ahí estaba ella, medio desnuda, tendida a su lado.
Ahora, después de que él le había revelado algunos de sus secretos más temibles, pasaban prácticamente todas las noches juntos, en su cama, o en la de ella. Era extraño, pero aún no se animaba a pedirle que acabaran con esa absurda idea de los dormitorios separados. ¡Ja! Él, el gran de Silva, no se animaba. Se quitó el cigarro apagado de la boca y lo arrojó al suelo con displicencia.
—¿Qué hora es, señor? —Fiona se restregaba los ojos tratando de disipar su somnolencia.
—Sigue durmiendo, ya casi amanece. —Juan Cruz le acariciaba los mechones que, desordenados, le caían sobre el rostro.
—Y usted, señor, ¿no duerme?
Juan Cruz se encogió de hombros.
—¿Aún insistes en llamarme señor? —comentó, risueño.
Fiona se incorporó hasta quedar apoyada en el respaldo, junto a él.
—Nunca me pidió que lo llamara de otra forma.
—¿Podrías llamarme Juan Cruz? Por favor... —agregó.
—No, señor.
La carcajada de de Silva retumbó en la habitación; ella también comenzó a reír.
—Eres increíble —dijo él entre risas.
—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
De Silva asintió. Metió la mano bajo la manta y comenzó a acariciarle la curva de la cintura.
—Esa noche, cuando me salvó de ser atropellada por la volanta... ¿Qué hacía por ahí, señor? Recuerdo que llovía a cántaros; era una noche horrible para caminar.
Juan Cruz curvó los labios y los ojos le chispearon. Fiona lo seguía con la mirada, ansiosa por saber.
—Esa noche llegué tarde a la tertulia de misia Mercedes; me había demorado en una pulpería con tu padre arreglando... Bueno... Cerrando el... Tú sabes...
Fiona se rió al ver hasta qué punto aquel recuerdo lo perturbaba. Y se sorprendió al comprobar que a ella ya no la afectaba.
—Sí —completó la joven—. Arreglando el matrimonio entre usted y yo.
—Sí, claro —respondió de Silva, todavía incómodo—. Tu padre me dijo que te diría lo de nuestro compromiso esa misma noche. Yo sabía que eso sería después de la tertulia, porque misia Mercedes te había invitado especialmente a pedido mío, y me había confirmado que irías.
—¿Misia Mercedes? ¿Misia Mercedes complotada con usted?
Fiona no podía salir de su asombro. Estaba cada vez más interesada en conocer el resto de la historia.
—Sí, misia Mercedes Sáenz. Se podría decir que fue mi celestina en todo esto. Gracias a ella llegué a conocerte sin cruzar palabra contigo. Te vi una vez en el atrio de la Iglesia del Socorro, pero resultaste ser alguien imposible de hallar. Nunca ibas a ningún lado. ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer? Misia Mercedes organizó la tertulia del Día de la Independencia a pedido mío, para que tú asistieras. Me aseguró que si la reunión era en su casa, tú irías.
—¡No puedo creerlo!
—También me contó que eras muy impulsiva y que odiabas a tu padre. Por eso, después que dejaste lo de Sáenz te seguí, temiendo algún problema. Además, tengo que confesarte, estaba ansioso. Esperé sentado en mi volanta frente a la casa de tu abuelo. No pasó mucho y saliste como loca. Recuerdo que se me erizó la piel en ese momento. Jamás pensé que reaccionarías así, escapando de tu casa.
Juan Cruz le tomó las manos; las tenía heladas. Se las frotó un rato antes de continuar.
—Le dije al cochero que nos escoltara de lejos y te seguí a pie. La lluvia era intensa, pero podía escucharte llorar. No comprendía qué intentabas hacer, hasta que de pronto te vi, quieta en medio del fango, esperando a la volanta que se precipitaba a toda velocidad sobre ti. Bueno, te empujé, y con el golpe te desvaneciste. Los dos éramos un solo barro, oliendo a bosta de caballo, pero no me importó, te tenía entre mis brazos, por primera vez.
Juan Cruz se incorporó y se acercó a su esposa. La miró fijamente y no encontró rencor en sus ojos azules; sólo paz, y algo de picardía. La atrajo hacia él, y comenzó a besarla con frenesí. Al separarla de su pecho, Fiona, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, parecía estar en otro mundo. Cuando sintió en su hombro la mano firme y viril de de Silva, la besó con dulzura.
El frío del inminente amanecer los obligó a cubrirse otra vez con la manta. Fiona, acurrucada sobre él, comenzó a juguetear con el vello de su pecho.
—Estuve ayer con mi madre... Insiste en que debes escapar, el tal de Silva es un energúmeno, según ella —sonrió amargamente.
—También insiste en llamarlo Manuel, señor. —Fiona calló, a la espera una explicación.
—Juan Cruz Manuel de Silva, ése es mi nombre. Lo de Manuel va por mi padre.
Fiona se irguió como impulsada por un resorte.
—¿Por su padre? ¿¡Acaso su padre es Rosas!? —exclamó con espanto.
—No lo quieres demasiado, ¿verdad? —Rozó con los dedos los labios de su mujer—. No, Fiona. Dorrego era mi padre.
—¿Dorrego? ¿Qué Dorrego? —No podía creerlo—. ¿El coronel? ¿El que hace años fue gobernador? ¿El que fusiló Lavalle? —Lo vio asentir con los ojos cerrados. ¿Qué otro secreto le estaría ocultando de Silva, por Dios Santo?—. Era... era muy amigo de
Grandpa
—dijo como para sí Fiona. De pronto, se había puesto triste.
—Ya lo sé. —Una sombra nubló los ojos de Juan Cruz.
Fiona vio, como en un relámpago, toda la vulnerabilidad y el dolor que se reflejaba en el rostro adusto de su esposo. Lo acarició y lo besó en la mejilla.
—Señor... —le musitó Fiona.
Los brazos de Juan Cruz se cerraron alrededor de ella. Deseaba hacerla parte de su carne. Tenía miedo de separarla de su cuerpo, como si alguien fuese a arrebatársela.
—Está bien, Fiona. Ya todo pasó. Él murió y jamás se enteró de que había tenido un hijo con mi madre. Ya está. De veras... Ya nada de lo malo que ha habido en mi vida parece atormentarme ahora. No como antes. —Tomó el rostro de ella entre sus manos; el contraste entre el blanco de la piel de Fiona y el tostado de sus dedos lo enardeció—. Ahora estás tú; mi vida eres tú; eres mi paz, mi felicidad, todo. Nunca me abandones, Fiona, amor mío, nunca me dejes; eso sí no podría soportarlo. Ya no me odies tanto, por favor... Por favor... No me odies más... —Su boca rozó los labios de la joven y sus manos recorrieron las curvas de su cuerpo.
—No lo odio, señor... Yo no lo odio, no lo odio... —repetía Fiona entre suspiros entrecortados.
Pronto amaneció. No se dieron cuenta. Seguían haciendo el amor.
Fiona entró en la cocina y encontró a Maria sentada cerca del trébede. Lloraba sin consuelo, con su ajada estampa de San Patricio en una mano y, en la otra, un pañuelo empapado. Algunas de las sirvientas trataban de tranquilizarla. Fiona estaba desconcertada: no tenía la menor idea de qué podía sucederle. Pensó que tal vez se había peleado con Eliseo. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que eran amantes.
—Maria, ¿qué te pasa? Vamos, deja de llorar. Blanca, por favor, tráeme un poco de agua fresca —ordenó la joven.
—Fiona, Dios mío... ¿Cómo haré para decírtelo?
Blanca dejó el vaso de agua sobre la mesa, cerca de Maria, y se retiró de allí. Fiona sintió una aguda opresión en el pecho.
—¿Qué pasa, Maria? —preguntó con miedo.
—Fiona... No se cómo decírtelo sin que...
—¿Le pasó algo a de Silva?
—No, mi niña, él está bien. Se trata... Se trata de... Camila. Los soldados de Rosas la atraparon, a ella y al curita. Los traen para Santos Lugares.
—¡No, por Dios!