Bodas de odio (24 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Juan Cruz se aproximó a la mujer y la miró fijo, sin pestañear. Cloé retrocedió, temerosa, pero continuó con su relato insidioso.

—Ahí estaba, con su abuelita y sus parientes, rezando como una monja ¡Bah! Las seguí hasta la casa. Linda casa.

Juan Cruz la tomó por el cuello y la empujó contra la puerta. Le acercó el rostro hasta casi rozarle la nariz. Cloé tenía la cara morada y no podía respirar.

—Si vuelves a acercártele, te mato.

La soltó. La mujer cayó al suelo, aún mareada. Se sobaba el cuello y respiraba con dificultad. Le dolían el pecho y la garganta, pero eso no importaba. Lo que sí contaba era que ella tenía razón. Juan Cruz estaba perdido por la maldita Malone.

—Ahora vete, Cloé, y no vuelvas más. Seguiré enviándote dinero, todos los meses, como hasta ahora, por el tiempo que tú quieras; pero no vuelvas a buscarme. Entiéndelo, no deseo verte más.

Cloé se puso de pie, con el rostro lleno de lágrimas. No eran lágrimas de tristeza: estaba furiosa, llena de odio.

—¡Métete el dinero en el culo! ¡No lo quiero! Yo soy una puta respetable. Cobro si presto el servicio —gritó, exaltada, y lanzó una corta carcajada.

Juan Cruz se estremeció.

—Entiéndelo bien, querido mío... ¡No podrás librarte de mí tan fácilmente! ¡Nunca podrás!

Y se fue dando un portazo.

Capítulo 11

Fiona ya no aguantaba más así, tan quieta. Hacía más de una hora que posaba para un retrato y para una miniatura. Su esposo había convencido a uno de los artistas más afamados de la época, Enrique Pellegrini, para que la pintara e hiciera para él su miniatura en marfil con marco de oro y brillantes engarzados. En realidad, Pellegrini había abandonado la pintura para radicarse en un campo de Cañuelas. Pero nadie podía negarse a un pedido de de Silva, que, por otra parte, cuando él le pidió una fortuna por los retratos aceptó el precio sin chistar.

—Es usted más bella de lo que se comenta, señora de Silva.

Fiona se limitó a sonreír.

—El señor de Silva me pidió que le diera clases de dibujo y pintura —comentó Pellegrini—. Lamentablemente, será imposible. Yo ya me he retirado. Sin embargo, si usted me lo permite, puedo recomendarle un discípulo mío que vendría a darle clases encantado.

—Está bien —respondió Fiona sin demasiado entusiasmo. En realidad, ella no deseaba clases de dibujo; eso era algo que Juan Cruz había decidido para llenar su tiempo.

—Unos minutos más, señora, y la dejaré en libertad. Mi plan es llevarme estos trazos a mi
atelier
terminar las pinturas allí.

—Muy bien —dijo Fiona.

—Calculo que más o menos en un mes estarán terminadas. Yo mismo las traeré hasta aquí.

—Es usted muy amable, señor Pellegrini.

Fiona se sentía vacía sin sus clases, sin sus alumnos. Y aunque en ocasiones había ido a la casa de algunos de ellos a enseñarles algo, finalmente tuvo que resignarse; no por ella, sino por las súplicas de las madres que, aterrorizadas, temían ser descubiertas. La orden del patrón había sido: "no hay escuela". Y ella, poco a poco, se estaba acostumbrando a la idea.

Pasaba las tardes leyendo en la biblioteca, que era completísima; había libros más que prohibidos en la Confederación y, así y todo, de Silva los conservaba. Leyó las obras completas de Shakespeare,
Graziella
de Lamartine y tantos otros. La complacía como nada tomar el té con Catusha y pasar la tarde en su cabaña. En ocasiones, su amiga parecía olvidarse de ella y se internaba en el jardín para dedicarse a sus plantas y flores. Fiona la contemplaba largo rato y hasta eso le resultaba placentero. Algunas veces, Catusha cantaba viejas canciones en inglés, con una voz muy dulce y afinada. Le gustaba escucharlas; eran las mismas que entonaba su abuela en las fiestas familiares o en Navidad.

El salón azul se había convertido en uno de sus favoritos. Era un sitio especial, lleno de luz por la tarde. Desde allí, el paisaje del parque se apreciaba en toda su extensión y ella, mientras tocaba el piano, no apartaba la vista del verdor; se pasaba horas practicando los
scherzos
que conocía y las melodías que más le gustaban. A veces visitaba la cremería, que iba viento en popa. A pesar de que había sido su iniciativa, el establecimiento ya no le pertenecía; Candelaria era ama y señora allí. Pero eso no le molestaba; no pretendía pasar el día entero entre leche y quesos.

De pronto, su vida social adquirió un ritmo y una intensidad vertiginosos. Casi todas las semanas concurría a Buenos Aires junto a de Silva a alguna tertulia. No pudo evitar asistir algunos miércoles al tradicional té de Manuelita, y aunque odiaba esas reuniones, la hija del gobernador le resultaba más que encantadora; tenía cierta candidez que contrastaba con lo tosco y ladino de su padre. Manuelita le brindaba atención especial cuando la recibía y nunca dejaba de decirle que la sentía como una hermana muy querida. En las pocas ocasiones en que se cruzó con Rosas en la quinta de Palermo se limitó a intercambiar con él un saludo formal y frío. Apenas lo veía, sentía el fuerte impulso de cantarle unas cuantas verdades, y si se contenía era porque no deseaba incomodar a Manuelita, y menos aún a de Silva.

Esa noche había una fiesta muy importante en lo de Domingo Riglos, una de las personalidades más destacadas de Buenos Aires, y Juan Cruz parecía notablemente interesado en concurrir. Le había ordenado a Fiona que se hiciera confeccionar el mejor de los vestidos, y para él había encargado un lujoso frac.

Fiona suspiró con hastío: era hora de ir a arreglarse. Pronto llegaría de Silva, y como era escrupulosamente puntual, querría salir con tiempo por si se les presentaba algún inconveniente en el camino.

Comenzó a subir las escaleras y, antes de llegar al descanso, escuchó la voz de su esposo que daba algunas indicaciones, seguramente a Celedonio. Se detuvo y permaneció unos instantes escuchándolo, como hechizada; estaba profundamente cautivada por él, y ya no tenía sentido tratar de ocultarlo. De Silva había conseguido metérsele en la mente y en el corazón, hasta convenirse para ella en el centro de todo. Había comenzado odiándolo y había terminado... Eso que sentía, ¿era amor? ¿Aquello de lo que siempre le había hablado
aunt
Tricia? ¿Aquello que ella nunca había experimentado con ningún otro? Todos le habían parecido demasiado poco hombres. En cambio, Juan Cruz, con su cuerpo hermoso, su rostro masculino, sus maneras algo torpes, su sonrisa, su furia devastadora, su cabello lacio y negro, era la virilidad hecha carne. Reprimió un gemido al recordarlo sobre ella, haciéndole el amor.

Cuando escuchó sus pasos firmes sobre el mármol de los primeros peldaños, subió corriendo los últimos escalones. Parecía una chiquilina escapando así de él, pero prefería ocultarse de su mirada en ese momento. Su mirada. Pensó que ni en cien años podría acostumbrarse a ella. A veces, iracunda, parecía quemarla; otras veces, excitada, parecía querer devorarla; y cuando era indiferente la llenaba de desasosiego, y ella sentía que algo muy importante le faltaba. ¿Qué había hecho de ella ese hombre? Ya casi no dormía si no era en sus brazos. Sentía vergüenza por eso, pero muchas veces el deseo turbaba de tal forma su pensamiento que ella misma se escabullía por la puerta común, y se metía furtivamente entre las sábanas de él. Y ésas eran las veces en las que más loco de pasión se volvía, hasta hacerla gritar de placer. Sólo así Fiona lograba dormir en paz.

Cuando entró en su dormitorio, Maria ya tenía todo dispuesto. El vestido sobre la cama, las joyas sobre el tocador, y los escarpines de satén prolijamente acomodados en el suelo.

—Vamos, apresúrate, todavía debes tomar tu baño —la apremió la sirvienta.

El agua estaba demasiado caliente para una tarde de verano, pero al cabo de unos minutos su cuerpo se habituó hasta tal punto a la temperatura que, mientras Maria la enjabonaba, comenzó a adormecerse.

El ruido de la puerta al abrirse la despabiló. Era Juan Cruz.

—Maria, déjeme unos instantes con mi esposa.

La sirvienta se escabulló mansamente.

Juan Cruz cerró la puerta tras de sí, se aproximó a la tina, y se acuclilló frente a ella. Fiona se irguió y se quedó mirándolo expectante.

—¿Qué desea, señor? —preguntó—. Siguió con sus ojos los de de Silva y el rostro se le arrebató cuando descubrió que la túnica de liencillo que usaba para bañarse se ajustaba a sus pechos y los ponía claramente en evidencia.

—Te he visto con menos ropa que ésta, Fiona —dijo Juan Cruz cuando descubrió su rubor.

—Señor... por favor... —suplicó ella.

—No me pidas que no te mire cuando lo único que deseo en este momento es llevarte a la cama, querida.

Fiona tuvo que esconder sus manos bajo el agua para que Juan Cruz no descubriera que le temblaban.

—Muchas veces no se puede hacer lo que se desea, ¿no crees?

—No para usted, señor. Usted siempre hace lo que quiere.

De Silva rió. Le acarició la mejilla húmeda y la contempló con ternura.

—Sólo vine a avisarte que esta noche nos quedaremos en Buenos Aires.

—¿En casa de mi abuelo? —preguntó entusiasmada.

—No; he comprado una casa en la ciudad. Allí nos quedaremos.

Pudo adivinar el desencanto en su mirada. Esta vez, sin embargo, Fiona no hizo un escándalo. Desde hacía un tiempo estaba más tranquila, más mesurada, parecía otra; a pesar de que la picardía y la sagacidad no la habían abandonado. Él la prefería así, como la niña rebelde e inteligente que había conocido, la de las respuestas filosas y las miradas desafiantes.

—Está bien —aceptó por fin con tono desilusionado.

De Silva se incorporó y abandonó la sala de baño.

—Puede pasar, Maria —lo escuchó decir.

Al entrar en la casa de los Riglos del brazo de su esposo, Fiona no supo que fueron muchos los que suspiraron, y no pocas las que la contemplaron con envidia.

—Está usted hermosísima, mi querida —dijo el anfitrión al recibirla. Don Riglos era un buen hombre, muy amigo de su abuelo. La había visto crecer y siempre había sido cariñoso con ella y con su hermana. Fiona pensó que no era más que una zalamería. Sin embargo, don Domingo Riglos nunca había sido más sincero en su vida. Realmente estaba deslumbrante. El vestido de seda blanca, como dibujado sobre sus curvas, parecía parte de su propia carne. Los senos, que asomaban sugestivamente tras el escote del traje, daban un toque de voluptuosidad a su figura menuda. Las mujeres observaban atentas su peinado. Recogido en la coronilla, su pelo caía como una cascada sobre su espalda en cientos de tirabuzones. Y entre medio del tocado, miríadas de perlas pequeñas descendían desde la parte más alta hasta perderse entre los confines de los bucles, dándole un toque de magia a la cabeza más bella de la fiesta. Sus ojos azules resaltaban al contrastar con su piel traslúcida semejante a la seda del vestido.

Juan Cruz se sentía orgulloso. La actitud de Fiona, que bastante insegura y algo trémula se aferraba a su brazo, lo colmaba de felicidad. Ella era su mayor tesoro, su joya más preciada.

Mientras se internaban en el salón atestado de gente, Fiona miró a su esposo con disimulo. El frac le sentaba a las mil maravillas. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, tal como a ella le gustaba. Fiona atisbo hacia un costado y se encontró con los ojos de Clelia posados insolentemente sobre el rostro de Juan Cruz. ''Te mataré si te atreves siquiera a bailar el minué con él", pensó, con los dientes apretados.

Pronto supo el interés especial que llevaba a de Silva a esa tertulia. Al llegar Rosas acompañado por su hija, Juan Cruz salió a su encuentro y se perdieron en medio de un grupo de comerciantes ingleses que acababan de arribar de Londres. Fiona se preguntó cómo harían para entenderse con los londinenses si ninguno de los dos hablaba inglés. Pensó que podría ofrecerse como traductora, pero en seguida se arrepintió: era una idea demasiado osada. Al poco rato apareció George Thomas, el director del
British Packet:
él oficiaría de intérprete.

Entre la concurrencia no descubrió a nadie que no hubiese visto en las otras tertulias. Los Arana, los Coloma, los Anchorena, los Martínez de Hoz, los Mansilla... Siempre la misma gente. También estaban Imelda y su prometido. Fiona se alegró mucho de ver a su hermana. Era extraño, pero ahora sentía que algo muy distinto las unía. Pensó que, paradójicamente, la distancia había logrado acercarlas. Habían pasado más de siete meses desde su partida del hogar de su abuelo, y la lejanía y las cosas vividas en La Candelaria habían obrado un cambio muy profundo en ella. Ya no era la misma Fiona de antes.

Suspiró largamente. Era cierto, todos estaban allí, pero faltaba la única persona que tenía deseos de ver. Camila O'Gorman. Hacía más de tres meses se había escapado junto a su curita tucumano y nadie sabía de ella. Su familia, avergonzada por el comportamiento de su hija, se había recluido en la estancia de la Matanza. Sus hermanas ya no asistían a las tertulias y el prometido de Clara, una de las más chicas, la había dejado plantada al pie del altar. Fiona no podía creer el comportamiento absurdo de los O'Gorman, pero conocía de sobra la realidad anquilosada de la sociedad en la que vivían; nunca nadie les perdonaría la indecente hazaña de Camila. Ella misma se sentía un tanto desplazada esa noche; cada vez que se acercaba a algún grupo de mujeres, éstas dejaban de conversar y la miraban fríamente y de reojo. Todo Buenos Aires sabía que Camila y ella eran amigas inseparables; por lo tanto, sospechaban que Fiona conocía su paradero. Fiona no sabía nada. Lo único que sabía, en realidad, era que estaba muy contenta por su amiga; Camila amaba a Ladislao y sería feliz junto a él. Eso le parecía lo único importante.

—¡Fiona!

La voz de misia Mercedes la volvió a la realidad.

—¡Tanto tiempo, querida!

La mujer le tomó las manos y la alejó del bullicio para poder conversar. Siempre era un placer platicar con ella.

La tertulia se desarrollaba normalmente. De Silva, Rosas, y otros estancieros porteños, no se apartaban del grupo de comerciantes londinenses. De todas maneras, eso no le impidió a Juan Cruz vigilar a su mujer; sabía que podía ser una presa apetitosa para más de uno esa noche, en especial para Palmiro Soler, que no le había sacado los ojos de encima desde que la vio trasponer la puerta principal. El mazorquero no era hombre de darse por vencido fácilmente.

Juan Cruz interrumpió su conversación con los ingleses cuando sorprendió a Fiona bailando el minué con Soler. Sintió que la yugular comenzaba a latirle. Maldito Soler. En un momento advirtió que la rozaba innecesariamente y, peor aún, que sus ojos escudriñaban ávidamente el escote de su esposa. En el primer cambio de pieza, se la arrebató de las manos.

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