Bodas de odio (22 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Juan Cruz la miró, divertido.

—Es cierto que no tengo ningún derecho sobre su propiedad o sobre el personal de La Candelaria —siguió Fiona, imperturbable—, pero, como creo que es usted un hombre muy inteligente, sé que comprenderá cuan beneficiosa es la educación para los niños. Porque tiene que saber, señor, que la ignorancia es un enemigo encubierto al que se debe combatir sin cuartel. Contra ella nada se puede, sólo queda eliminarla.

De Silva, que había permanecido de pie detrás de su escritorio, comenzó a caminar por la habitación, cabizbajo, las manos tomadas en la espalda y el cigarro entre los labios.

—Ciertamente, Fiona, has leído a muchos revolucionarios europeos —afirmó, en tono severo.

—¿Cómo dice usted, señor? —Fiona trató de disimular lo mejor que pudo el estremecimiento que le provocaron aquellas palabras.

—Lo digo por esas ideas sobre la educación de los niños y la ignorancia. Has leído mucho sobre eso, ¿verdad? —Ahora la miraba directo a los ojos.

—Sí, es cierto, señor. Yo leo mucho. Me parece que, al menos en eso, usted y yo coincidimos. —Fiona miró las paredes a su alrededor. Altas bibliotecas, repletas desde el suelo al cielo raso.

—¡No puedo creerlo! Fiona Malone admitiendo que coincide en algo con su esposo.

La joven sintió vergüenza y se ruborizó. Sin embargo, no iba a dejarse vencer tan fácilmente.

—Es más sencillo pensar que mis ideas corresponden a otros, ¿verdad? ¿Ni siquiera por un mísero instante puede creer que esto que le digo es algo en lo que yo creo firmemente y que nada tiene que ver con mis lecturas?

—Sí, me cuesta pensar que sea algo que surge de ti como por arte de magia.

—¡Arte de magia! ¡Arte de magia ha dicho usted! Señor de Silva, nada es por arte de magia. Usted debería saberlo ya... Todo lo que yo sé y conozco, todo lo que pienso y creo, es mi mayor tesoro. Es algo mío; me lo gané, y nada ni nadie me lo va a quitar. A pesar de vestir faldas y llevar el cabello recogido en un rodete, yo también soy capaz de crear mis propias ideas, señor.

Su postura era desafiante: la cabeza hacia adelante, los brazos en jarras sobre la cintura, la mirada fija en el rostro de él.

—Fiona... Fiona... sí que eres una mujer especial —murmuró de Silva para sí. Se estaba divirtiendo con la conversación, pero no deseaba enojarla demasiado; tenía otros planes para esa noche. Se dejó caer en el sillón, sin apartar la mirada de ella.

Sin embargo, el tono condescendiente de Juan Cruz enardeció aún más a Fiona.

—Es lamentable que se considere "especial" a una mujer sólo por querer superarse y aprender un poco más que las nimiedades que nos enseñan. —Una sonrisa irónica se dibujó en sus labios—. Pero también tengo que reconocer que la culpa no es de ustedes, los hombres. No, señor. La culpa es nuestra, de las propias mujeres.

De Silva enarcó las cejas con asombro, pero no dijo palabra.

—Sí, de las mujeres... —volvió a afirmar—. Porque son ellas las que se someten a las normas que otros les imponen sin siquiera pensar por un minuto si les convienen o no. Y no dicen ni mu; al contrario, se humillan por lograr la atención de un "caballero" que las pueda pedir en matrimonio. Hacen cualquier cosa por ello; y una vez que lo han atrapado, las atrapadas son ellas. Pero parecen no darse cuenta. Y así viven, vegetando. Como dice Eliseo: "La culpa no es del chancho, sino del que le da de comer".

—No creo que todas las mujeres sean como tú dices —apuntó de Silva—. No creo que misia Mercedes Sáenz lo sea.

—¡Por supuesto que no! —aseguró Fiona con vehemencia—. Pero ella ha tenido y tiene aún que soportar las lenguas viperinas de muchas de las mujeres más encumbradas de nuestra sociedad. Ser así, tan libre y abierta, le ha causado siempre problemas; ella misma me lo ha dicho.

—A mí me ha dicho que se siente feliz de ser así —retrucó Juan Cruz.

—Por supuesto —replicó Fiona, envalentonada—. Nadie puede sentirse infeliz si hace lo que desea con toda el alma.

—Y tú, Fiona, ¿eres feliz?

La pregunta que hacía tiempo estaba eludiendo se la formulaba ahora la persona menos indicada. Su mente comenzó a girar en círculos; nada lógico se le ocurra como respuesta. Las manos le sudaban, las piernas le temblaban.

Juan Cruz vio como Fiona se transformaba, y de ser la mujer más segura pasaba a ser la más temerosa y vulnerable. Se incorporó y fue hacia su escritorio, tratando de ocultar el gesto lastimero de su rostro. Tal vez, él tampoco quería escuchar la respuesta. Abrió uno de los cajones y sacó un libro encuadernado en cuero. Luego, se acercó a Fiona, y se lo tendió.

—Toma.

Fiona lo recibió con manos trémulas y lo apretó contra su pecho; después, lo separó para leer el título. Pudo ver las dos manchas húmedas que el sudor de sus manos había impreso en el cuero de la cubierta.

—Te sugiero que leas la página ciento treinta y tres; luego, si lo deseas, me das tu parecer.

Fiona levantó la mirada del libro y se encontró con los ojos oscuros de Juan Cruz. Por un momento, sintió un fuerte deseo de abrazarlo; tal vez su expresión, más mansa y tierna, tal vez el tono de su voz, más dulce y comprensivo, la enternecieron. Sin esperar más, abrió el libro y buscó la página indicada. El color sepia de las hojas denotaba su antigüedad; las volvió con cuidado, parecía que podrían quebrarse como madera reseca.

–"El mito de la caverna" —leyó Fiona.

Al volver la vista al frente, pudo sentir la respiración de Juan Cruz, a sólo un paso de distancia. Se había aproximado aún más a ella y ahora la contemplaba de esa forma que tanto la impresionaba. Sin sacarle los ojos de encima, Juan Cruz le quitó el libro y lo dejó en una mesita próxima a ellos. Luego, rozó con sus manos los pómulos de Fiona, que sabía tersos como la seda. Ella, hipnotizada, Contuvo la respiración. Tenía las manos inertes a los costados del cuerpo, la boca entreabierta y el pecho agitado.

Fiona sintió que una fuerza animal la atraía cuando el brazo de él le rodeó la cintura y una de sus manos la sujetó por la nuca. La besó desaforadamente, mientras la apretaba contra él; y, luego, cuando bajó poco a poco las manos hacia sus nalgas, y la empujó contra su virilidad endurecida, Fiona lo escuchó jadear. Parecía haber enloquecido, parecía otro.

—Abrázame —ordenó de Silva por fin, casi sin aliento.

Fiona pasó los brazos por detrás del cuello de de Silva y se dejó llevar una vez más. No podía controlarlo, aquel deseo era más fuerte que su voluntad. Y aunque el no poder dominarse la enfurecía, tuvo que admitir que nunca había sentido tanta dicha como entre los brazos del hombre que odiaba.

Con la mirada extraviada, de Silva buscó con desesperación un lugar donde hacerle el amor; pensó en el escritorio, en el sofá, en el mismo suelo. No, nada era adecuado para ella. Fiona, aún asida a su cuello, lo observaba confundida, sin atreverse a decir palabra.

Juan Cruz la levantó en el aire y salió de su estudio. Fiona se sujetaba a su espalda; ahora que se aferraba a ella le parecía más ancha y recia. El aliento entrecortado de él la estremeció y no pudo evitar besarlo; primero en la mandíbula, después en la mejilla, algo áspera por la barba incipiente, y, por fin, en el cuello. De Silva se contorsionaba cada vez que sentía los labios húmedos de Fiona sobre su carne. Era la primera vez que lo besaba de esa forma, tan voluntaria, y aquello terminó de desquiciarlo; la depositó sobre la alfombra del salón principal y comenzó a desvestirse. Parecía enajenado, y la expresión anhelante que animaba el rostro de su mujer lo enardecía aún más que su propio deseo.

Fiona observaba el juego y la tensión de sus músculos a medida que él se despojaba de la camisa, de los pantalones y, finalmente, de los calzones. Ahogó un gemido en la garganta cuando Juan Cruz le desgarró de un tirón la bata de cotilla, le liberó los pechos y comenzó a besárselos y succionárselos. Un torbellino de sensaciones comenzaba a envolverla cuando sintió que la penetraba. Luego, el edén.

—Señor... señor de Silva.

Fiona le susurraba al oído para despertarlo. Aún estaban tendidos sobre la alfombra; ella, desvestida a medias, él, completamente desnudo. Parecía dormido; un brazo la envolvía por la espalda y el otro descansaba en su vientre; paradójicamente, aunque atrapada, no deseaba salir de allí.

—Señor de Silva... —insistió, levantando un poco más el tono.

La casa estaba en silencio; los sirvientes dormían, a excepción del guardia que pasaba la noche vigilando posibles malones desde la torrecilla. Estaba muy lejos, casi en los confines del casco de la estancia, no había riesgos con él. Pero, ¿qué pasaría si alguno de los sirvientes despertaba y los veía?

—¡Señor de Silva, por favor, despierte! —Ahora lo sacudía frenéticamente.

Juan Cruz dormía como un niño a su lado; de pronto comenzó a moverse con lentitud y a hacer sonidos extraños con la boca. Eso la hizo reír.

—Señor de Silva, despierte de una vez, por favor. Debemos irnos antes de que alguien nos descubra.

Juan Cruz se incorporó con una risotada; le dolía la espalda y tenía una pierna y un brazo medio entumecidos, pero se sentía bien.

—¿Por qué se ríe, señor? —preguntó Fiona ofendida; y desvió la mirada al advertir que Juan Cruz se ponía de pie y su cuerpo desnudo se proyectaba ante ella.

—Fiona, ésta es mi casa; y tú eres mi esposa. —Levantó el pantalón del suelo y comenzó a ponérselo—. Nadie puede decirnos nada, ¿entiendes?

—Sí, pero mejor nos vamos —dijo ella, mientras trataba de levantarse.

En ese momento Juan Cruz le tomó las manos, la atrajo hada él y la besó en los labios. Ella se sonrojó y él sonrió.

—Déjame ayudarte con tu bata. La hice jirones... —La contempló con picardía, con las manos aún sobre la tela—. Mañana mismo irás a Buenos Aires y encargarás todos los vestidos que desees. ¿Está bien?

—No es necesario, señor, tengo...

—Nada de eso, Fiona. Mi esposa tiene que ser una reina.

Recogió la camisa y el calzón del piso y se los cargó al hombro. A Fiona le hizo gracia verlo así.

—Además, en mi último viaje a Buenos Aires acepté algunas invitaciones a tertulias y fiestas. —La miró de soslayo y pudo advertir un gesto de hastío. La atrajo hacia él por la cintura antes de decirle—: Ya sé que no te gustan; pero, ¿lo harías por mí? —Cruzó con ella una mirada fugaz—. Mejor no me contestes.

Juntos comenzaron el ascenso silencioso por la escalera. De Silva semidesnudo, ella, toda desaliñada.

—Señor de Silva, ¿podré continuar con mi escuelita? —preguntó Fiona cuando llegaron a la puerta de su habitación.

—Mañana hablaremos de eso.

Juan Cruz sabía que la respuesta era no, pero no estaba dispuesto a romper la magia de ese momento por nada del mundo.

Con inocencia, Fiona juntó las manos como en una plegaria y se las llevó al pecho.

—Por favor, señor, se lo suplico.

Juan Cruz pensó que podría volver a hacerle el amor allí mismo, con igual ímpetu.

—No, Fiona. —Le acarició la mejilla—. Ahora no. Mañana veremos; ahora estoy muy cansado. —Volvió a besarla.

—Es Rosas, ¿verdad? Él no quiere mi escuelita, ¿no es cierto?

Era tan sagaz. Quizá debería haber elegido una más tonta; y menos impetuosa. Como Clelia, tal vez. Pero no, era a Fiona a quien más deseaba en su vida.

—Ve a dormir, mañana hablaremos.

Fiona entró en su habitación. Sabía que no debía insistir; no con de Silva.

—¿Cuál es su apellido, Candelaria? —preguntó Fiona como al pasar.

La mujer comenzó a toser con nerviosismo.

—Hace días quiero preguntárselo y siempre me olvido.

—Bueno... verás... este...

—¿Le sucede algo malo, Candelaria? —preguntó con fingida ingenuidad—. Yo sólo deseaba saber su apellido.

—¿Y para qué deseas saber su apellido?

La voz profunda y viril de Juan Cruz se dejó escuchar en el momento en que ingresaba al comedor. Se acercó a la negra y la besó en ambas mejillas, como cada mañana; después, se sentó.

—Por nada en especial, señor —se apresuró a responder Fiona—. Simple curiosidad,

Juan Cruz no la miraba; parecía estar muy concentrado en desplegar la servilleta sobre sus rodillas. Mientras, una sirvienta le servía café y Candelaria le elegía algunos panecillos.

—Su apellido es de Silva, Fiona —dijo por fin.

Fiona frunció el entrecejo y miró a la mujer, que había bajado la vista, avergonzada.

—¿Eso significa que ustedes son parientes, señor? —preguntó casi con miedo.

—No, no lo somos. Candelaria me dio su apellido porque nadie más estaba dispuesto a hacerlo.

Fiona se irguió un poco más en la silla. Jamás habría imaginado que él le daría una respuesta tan directa.

—Eso fue muy noble de su parte, Candelaria —dijo.

—Gracias —musitó la negra.

—¡Qué exquisita manteca! —comentó Juan Cruz, poniendo punto final al tema—. ¿Ésta es la que hacen en la famosa cremería?

—Sí —replicó Candelaria más repuesta—. Y eso que todavía no te he dado a probar los quesos.

—Casi no puedo esperar para comer uno —dijo él, tomándole la mano.

Fiona los miró y comprendió que se trataba de otro de esos momentos en los que ella no existía. Sintió celos.

—Y también podremos continuar con la escuelita, ¿verdad, señor? —dijo, aprovechando el momento de euforia.

—No, no podrás seguir con la escuelita.

Fiona sintió rabia, tristeza, impotencia, una mezcla demasiado difícil de controlar. Y no pudo evitar unas lágrimas.

—Por favor —pareció suplicar de Silva.

En ese preciso instante, Candelaria se levantó y abandonó la habitación. Eso la enfureció más aún; era la mujer perfecta, sabía cómo proceder en cada ocasión, siempre hacía lo que a él le agradaba, jamás lo enojaba. En cambio ella, siempre cometía algún error que terminaba por sacarlo de las casillas.

—Ya he hablado con el maestro Pellegrini para que venga a darte clases de pintura. El otro día te vi en la fuente con...

—¡No quiero clases de pintura! ¡Quiero mi escuelita!

Hasta para ella las frases sonaron como las de una niñita caprichosa.

—No puedes seguir con eso. Los niños tienen que trabajar para ayudar a sus padres, y ellos se quejan porque están todo el día metidos entre libros...

De Silva trataba de mantener la calma, pero no estaba acostumbrado a que sus órdenes no se obedecieran.

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