Los peones, asombrados, la veían como una aparición. Algunos, más atrevidos, no le quitaban la vista del escote. Se acercó a un gaipo de hombres empeñados en una tarea.
—¡Sanc Nietél! —llamó la joven.
Los hombres interrumpieron el trabajo y la miraron, intrigados. El indio Sanc se apartó del resto, y se encaminó hacia Fiona. Al llegar cerca de la patrona, se quitó el sombrero de paja y comenzó a retorcerlo entre las manos.
—¡Señora de Silva! ¡Qué gusto, patrona!
—¿Cómo anda esa pierna? —preguntó Fiona, señalándole el lugar de la herida.
—¿Y cómo quiere que ande si tuve la mejor de las doctoras?
Ambos rieron al unisono. Después, la joven le preguntó por su familia. El indio se mostró preocupado: días atrás, su hija Ayelén se había escapado con un muchacho y aún no conocían su paradero. Fiona preguntó si podía hacer algo por él; Sanc respondió que no.
—¿Busca al patrón, señora?
Fiona asintió.
—Está en el cobertizo. Ahí, mire... —Le señaló un granero a unos metros.
Fiona se despidió del indio y se encaminó a donde le había indicado. Se asomó al portón del cobertizo, casi con miedo. Quedó atónita. Juan Cruz estaba con el torso desnudo, llevaba puestos unos pantalones blancos que le llegaban a las rodillas, y tenía el cabello tomado en una coleta a la altura de la nuca. Luchaba con un ternero que parecía tener la fuerza de diez hombres. Los músculos de sus brazos y sus pantorrillas se tensaban sensualmente a medida que la faena se ponía más dura. La transpiración empapaba su cuerpo, haciéndole brillar la piel. Finalmente, lo doblegó. El animal había quedado atrapado entre las manos de de Silva, que le presionaba su cogote con una de sus rodillas y, de ese modo, le impedía mover la cabeza.
—¡Quédate quieto! —gritó de Silva—. ¡Zoilo, pásame el linimento! —ordenó a uno de los peones.
Fiona pudo ver una serie de heridas repugnantes en el lomo del ternero. De Silva hundió la mano dentro del balde que contenía el mejunje y untó las lesiones con cuidado.
—Un minuto más, quédate quieto sólo un momento más —murmuraba Juan Cruz.
Ni de Silva ni los tres peones que lo rodeaban habían reparado en ella, medio oculta tras el portón. Estaba hipnotizada por la escena: no podía dejar de mirar. Nunca lo había visto trabajar. Parecía otra persona, con ese atuendo rústico, las manos embadurnadas con el linimento y el rostro encarnado. A Fiona le resultó irresistible.
— Juan Cruz... —llamó con suavidad.
Los tres peones y de Silva se dieron vuelta al mismo tiempo, azorados. En otras circunstancias, de Silva se habría sorprendido de verla aparecer por allí. Ahora, casi no había tenido tiempo de pensar en eso. Sólo podía pensar en que aquella era la primera vez que la voz erótica y envolvente de Fiona lo había llamado por su nombre.
Los ayudantes se dieron cuenta de que estaban de más y abandonaron sigilosamente el granero. Ya solos, Fiona avanzó unos pasos hacia su esposo, que todavía enmudecido por lo que acababa de escuchar, se limpiaba las manos con estopa.
—Vamos a tener un bebé —anunció Fiona.
De Silva enarcó las cejas. La estopa se le resbaló de las manos. No podía moverse, estaba como clavado al suelo. Lo había deseado tanto... Ya comenzaba a temer que no pudieran tener niños, y él anhelaba ver la casa llena de chiquillos.
—Fiona... —Fue todo lo que pudo decir.
Se acercó a ella y la contempló largamente. "En su estado, debería dejarla tranquila", pensó. Pero no pudo. La tomó por asalto, como solía hacer. Ella sintió que una de las manos de él se aferraba a la parte más fina de su cintura, en tanto la otra recorría amorosamente su escote.
Después, mientras la sostenía con un brazo, estiró el otro todo lo que pudo para cerrar la puerta del granero. Una vez que hubo echado el cerrojo, la apoyó contra la pared de madera y la besó febrilmente. Sentía que las manos de Fiona recorrían su espalda desnuda, y escuchaba los suspiros entrecortados y los pequeños gemidos que escapaban de su boca entreabierta.
La encaramó en sus brazos, la llevó hasta un montón de heno sobre el cual se desplegaba una manta, y la depositó delicadamente en ella.
Desde allí, Fiona pudo ver cómo Juan Cruz se quitaba los pantalones, cómo se dejaba caer lentamente sobre ella hasta quedar con las rodillas clavadas en la manta, a los costados de su cuerpo, pudo sentir cómo la despojaba con destreza del vestido y la bata de cotilla, y, por fin, cómo sus senos, con los pezones endurecidos por la excitación, se revelaban ante él.
—Fiona... Fiona... —susurró mientras lamía su piel y sus pechos con avidez.
Fiona deseaba sentirlo dentro de sí, deseaba verlo mecerse sobre ella enloquecido de deseo. En esos momentos de Silva era completamente suyo.
—¿Qué haces de mí? —preguntó él.con voz ronca— . Me tienes a tus pies como vencido en una batalla... Podrías hacer de mí lo que quisieras. En cambio, me haces el hombre más feliz del mundo —siguió murmurando, sin despegar los labios de su cuello.
—Te amo... te amo... —musitó Fiona.
Por un momento, el delirio de Juan Cruz se interrumpió al escucharla. Entonces, sonrió de dicha.
—Yo también te amo, amor mío. Te amo desde siempre, desde el primer momento que te vi... Tan hermosa, tan sensual...
Llevó los labios al rostro de Fiona y la besó en todas partes.
Por primera vez, Fiona había sido completamente libre con él, había dejado escapar los sentimientos que hacía tiempo la confundían. Se sentían plenas haciendo el amor allí, en medio de un granero. De Silva, sucio y transpirado; ella, desnuda sobre una manta áspera.
Juan Cruz descargó su virilidad dentro de Fiona; después, la escuchó gemir y jadear cuando el orgasmo llenó su cuerpo de placer.
Como de Silva debía recorrer las estancias del sur de la provincia, Fiona dispuso pasar unos días en casa de sus abuelos. A Juan Cruz, la idea de dejarla por unas semanas no lo convencía. Pero debía cumplir con lo que Rosas le había pedido; los últimos malones habían destruido varias construcciones y robado cientos de vacas; su presencia era imperiosa: él era el único que podía evaluar los daños y disponer medidas de vigilancia.
Fiona estaba bien; además, las descomposturas matinales que la habían aquejado los primeros días ya habían desaparecido.
Juan Cruz la veía más hermosa que nunca. Y no perdía ocasión de decírselo. Como cuando Fiona tocaba el piano, y él, sentado a horcajadas detrás de ella, comenzaba a acariciarla y a besarla en el cuello. Llegaba un momento en que se sentía tan excitada que tenía que dejar de tocar, y lo único que deseaba era que le hiciera el amor allí mismo.
Fiona reía sin ningún recato cuando Maria, bajando el rostro y farfullando las palabras, le preguntaba si de Silva...
—... Bueno... Tú sabes... No es bueno en estos primeros meses de preñez...
—¿Qué no es bueno? —Fiona la instaba a seguir, sabiendo lo que le costaba a la mestiza.
—¡Fiona, niña, tú sabes!
En ese momento, la joven soltaba la carcajada.
—¿Y quién lo detiene a de Silva, Maria? No pude hacerlo cuando me horrorizaba la idea de que me tocara, menos ahora que me enloquece que lo haga.
—¡Fiona! ¡Dios y Ave María Purísima! —Maria se santiguaba mil veces.
Finalmente, al día siguiente que Juan Cruz partió hacia el sur, Fiona viajó a Buenos Aires acompañada por Eliseo y Maria. Ya había empezado a extrañarlo. La noche antes de que él se fuera la despedida había sido larga y fogosa. No podía creer lo que estaba viviendo junto a ese hombre, el hombre al que ella creyó odiar. Ahora se entregaba a él, en cuerpo y alma, y eso la hacía sentirse la mujer más dichosa del mundo; y no sólo eran sus besos, sus palabras, sus manos que le habían conquistado cada rincón del cuerpo. De Silva era tal y como ella había imaginado al hombre de sus sueños. Inteligente, sagaz, a veces frío y calculador, a veces malo, a veces bueno. Todo la colmaba de deseo. Sus arrebatos de furia y de pasión, cuando la tomaba de la cintura por sorpresa, en el momento menos esperado. Sus arrebatos de bondad, cuando le acariciaba la mejilla y le contaba una anécdota de su infancia. Fiona lo amaba. Siempre.
Llegó a la ciudad y lo primero que hizo fue visitar la Iglesia del Socorro; deseaba rezar por Camila y el curita tucumano. No lloró, sólo recordó las palabras que Juan Cruz le había dicho días atrás.
—Camila y el cura sabían a lo que se exponían cuando se escaparon, Fiona. Pero ése era su deseo, eso era lo que más anhelaban en la vida: estar juntos. Lo arriesgaron todo y murieron luchando por algo en lo que creían, y que los hacía felices.
Era cierto, Camila había muerto luchando por lo que más amaba. Suspiró. Pensó que, seguramente, en el cielo, Dios había reservado un lugar para ellos. Se persignó y salió a la calle. Se sentía más aliviada. Era hora de ir a casa de su abuelo.
En lo de Malone la esperaban ansiosos. Días antes, Eliseo había llevado la buena nueva y, desde ese momento, el abuelo Sean y los demás no habían podido con su ansiedad.
—Se va a llamar Sean —sentenciaba, muy seriamente, el futuro bisabuelo.
—¡Cállate, irlandés vanidoso! —lo reconvenía su esposa—. Ni siquiera sabes si será varón.
—¡Por supuesto que lo será! —afirmaba él, desafiante.
Fue una bienvenida muy emotiva.
Aunt
Ana y Brigid lloriqueaban; Imelda, que ya se había casado con Senillosa, la abrazó sinceramente; y Sean... Sean no pudo hablar, sólo se limitó a estrecharla entre sus brazos. Seguía siendo tan menuda como cuando niña y parecía que se le perdía en el pecho.
Todo aquello era extraño. En general, las familias ocultaban la llegada de los niños. Las mujeres encintas disimulaban el vientre con ropas apropiadas y, en los últimos meses, ni se asomaban a la puerta. Pero en lo de Malone, no. Ellos estaban felices con el embarazo de Fiona y les importaban un comino las costumbres de la sociedad.
Aunque pasó unos días magníficos en casa de
Grandpa
, no había momento en que no rememorara a Juan Cruz. A veces, se angustiaba pensando en los peligros que lo acecharían cerca de la última frontera. Lo único que la consolaba era la certeza de que su esposo era un hombre hábil y conocía la zona como el mejor de los baquianos.
Durante su estancia en Buenos Aires, ella y Maria se aprovisionaron de todo lo necesario para preparar el ajuar con que el pequeño de Silva se encontraría al llegar a este mundo: lana, telas, agujas, hilos de colores, puntillas y encajes. Pasaban tardes enteras confeccionando las ropitas del bebé, cosiendo las sábanas para la cuna, haciendo los pañales, cortando el tul del moisés.
Coquita llamó a la puerta del dormitorio de Fiona.
—Adelante —dijo Fiona desde adentro.
—¿Niña Fiona?
—Sí, Coquita, aquí estoy.
—Hay una señorita que la busca.
—¿A mi? — preguntó sorprendida—. ¿A esta hora? —Era la siesta y, como hacía un calor intenso, la familia entera dormía.
—No me acuerdo el nombre, niña. Es más difícil que hacer gárgaras boca abajo. Es algo así como... —Pensó un rato—. No sé, no me acuerdo —dijo, por fin.
—Está bien, Coquita, ya voy.
Al entrar en la sala principal, se encontró con una señora de mediana edad, hermosamente ataviada, de figura atractiva. Su rostro, algo envejecido, conservaba no obstante su belleza.
—Buenas tardes —saludó Fiona.
La mujer se apresuró a levantarse del canapé. Se aproximó lentamente, con un andar sensual y estudiado. Se miraron directo a los ojos.
—Buenas tardes, señora de Silva —respondió la mujer—. Mi nombre es Cloé Despontin.
Cloé Despontin estaba desnuda, tendida en la cama. Miraba sin demasiado entusiasmo al hombre que, a unos pocos pasos, había comenzado a vestirse. Un joven lleno de bríos, pensó. Tenía que reconocerlo, no la había pasado tan mal con él, pero, haber saboreado lo mejor en otra época la había convertido en una mujer muy exigente.
El joven se abrochó los pantalones y comenzó a ponerse la camisa. Por un momento, la contempló en silencio. Hacía un tiempo que eran amantes y nunca podía ser tierno con ella después de hacerle el amor. ¡Bah!, el amor. El amor, se dijo, sólo lo habría hecho con Fiona, no con ella, una vieja prostituta venida a menos.
—Mañana, la Malone estará en casa de su abuelo —comentó el hombre, mientras se calzaba uno de los zapatos.
La mujer no pareció inmutarse.
—El imbécil de de Silva está en el sur, trabajando en las estancias de Rosas. Es el momento indicado para que lo hagas. ¿Me escuchas?
—Sí —respondió la mujer, cortante.
—¿Tienes claro todo o debo repetírtelo?
—No.
—¿No qué?
—No hace falta que lo repitas —aclaró ella, sin importarle el repentino enojo de su amante.
El hombre se acercó al espejo del tocador y se pasó un peine por el pelo. Después, se miró de cerca los ojos: los tenía llenos de derrames; mejor sería dormir un poco. Últimamente, no lograba conciliar el sueño ni media hora seguida. Este tema lo mantenía en vilo, algunas piezas no lograban encajar. De todos modos, ya era demasiado tarde para echarse atrás, había demasiado en juego. Recogió el saco, aún tirado en el suelo, y se dispuso a salir.
—¡Soler! —lo llamó la mujer. Había abandonado el lecho y se acercaba a él—. ¿No vas a despedirte?
—No hace falta que finjas conmigo, Cloé —La miró con cierta compasión—. Te dejé el sobre con el dinero en el mueble de la sala. Hazlo mañana, a la hora de la siesta, cuando todos duermen. —Cerró la puerta y se marchó.
Ya en la calle, Mateo, el cochero de Cloé, le alcanzó el caballo. Soler galopó de prisa hasta su casa, cerca de la Plaza de la Victoria. Entró como loco, llamando a gritos a su sirviente.
El hombre se apersonó temblando. Conocía los momentos de desquicio de su amo y le temía.
Soler le ordenó preparar un baúl con ropa para diez días. Irían al campo. Había decidido desaparecer de Buenos Aires hasta que el plan se hubiese llevado a cabo.
Cuando entró en su dormitorio, el sirviente ya preparaba las mudas. Soler se encaminó al ropero dispuesto a encargarse del resto. Entre las cosas del cajón, tomó un pañuelo de encaje blanco. Era de Fiona. Se lo había escamoteado en una tertulia tiempo atrás, mientras bailaban el vals. Recordó con una sonrisa el desconcierto de la joven mientras lo buscaba por todas partes. Él mismo había ayudado en la búsqueda.