—Si me permite, estimado Soler... No he podido disfrutar de mi esposa en toda la noche.
La tomó por la cintura, la hizo girar en el aire y se la llevó lejos de allí.
—Gracias por salvarme, señor —dijo Fiona, divertida.
—¿Por qué aceptaste bailar con él, entonces? Conmigo no tuviste demasiados reparos en lo de Mercedes Sáenz aquella vez.
El tono de su voz la desconcertó. ¿Estaba celoso?
—Usted no tiene mucho que reprocharme, señor de Silva. No hay tertulia en la que no baile con esa estúpida de Clelia.
—¿Estás celosa, Fiona Malone?
—Ni lo sueñe, de Silva. Sólo digo que usted no tiene autoridad moral para recriminarme con quién bailo porque usted no elige demasiado bien a su compañía.
Estaba furibunda y eso lo fascinaba.
—¡No puedo creerlo! Tú me dices "gracias" por salvarte de Soler y ahora resulto ser yo el que elige mal sus compañeras de vals.
—Mire, señor, que yo no haya podido negarme a Soler porque desde que llegué ha estado asediándome, no es mi culpa. En todo caso es culpa suya. Sí, suya —repitió con vehemencia cuando Juan Cruz alzó las cejas, sorprendido—, por haberme dejado tanto tiempo sola. De todas formas, eso no significa que Clelia Coloma no sea la mujer más melindrosa, afectada, vacua, estúpida... ¡Uyy!
Dio media vuelta y se dispuso a dejar el salón.
—¡Ey, detente! —Juan Cruz alzó la voz involuntariamente y, aferrándola por el brazo, la hizo volver sobre sus pasos—. No volveré a dejarte sola esta noche. Eres demasiado hermosa para andar por ahí sin mí —musitó cerca de su rostro, y la besó en la mejilla.
Tal como había prometido, no volvió a separarse de ella en lo que duró la fiesta. Soler tuvo que conformarse con contemplarla como si se tratase de una obra de arte en un museo.
Al día siguiente, cuando Juan Cruz entró en su casa nueva de la ciudad se encontró con que Soler, sentado en el sillón de la sala, conversaba animadamente con Fiona. Hablaba en un tono bajo y meloso, y sonreía todo el tiempo.
Fiona advirtió en seguida la expresión de enfado que ensombrecía el rostro de Juan Cruz.
—Buenas tardes, señor —lo saludó mientras se incorporaba—. Soler lo está esper... —se interrumpió, incómoda, al darse cuenta de que su marido no le prestaba la menor atención.
Juan Cruz estiró la mano hacia el visitante
—¿Qué lo trae por aquí, Soler? —preguntó, en un tono deliberadamente neutro.
—¿Cómo está usted, de Silva? Antes que nada, lo felicito por su nueva casa; es muy confortable.
Juan Cruz se limitó a hacer un movimiento casi imperceptible con la cabeza.
—Lo que me trae por aquí es algo que desde hace tiempo le vengo comentando —explicó Soler.
En ese momento, de Silva clavó los ojos umbríos en los de su mujer y el mensaje fue claro.
—Si me permiten, caballeros, les haré preparar algo fresco.
Fiona, angustiada, abandonó el lugar con la certeza de que su esposo estaba furioso con ella. No comprendía por qué.
De Silva y Soler esperaron hasta que Fiona desapareció de la vista. Juan Cruz advirtió con disgusto que la mirada del mazorquero se demoraba indiscretamente en el meneo natural de las caderas de Fiona.
—Tome asiento, Soler —Las palabras de de Silva sonaron más a orden que a invitación.
—Gracias. Como le estaba diciendo, don Juan Cruz, he venido por algo que usted ya conoce de sobra.
El hombre hizo una pausa para encender un cigarro. De Silva se apresuró y sacó su yesquero.
—Gracias —dijo Soler después de la primera pitada—. He tenido una conversación con el coronel Salomón. Hoy he venido, justamente, a pedirle una vez más, en su nombre, que se incorpore usted a la Sociedad Popular.
El coronel Salomón, un gordo bastante desagradable, de rostro redondo como una rueda, con carnes que le colgaban de la papada, ojos pequeños y demasiado juntos, nariz violácea y deformada por el exceso de bebida, y labios color hígado, era dueño de una pulpería y, también, presidente de la Mazorca, o Sociedad Popular, como se la conocía oficialmente. Cientos de cabezas estaqueadas en la Plaza de la Victoria habían sido colocadas allí por su propia mano; varios cuerpos embadurnados con brea habían ardido lentamente gracias a su yesquero; era un personaje siniestro, de esos que las autoridades saben aprovechar muy bien para sus fines. Juan Cruz no quería que la lengua repugnante de ese cristiano tuviera la oportunidad de mencionar su nombre siquiera. Él no era un santo, pero tampoco era una bestia.
—Usted sabe, don Juan Cruz, el honor que sería para nosotros que usted integrara nuestro comité directivo. Eso sí, usted entraría a la Sociedad como secretario general, con toda la autoridad que emana de ese cargo, y gozando de todas las prerrogativas de los socios populares más antiguos.
Para la Mazorca, tener a Juan Cruz entre sus huestes era beneficioso desde dos puntos de vista. Primero, era uno de los mejores con el facón y con el trabuco. Por sus venas corría agua helada y no hesitaba un segundo si había que derramar sangre por el bien de la causa. Era una leyenda entre la gente del campo y de la ciudad. Se le conocían grandes hazañas y se murmuraba que la vida de Lavalle había terminado siete años atrás en Jujuy a manos de él. Segundo, era el hombre de confianza de Rosas. Nadie estaba más cerca del gobernador que él y eso era más valioso aún que lo anterior. Salomón lo quería en la Mazorca como fuera y Soler lo deseaba cerca en alguna revuelta con los unitarios. Porque en una circunstancia así, ¿quién podría afirmar que la bala que lo matara no provenía de un salvaje unitario? En esos disturbios, uno nunca sabía de qué lado vendría la muerte.
—Señor Soler, creo que hemos hablado muchas veces de este tema.
—Lo sé. De todos modos, nosotros no perdemos las esperanzas de contar con usted, señor. Como le dije, Salomón en persona me pidió que viniera a verlo. Su ayuda sería muy valiosa para la Confederación — se apresuró a explicar Soler.
—El Brigadier Rosas conoce mejor que nadie mi devoción a la causa. Mi apoyo a las decisiones del gobernador es total y no hay cosa más importante para mí que defender a la Confederación de esos asquerosos unitarios. Pero...
Se detuvo cuando vio que la sirvienta cruzaba la puerta con una bandeja.
—¿Gusta usted un poco de limonada, Soler?
—Sí, gracias. Este calor que no afloja... —comentó el mazorquero, enjugándose la frente con un pañuelo. Luego, tomó el vaso que le ofrecía la mulata.
De Silva observaba a Soler a través del cristal de su copa, con ojos serios y taimados.
—Como le decía, Soler, mi devoción a la causa se expresa en otras acciones, que el gobernador conoce y aprecia tanto como las de ustedes. Mis negocios hacen cada vez más próspera la economía de la provincia y enriquecen los lazos con grandes naciones del mundo. Además, la administración de las estancias del gobernador me lleva mucho tiempo. No, Soler, le agradezco enormemente a usted por la molestia, y al coronel Salomón por considerarme tanto, pero no creo poder hacerme cargo de una función tan importante sin descuidar otras que no lo son menos.
—Parece muy convencido, don Juan Cruz.
Juan Cruz asintió sobriamente.
—Anoche, en lo de Riglos, lo vi muy animado conversando con esos gringos... —comentó Soler, como si quisiera congraciarse con él.
"Mientras tratabas de conquistar a mi mujer, maldito imbécil", pensó Juan Cruz, sin dejar de sonreírle.
—Bueno, ahí tiene usted. Ésos son negocios muy importantes, y el gobernador quiere que se concreten rápidamente. De esa manera les daríamos a las autoridades inglesas una pauta de que este bloqueo sin sentido debe terminar. La Argentina y la Inglaterra deben ser amigas, no enemigas.
Íntimamente, Juan Cruz sabía que con todo ese palabrerío vacío no había saciado su curiosidad.
En ese momento apareció Fiona. Soler pareció olvidarse de todo.
—Señora... —dijo el mazorquero, poniéndose de pie.
—Deseaba saber si apetecen algo más, señor —dijo Fiona sin apartar la vista de su esposo.
—No, está bien. El señor Soler ya se iba.
Soler, extasiado en la contemplación del rostro de Fiona, parecía no haber escuchado. De pronto, el mazorquero tomó conciencia de su comportamiento imprudente y afirmó:
—Sí, ya me iba, señora. Gracias por la limonada, estaba exquisita.
Los ojos de Soler, cargados de deseo, se posaban con insolencia en los labios de Fiona.
—Buenas tardes —lo despidió Fiona, mientras el visitante le besaba la mano. La joven se sobresaltó cuando sintió la humedad de la lengua de Soler sobre su piel, pero trató de componerse: no deseaba ningún escándalo. Retiró rápidamente la mano y bajó la vista. Aunque era demasiado tarde; de Silva se había dado cuenta.
—Lo acompaño, Soler —dijo Juan Cruz.
Lo tomó por el hombro, guiándolo hasta la puerta.
—Fiona, dile a Eliseo que aliste el caballo del señor Soler.
Cuando llegaron al zaguán, de Silva cerró la puerta tras de sí. La mirada que dispensó al mazorquero fue inequívocamente amenazante.
—¿Le parece que mi esposa es una mujer hermosa, señor Soler?
Soler, sorprendido, frunció el entrecejo; comenzó a levantar nerviosamente las comisuras de los labios.
—Señor de Silva... Bueno... Me sorprende, pues, la pregunta...
—¿Le parece o no, Soler?
Se había aproximado a él y le hablaba sin quitarle los ojos de encima. Soler, mucho más bajo, levantaba la cabeza para mirarlo.
—Bueno, señor de Silva, nadie puede negar que la señora de usted es muy hermosa...
No pudo continuar; de Silva lo había tomado por el cuello y lo arrastraba como a un niño. Por fin, tras apoyarlo contra una de las columnas de la entrada, le colocó una rodilla sobre la entrepierna del mazorquero.
—Por favor... por fa...
Soler no podía hablar; las enormes manos de de Silva se ceñían como tenazas a su garganta.
—Si vuelvo a descubrir que toca a mí esposa, o que simplemente, detiene su mirada sobre ella aunque sea por un segundo, le aseguro que no podrá volver a hacerlo. Yo mismo me encargaré de arrancarle los ojos y de cortarle las manos. ¿Me comprendió bien, Soler?
Sólo después de que Soler asintió como pudo, de Silva lo soltó. El mazorquero comenzó a toser sonoramente y a frotarse el cuello, en el que tenía marcados los dedos de Juan Cruz.
—Aquí está su caballo —le indicó Juan Cruz en el más suave de los tonos.
Soler le lanzó una mirada de soslayo cargada de odio; sin embargo, no pareció intimidar a de Silva, que ahora lo contemplaba con una sonrisa en los labios.
De Silva regresaría esa noche de Buenos Aires y ella, ansiosa, no podía quedarse quieta.
—Maria, por favor, prepárame el vestido amarillo pálido... Ése con el encaje blanco en las mangas. ¿Sabes qué habrá para la cena?
—No, de eso se encarga Candelaria.
Fiona caminaba nerviosa por la habitación.
—¿Por qué quieres saberlo, Fiona? —preguntó Maria, extrañada.
—Había pensado en carne de cordero asada con pastel de zapallo. Tal vez de entrada, humita. ¡No, humita no! Mejor algo más liviano. ¿Se te ocurre algo?
—No sé, estaría bien una ensalada. ¿Qué se te ha dado por organizar la cena?
—¡Ah, ensaladas, claro! Pero no sé qué ensaladas prefiere de Silva. No importa, le preguntaré a Candelaria.
—¡No puedo creer tanto alboroto por una cena para de Silva! ¡Quién te ha visto y quién te ve, Fiona Malone! —La criada sonrió con picardía.
—¡Ay, Maria! A veces eres insufrible. —Dio media vuelta, y se dispuso a abandonar la habitación—. Indícale a Candelaria cómo he dispuesto la cena antes de que haga preparar otra comida —ordenó antes de salir.
—Como usted diga, señora de Silva —contestó Maria con tono socarrón.
—¡Uy! Hoy no te aguanto.
Cerró la puerta y se marchó. Lo mejor sería salir un rato a despabilarse.
Hacía días que no visitaba a su amiga del monte. Siempre era bueno conversar con Catusha mientras tomaban el té. Fiona encontraba mucha paz en su cabañita. De todos modos, no podía quejarse: las cosas iban mejor con de Silva, después de todo.
Llegó y la encontró en el jardín, cuidando unos malvones. Esa mujer tenía una afinidad especial con las plantas. A su alrededor, todo parecía crecer sin dificultad. Las flores eran más bonitas, y sus colores más brillantes. Catusha hablaba con los rosales y los geranios como si fueran niños. Les decía cosas bonitas y cuánto los quería. Al principio Fiona se sintió muy incómoda; llegó a pensar que su amiga del monte estaba loca de remate; pero al poco tiempo se acostumbró.
Catusha se puso tan contenta al verla que Fiona se imaginó la persona más importante para ella. La joven se sentía la reina del mundo cuando visitaba su cabaña: así era como su amiga la trataba. La colmaba de atenciones y la mimaba más que nadie. Charlaban de todo durante horas, y Fiona siempre aprendía algo. Comían las exquisiteces que ella misma preparaba, tocaban el piano, y hasta leían juntas. Aunque, en ocasiones, Catusha perdía la mirada en lontananza y por largos minutos no decía una palabra; en especial cuando mencionaba a Manuel, su dichoso Manuel.
De Silva llegó a la estancia y olfateó que algo estaba sucediendo. Y no parecía ser nada bueno.
Candelaria daba órdenes a un grupo de peones en la puerta del establo principal; le pareció raro no ver a Celedonio; Maria lloraba con desconsuelo, mientras escuchaba a la negra dar sus instrucciones a los empleados. Eliseo tampoco estaba a la vista.
Candelaria se calló cuando vio a Juan Cruz entrar al establo montado en su padrillo. Maria ahogó un grito de terror y sus sollozos recrudecieron.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado, aunque ya se lo estaba imaginando.
—Juan Cruz...
—¡Vamos, Candelaria, qué pasa!
—Fiona... Salió muy temprano esta tarde y aún no ha vuelto.
—¡Dios mío, señor de Silva! ¡Que no le haya pasado nada! —exclamó Maria, con la voz quebrada.
—¡Cipriano, pásame ese fanal! —ordenó de Silva a uno de los muchachos, que lo miraba boquiabierto—. ¿Saben siquiera qué rumbo tomó?
—No... —replicaron la negra y la criada al unísono.
Candelaria se sentía un poco responsable; Juan Cruz siempre le pedía que cuidara de Fiona cuando él se ausentaba.
—Celedonio organizó dos grupos de búsqueda, uno a cargo de él y otro a cargo de Eli... —La negra se interrumpió bruscamente; ya no había quién la escuchara.