Bodas de odio (30 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—¿En qué mierda estabas pensando cuando se te ocurrió venir a ver a Rosas? —bramó de Silva súbitamente.

Fiona tembló; se hizo para atrás y se hundió en el cojín del asiento. Tenía deseos de llorar y le costaba mucho contenerse. Aunque no era la furia de su esposo lo que más la atemorizaba; temía que su reacción arrebatada con el gobernador hubiese empeorado la situación de Camila.

—¡Contéstame! —vociferó nuevamente Juan Cruz.

—¡En salvarle la vida a mi amiga! ¡En eso estaba pensando! —gritó Fiona más fuerte que él. Su voz sonó firme y eso la llenó de valor. Se incorporó y lo enfrentó. Se sostuvieron la mirada; tenían los rostros desencajados, rojos de cólera.

Juan Cruz, lanzó un resuello de hartazgo y se tiró para atrás, apartando la vista de su mujer.

—Con la escenita que te montaste recién terminaste de enterrar a tu amiga —dijo de Silva al cabo, en un tono más calmo, aunque lleno de sarcasmo.

Al escuchar esas palabras, Fiona sintió como si le asestaran un golpe en el pecho. Por un instante, le faltó el aire; se formó un vacío a su alrededor y no escuchaba ni veía nada. Todo se había vuelto oscuro en torno a ella.

De Silva notó que su esposa empalidecía y que respiraba con dificultad. Tenía los labios morados y la mirada vidriosa. Prestamente, Juan Cruz se sentó a su lado y le tomó las manos heladas.

—¡Fiona! ¿Qué te pasa? —La tomó por los hombros y la sacudió.

La joven no reaccionaba; sus ojos, excesivamente abiertos, habían perdido su brillo natural. Él continuaba llamándola, pero Fiona no respondía.

Juan Cruz abrió una pequeña puerta bajo la ventanilla y sacó una botella. Le quitó el corcho con los dientes y la acercó a la nariz de su esposa. El olor fuerte de la bebida la inundó, y comenzó a respirar ruidosamente.

—Toma un trago de esto, vamos... —Juan Cruz le acercó la botella a los labios y vertió un poco del líquido en su boca. Fiona sintió que se quemaba por dentro. De todos modos, la bebida la ayudó; al rato había superado la crisis, aunque estaba muy mareada.

De Silva la atrajo hacia su pecho y la envolvió con sus brazos. Ella aún temblaba y sus manos seguían frías.

Al sentir la ternura de su esposo, Fiona se largó a llorar como una magdalena. De Silva la apretujó más aún y comenzó a susurrarle palabras de consuelo.

Juan Cruz se maldijo por haberle dicho eso y deseó poder volver el tiempo atrás. No soportaba verla así; quería que el sufrimiento de su pequeña Fiona terminara rápidamente, que se esfumara, y que ella volviera a sonreír. Pero no lo conseguía, no sabía cómo hacerlo; nunca había sentido la impotencia que lo abrumaba en ese momento. ¿Impotencia él? Nada le resultaba imposible para provocarle esa sensación; él podía con todo. Pero Fiona... Fiona siempre le hacía vivir cosas nuevas.

—Por... por mi culpa... la.., la va a matar... —dijo la joven, entre palabras ahogadas.

—No, pequeña. Tú no tienes nada que ver en este asunto.

Fiona permaneció callada un momento. Quería calmarse para hablar con de Silva. Necesitaba conocer las consecuencias de su exabrupto con el gobernador.

—Usted me dijo recién que yo había terminado de ente...

—Lo dije en un momento de rabia —la interrumpió de Silva—. No es cierto; olvídalo ya —le pidió.

Juan Cruz pensó que, en realidad, tendría que reprenderla por lo que había hecho en casa de don Juan Manuel. Presentarse así en el estudio del gobernador, mediar por la O'Gorman, echarle en cara a Rosas que él no tenía autoridad moral para juzgar a Camila... ¡Dios Santo! Sintió frío al recordar lo que su esposa acababa de hacer. Sin embargo, debía aceptarlo, se sentía orgulloso de ella; era la mujer más valiente que había conocido. Finalmente, de Silva decidió dejar la reprimenda para otro momento.

Si bien Fiona ya se había calmado, continuaba apoyada sobre el pecho de su esposo, entre sus brazos. No quería que Juan Cruz dejara de abrazarla; así se sentía segura y tranquila, sensaciones que hacía días no experimentaba, desde que los soldados tomaran prisioneros a Camila y a Ladislao.

Fiona suspiró, y de Silva le besó la coronilla. En ese momento, mientras escuchaba los latidos del corazón de Juan Cruz, y sentía sus fuertes manos alrededor de su cintura le pareció que todo estaba bien.

De Silva dejó pasar unos días antes de volver a Palermo para hablar con Rosas y pedirle disculpas. Aunque sabía que Fiona tenía razón, también era consciente de que su genio impulsivo la había llevado a obrar de la peor manera. Sentía que debía recomponer las cosas. Conocía demasiado bien al Restaurador para dejarlas libradas al azar. Y a pesar de que Camila y Gutiérrez seguían con vida, por nada del mundo mencionaría el asunto.

—¡Crucito! —exclamó Rosas al verlo traspasar la puerta de su estudio.

—¡Viva la Santa Federación! —proclamó Juan Cruz mirando a los edecanes, que le contestaron lo mismo, al unísono.

—Don Juan Manuel —le extendió la mano—. Necesito hablar con usted, en privado.

—¡Reyes! Despacha a los escribientes; que continúen con el trabajo en la otra sala.

—Sí, señor —susurró el hombre, al tiempo que hacía una seña a los jovencitos sentados en torno al escritorio.

Rápidamente, todos dejaron la habitación. Rosas se acercó al canapé donde dormía el Padre Viguá y le propinó un puntapié en las asentaderas.

—¡Fuera de aquí, perro pulgoso! —gritó.

El idiota salió despedido del sillón.

—¡Vamos! ¡Fuera de aquí he dicho!

Cuando quedaron solos, el gobernador lo invitó a hablar.

—Ahora sí, Crucito, dime qué te trae por aquí.

—En nombre de mi esposa, donJuan Manuel, he venido a pedirle disculpas por la escena del otro día.

Rosas lo miró fijamente unos instantes. Juan Cruz le sostuvo la mirada. El dictador bajó el rostro y comenzó a caminar por la habitación.

—Y, ¿por qué no ha venido ella misma?

—Está indispuesta; pero me ha pedido que venga personalmente a entregarle esta carta y a rogarle su perdón. Sabe que se comportó como una caprichosa y una maleducada.

De Silva sacó de su levita un sobre lacrado y se lo entregó a Rosas.

Había resultado imposible arrastrar a Fiona a casa del gobernador. Se había puesto como loca cuando Juan Cruz le ordenó que lo hiciera, y por más que la amenazó de mil maneras, no consiguió nada. Tan sólo le arrancó unas palabras escritas, lacónicas y falsas, en las que le pedía perdón.

—Está bien —dijo Rosas, después de leer en silencio la esquela—. Pero déjame decirte, Juan Cruz, que tienes una mujer muy peligrosa a tu lado. Una mujer que puede llevarte a la perdición si no la controlas. Es más: si no le enseñas a comportarse, conseguirá arruinarte. Se parece a la O'Gorman. con todas esas estupideces románticas. —Rosas, muy serio, no le quitaba los ojos de encima a de Silvia—. No sólo es una malcriada. Además, está llena de las ideas unitarias del abuelo.

—¿Ideas unitarias? ¿De qué habla, don Juan Manuel? No, Fiona es fiel a la causa federal. ¿Usted cree que me habría casado con ella si hubiera dudado por un instante de su lealtad a la causa? No, mi esposa es tan federal como yo. Reconozco que es una joven díscola e impulsiva y, en ocasiones, no siente lo que dice; pero de ahí a ser unitaria... No, donJuan Manuel, se lo juro. Lo que sucede es que Fiona adora a Camila. Son como hermanas, se criaron juntas, usted lo sabe; y todo esto la tiene muy mal. Pero nada más que eso. Nada más...

Rosas percibió que su protegido sentía miedo. ¿Tanto amaba a esa jovencita que era capaz de urdir esa mentira para hacerle creer que ella estaba arrepentida y bregaba por su perdón?

—Sé que su abuelo es lector asiduo de los diarios de Montevideo y Santiago. Tiene algún contacto en el exterior y así los consigue. Su familia jamás participa de las tertulias federales; en cambio, siempre anclan de amigos con todos los que tengo tildados de asquerosos unitarios. Mi cuñada dice que llevan las divisas federales más pequeñas de toda la Confederación, que hay que revisarlos con lupa para descubrírselas.

Aunque no lo mencionó, Rosas tenía muy fresca en su memoria la rebelión del cuarenta. No podía olvidar que Malone había ayudado a muchos unitarios a cruzar a Montevideo o a llegar a Chile; una espina clavada en el costado que desde hacía muchos años el gobernador deseaba arrancar.

—Entonces, Crucito, ¿qué puedo pensar de todo eso? Después, su nieta irrumpe en mi escritorio y me insulta y me agravia como nadie jamás se atrevió a hacerlo. Es demasiado, ¿no crees? —Tomó por los hombros a Juan Cruz y se los apretó hasta hacerle doler los huesos—. Entiende que por mucho menos la habría mandado fusilar. Pero estás tú en el medio y por eso no haré nada.

La afirmación de Rosas sonó a mentira en los oídos de de Silva.

Capítulo 14

Había pasado más de un mes desde la muerte de Camila, y Fiona no lograba sobreponerse al dolor y a la tristeza de lo que para ella no había sido otra cosa que un crimen. Callada y taciturna, resultaba difícil arrancarle una sonrisa.

De Silva no podía quitarse de la cabeza esa mañana del 18 de agosto de 1848. Eliseo había sido enviado a Santos Lugares para traer noticias y cuando llegó con el anuncio de que Camila y su curita habían sido fusilados, Fiona empezó a temblar. No lloraba, tan sólo temblaba. De Silva la abrazaba muy fuerte, pero el cuerpo de Fiona continuaba estremeciéndose.

Con dificultad, le hicieron beber un poco de láudano. Una hora más tarde descansaba en cama, con un sueño intranquilo, desasosegado, murmurando incongruencias.

"¡Dios mío, no permitas que a ella le suceda lo mismo!", suplicaba su esposo. Juan Cruz no podía dejar de pensar en Catusha.

Fiona jamás lloró. Después de aquel día, se abismó en un largo y profundo silencio. Juan Cruz habría preferido que gritara y pataleara, que lo culpara a él de esa desgracia si era necesario. Su deseo no se cumplió.

Estaba abatido; no soportaba ver a Fiona en aquel estado. Llegó a odiar a Camila; estaba celoso de ella. No podía dejar de preguntarse si Fiona sería capaz de sufrir por él tanto como por la O'Gorman. Y la idea de que él no era motivo suficiente para que Fiona recuperase la alegría de vivir lo lastimaba como nada.

Catusha visitaba la casa grande casi todos los días. Era una excelente compañía para Fiona; solía hablarle de tonteras y, por momentos, la hacía olvidar su pena. Además, leían juntas y, a veces, hasta tocaban el piano.

Una de las tantas mañanas en que Fiona, sin ánimos para salir de la cama, había pedido que le llevaran el desayuno a su dormitorio, Catusha se apareció por allí con la bandeja del té. Al principio, Fiona se sintió incómoda; no era ése el lugar ni eran ésas las circunstancias en que solían encontrarse. Sin embargo, la naturalidad con que Catusha arrimó una silla al borde de la cama y se sentó frente a ella, con las manos cruzadas sobre el regazo, hizo que pronto su malestar se disipara.

—Nadie mejor que yo puede comprenderte en este momento —dijo Catusha con sencillez.

Era la primera vez, desde la muerte de Camila, que le hablaba en ese tono. Hasta ese día había actuado como si no estuviera enterada de la tragedia. Fiona la miró expectante.

—Yo conozco tanto tu dolor, querida, tanto... —continuó la mujer—. Es como si te hubiesen clavado un puñal aquí, en el corazón, y lo revolviesen dentro, una y otra vez. Duele tanto... Tanto que sientes que enloquecerás del sufrimiento. Tal vez por eso no estoy del todo cuerda... —Sonrió, con amargura—. Cuando fusilaron a mi Manuel, yo... —Por un momento, la voz de Catusha se quebró, pero no tardó en sobreponerse—. Yo sé, Fiona, por qué mi hijo me odia. Él piensa que yo enloquecí cuando quedé embarazada de él. No... Yo estaba feliz llevándolo en mi vientre. Era tan feliz... ¡Pobre angelito mío! ¡Cuánto lo he hecho sufrir! Hijita. no cometas el mismo error que yo. No pierdas lo mejor de tu vida por alguien que ya nunca más estará a tu lado. No lo hagas, Fiona. Debes reponerte y volver a ser la misma joven llena de vitalidad que siempre has sido. Hazlo por él, no le hagas más daño del que yo le hice. Te lo suplico.

—¡Mamá!

Las mujeres se sobresaltaron. La figura imponente de de Silva en la puerta las sobrecogió.

—Vamos, mamá; Fiona debe descansar —dijo Juan Cruz, con auténtica preocupación.

Catusha y Fiona cruzaron una mirada cómplice.

Desde aquel día en que Catusha se mostrara tan sensata, Fiona comenzó a sentirse mejor y, poco a poco, recuperó sus ganas de vivir. Volvió a sus paseos por la estancia, a visitar las casas de los peones, a remojar los pies en la fuente de las macetas. En fin, se sentía otra vez ella misma.

Uno de esos días, justamente, sintió de pronto que algo nuevo, desconocido, estaba ocurriendo en su cuerpo. Nunca supo cómo se había dado cuenta. Lo sintió, así, de repente: estaba embarazada. Y, aunque estaba segura de que no se equivocaba, decidió esperar unos días antes de decírselo a Juan Cruz. No serían muchos de todos modos: el retraso de su regla le daría la confirmación antes de una semana.

La mañana que tuvo la certidumbre definitiva de su embarazo se arregló con un delicado vestido de seda rosa pálido que antes no había querida usar, segura de que no combinaba con su cabello rojo. Ese día se sentía distinta y le pareció que era el mejor vestido. La bata de cotilla, ajustada a su cuerpo, era de muselina transparente del color del vestido, y le acentuaba las curvas de los senos y las caderas. Se dejó la cabellera suelta, lacia, sin importarle que no se usara así. Desarmó una hortensia y colocó) sus florecillas desordenadamente entre los cabellos. Coloreó un poco más sus pómulos y se remarcó los labios.

—Eliseo, ¿has visto a de Silva esta mañana?

Temía que se hubiese marchado a la ciudad. Últimamente, viajaba muy a menudo y de improviso.

—Sí, niña. Está en el granero chico, con unos peones —respondió Eliseo,

El granero chico estaba bastante alejado de la mansión, por el camino de la alameda. Fiona se detuvo unos instantes al comienzo del recorrido. La espesa bruma matinal parecía disiparse entre las copas de los álamos. Inspiró profundamente la brisa fresca, llena de olor a campo, y se sintió muy bien.

Dejó atrás la arboleda y comenzó a aproximarse a la zona de más movimiento de la estancia. A de Silva no le gustaba que frecuentara ese lugar, de modo que ella prácticamente no iba nunca. Allí estaban las potreros donde juntaban el rodeo de vacas, los graneros donde almacenaban la alfalfa, los abrevaderos, los corrales con las ovejas. No entendía por qué Juan Cruz le prohibía acercarse a ese sitio.

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