Al llegar a la casa, Maria la regañó duramente. Hacía horas que la buscaba y nadie conocía su paradero. Fiona escuchó sus retos y le prometió no volver a desaparecer así.
—¿Se puede saber dónde has estado, Fiona? ¡Por Dios Santo, Candelaria está que brama con tu desaparición! —exclamó la criada llevándose las manos a la cabeza.
—¡Y qué tiene que meterse ella en lo que yo hago! ¡Ni que fuera mi dueña! ¡Lo único que me faltaba! ¡No está mi carcelero, pero tengo una carcelera! —explotó la joven.
—Bueno, mi niña, tranquilízate —la calmó Maria, arrepentida de haber nombrado a la negra. Fiona, muy sensible por esos días, no soportaba nada, en especial nada que tuviera que ver con su esposo.
—¿Vas a decirme dónde estuviste? ¿Sí o no? —insistió Maria.
Fiona la miró de soslayo y pensó en contárselo todo. Después se arrepintió; Maria era muy miedosa, a todo le temía. Si le confesaba que había encontrado a una mujer tan extraña en medio del monte, luego de cruzar sola el bosque vedado, pondría el grito en el cielo y le prohibiría regresar con Catusha. Mejor sería callar.
—Anduve por ahí, sin rumbo fijo.
—¡Camila!
En el mismo momento en que Fiona bajaba por las escalinatas de la entrada principal a gran velocidad, Camila descendía de la volanta de su padre auxiliada por el lacayo. Se encontraron en el camino de pedregullo que bordeaba la mansión y se abrazaron. No se veían desde el casamiento de Fiona, casi dos meses atrás, y se habían extrañado demasiado.
—Tengo tantas cosas que contarte, Fiona. Ya no tengo con quién hablar. Bueno, está Blanquita, pero algunas veces no me comprende; no como tú.
—Entonces, vamos adentro a empacharnos de relatos. Yo también necesito contarte cosas. A mí me pasa lo mismo con Maria.
La tomó por el hombro y la condujo escaleras arriba.
—Es bella, bellísima —comentó Camila medio boquiabierta, dando vueltas sobre sí para poder admirar en toda su magnificencia el salón principal—. Cuando vi la mansión desde la volanta no podía creerlo; jamás vi una casa como ésta —agregó, mientras observaba atónita un gobelino que ocupaba toda una pared.
—Sí, es muy bella —contestó Fiona sin mayor interés—. Ven, vamos a mi alcoba. Allí estaremos más cómodas.
Al llegar a la escalera, apareció de improviso Candelaria; se detuvo ante las dos jóvenes y miró a Camila con cara de pocos amigos.
—Camila, te presento a Candelaria...
No sabía ni su apellido, ni su posición dentro de la casa. No era la madre de de Silva, no era el ama de llaves, no era la tía ni una parienta lejana. ¿Qué era, entonces? ¿La que lo había criado? Sí, pero presentarla como "Candelaria, la que crió a de Silva" no le pareció correcto; por eso, prefirió dejar la frase inconclusa.
—Candelaria, ella es Camila O'Gorman, mi más íntima amiga.
Camila y Candelaria se estrecharon las manos con frialdad.
—Si necesita algo, señora de Silva, llámeme —agregó la negra antes de desaparecer detrás de los cortinados.
Las jóvenes comenzaron el ascenso con menos entusiasmo que antes.
—Tiene cara de bruja, Dios me libre y me guarde —susurró Camila.
—Parece una bruja, pero no está tan mal después de todo; aunque, en cierta forma, tienes razón. Es muy parca y seria—. Una sonrisa de niña se dibujó en los labios de Fiona. Y tomando a Camila del brazo, agregó—: Vamos a olvidarnos de esa mujer; no quiero que nada empañe este día, ¿sí?
—Está bien.
Camila sonrió; comenzaron a subir las escaleras corriendo, como chiquillas, y no se detuvieron hasta que llegaron al cuarto de Fiona.
—No puedo creer el dormitorio que tienes. Mira esta gasa... Qué suavecita es... —dijo Camila, frotando contra su mejilla la tela del baldaquino—. Este hombre te da todos los gustos, Fiona —comentó, admirando los muebles y los pebeteros de plata.
Fiona no decía nada. Sólo observaba cómo su amiga iba quedando anonadada por cosas que a ella en ningún momento le habían causado la más mínima emoción. Pero, sí, debía reconocerlo, el lujo que la rodeaba era ciertamente impresionante.
—Así me imagino que son las mansiones en París. ¿No crees, Fiona?
Camila se volvió. Su amiga, absorta, miraba a través de la puertaventana.
—Fiona, ¿me escuchas?
—Ven aquí. Mira la vista elijo Fiona, sin voltear.
En el parque de la estancia la primavera se desplegaba en todo su esplendor. El verde lo dominaba todo; los cipreses, más allá las tipas, los copones de piedra abarrotados de agapantos violeta, la inmensa fuente en cuyo centro los retozones angelotes de bronce arrojaban incansablemente sus chorros de agua cristalina.
De pronto, Fiona comprendió que veía todo aquello por primera vez, y un cierto desasosiego la invadió. Pero la alegría que le provocaba la presencia de Camila volvió a imponerse, y se entusiasmó con la idea de llevarla a conocer la escuelita y la cremería. Se sentía orgullosa de sus dos obras y quería compartirlas con ella. También le contó acerca de su amiga del monte y la llevó a conocerla; para desencanto de ambas, Catusha no estaba en la casa, ni en el jardín, ni en los alrededores. La buscaron un rato, pero no la encontraron. Al fin se dieron por vencidas y regresaron. Tal vez, pensó Fiona, Catusha se había marchado unos días a la ciudad con su hijo.
—Por favor, Camila, no comentes con nadie mi amistad con Catusha. Es un secreto —pidió, muy seria, mientras caminaban de regreso. Camila asintió, extrañada, pero no le preguntó nada.
Almorzaron en un bosquecito que Fiona había descubierto en uno de sus paseos a caballo, a un kilómetro de la mansión. Eliseo condujo el coche y durmió una larga siesta después de comer, mientras Camila y Fiona parloteaban como cotorras.
—Ya hice el amor con Ladislao —confesó Camila con la mirada sobre la hierba y las manos nerviosamente entrelazadas.
—¿Te sientes feliz?
La O'Gorman fijó los ojos en los de Fiona. Estaba un poco desconcertada; tal vez esperaba un sermón, una reprimenda o una mirada de espanto. Nada de eso.
—Sí, inmensamente feliz —replicó al cabo de unos segundos—. Y tú, Fiona, ¿eres feliz ahora?
—No... Bueno, no sé... Yo...
No sabía qué contestar. Sinceramente, ¿cómo se sentía? No tenía la menor idea. Había atiborrado sus días con todo tipo de actividades; tal vez, para no pensar. Pero a la noche... A la noche era inevitable pensar.
—¿Estás bien, Fiona?
Camila la tomó de la mano con preocupación; repentinamente, Fiona se había puesto pálida.
—Hace semanas que de Silva se fue. La última noche que estuvo aquí, fue a mi habitación y, como yo había trabado las puertas para que él no entrara, abrió una a patadas... Fue horrible, estaba como loco.
Fiona contuvo la respiración al recordar.
—Y, ¿qué pasó?
—Me dijo que yo era una malcriada y una torpe, y que...— No pudo seguir; sentía humillación y vergüenza.
—¿Qué paso luego, Fiona?
—Me dijo que..., que si no quería que me hiciera el amor se lo dijera de frente.
—¿Y luego de eso no lo viste más?
Fiona asintió.
—Yo lo vi en Buenos Aires hace poco —dijo Camila, y esperó la reacción de su amiga.
Fiona sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Cuándo lo viste? ¿Dónde, Camila? ¿Dónde?
—Un momento, señorita, un momento... A ver, a ver... Bueno...
—¡Camila, por amor de Dios! —se exasperó Fiona.
—Bueno, tranquilízate. Lo vi en una tertulia, en casa de misia Mariquita, hace unos cuantos días. No sé, unas dos semanas atrás, más o menos.
—¿Hablaste con él?
—Sí; me saludó ahí, en lo de misia Mariquita, pero además estuvo cenando en mi casa, unos días después. Cuando mamá le preguntó por qué tú no habías venido con él, dijo que sólo estaba de paso por la ciudad por asuntos de negocios; y que pronto regresaría al campo.
Camila tomó entre sus dedos un pedazo de compota y lo dejó caer en su boca, saboreándolo lentamente. Fiona parecía a punto de perder la cordura por un poco más de información.
—¡Vamos, Camila, dime qué más sabes!
—No mucho más. Pero, ¿cómo es que tú no sabes nada? ¿No puedes averiguar?
—Aunque te parezca mentira, no —y movió la cabeza, con preocupación—. Dime, ¿bailó con alguien esa noche? En lo de misia Mariquita, digo.
—¿Que si bailó? Con todas, Fiona, con todas.
—¿Bailó con Clelia Coloma? —preguntó con miedo.
—Sí, la mayor parte del tiempo.
Camila no podía saber hasta qué punto ese comentario iba a impresionarla. Fiona se quedó muda; separó los labios y abrió aún más los ojos.
—No entiendo, Fiona. ¿Qué te importa a ti lo que de Silva hace o deja de hacer? ¿No es que lo odias y que nada te interesa de él?
—No... no... No es que me importe por mí, —Camila trató de reponerse—. Me importa porque no quiero que se hable. Ya sabes, por
Grandpa
—aclaró, y desvió la mirada de los ojos de su amiga.
—Ah... Claro, por
Grandpa
—repitió Camila mecánicamente.
—Claro, por él. ¿Por quién más, si no?
—Por ti, Fiona Malone, por ti.
—¡Por mí! —Se señaló el pecho, con los ojos desorbitados—. ¿Qué dices, Camila? ¿Te volviste loca? Jamás me interesaría por mí —aseguró, con una mueca de enfado.
—Bueno, bueno...no te pongas así. Además no grites o despertarás a Eliseo y no podremos continuar con la conversación.
Tomó el vaso de su amiga, lleno de
agrio,
y se lo ofreció. Fiona lo bebió de golpe.
—Debes tranquilizarte, te noto muy inquieta insistió Camila.
—Sí, puede ser, discúlpame, no quise gritarte —respondió Fiona bajando la vista—. En realidad, no sé qué me sucede últimamente. Me siento muy extraña, no sé. Es como si, a veces, necesitara que de Silva estuviera en la casa aunque más no fuese para pelear con él. Suena estúpido, ¿no crees? Me da rabia. Muchas veces pienso en él y trato de recordarlo con odio por lo que me hizo, pero no puedo. A veces quiero que esté junto a mí, de noche.
—¿Crees que te estás enamorando de él? —preguntó Camila casi con miedo.
—¡No!
Esta vez sí despertó al sirviente. De todos modos, ya era hora de volver.
Camila no deseaba irse. No sólo la había pasado de maravilla: además, le costaba dejar a Fiona; no la encontraba nada bien, no era la misma de siempre. Pero su deseo de retornar a los brazos de su amante, el curita de Tucumán, fue más poderoso. A la mañana siguiente, y a pesar de los ruegos de Fiona, partió hacia Buenos.
—Fiona... Fiona...
La mujer se estremeció bajo el cuerpo desnudo de Juan Cruz cuando lo escuchó musitar ese nombre. Pero no dijo nada, no hizo nada, se limitó a seguir sus movimientos, como de costumbre.
Cloé Despontin era la amante de de Silva desde hacía más de cinco años. Bastante mayor que él, todavía conservaba algo de la despampanante belleza de sus años mozos, y toda su maestría en la cama. En eso nadie la superaba.
Cloé había llegado a Buenos Aires muchos años atrás, escapando de un amante parisino que había amenazado con matarla si volvía a verla. Y París no era tan grande. De modo que decidió embarcarse rumbo a lo desconocido; así fue como llegó al Río de la Plata.
Pronto se convirtió en la
madama
de uno de los burdeles más famosos de la ciudad, a punto tal que su renombre llegó hasta las más altas esferas del gobierno de Buenos Aires.
En 1832, cuando el ministro Tomás de Anchorena decretó el destierro de las mujeres públicas, ella se valió de sus contactos y pudo permanecer en la ciudad escondida en una casa que le alquiló su nuevo amante, un joven y apuesto militar.
Juan Cruz tenía dieciséis años en aquel entonces y solía frecuentar la casa de señoritas cada vez que Rosas lo enviaba a la ciudad con algún encargo. Las meretrices se peleaban por atenderlo: la potencia y el tamaño de su miembro eran cosas que ya todas conocían. Y, a pesar de que Juan Cruz sólo quería acostarse con ella, la
madama
del local le sonreía sardónicamente, le palmeaba la cabeza y le decía:
—Ya hablaremos cuando dejes de ser niño.
Un día en que Cloé estaba en la casa que le alquilaba uno de sus nuevos amigos, Juan Cruz llamó a la puerta.
—Ya dejé de ser un niño. Hablemos.
La mujer quedó estupefacta y boquiabierta. De Silva tenía para entonces casi veinticinco años, y ciertamente había dejado de ser un chiquillo. Se había convertido en un hombre que destilaba virilidad por los poros. Su rostro, aunque nada perfecto, era tan atractivo que deseó besarlo en ese mismo momento. Y así lo hizo.
Abandonó a su amante de turno y la casa donde vivía, y se instaló en la que le alquiló Juan Cruz, lejos de la ciudad, cerca de las barracas del puerto, donde acababa de abrir su saladero.
La relación fue explosiva desde un primer momento, desde el preciso día en que él llamó a su puerta. La arrojó al suelo del hall de entrada, pateó la cancela para cerrarla y le hizo el amor ahí mismo. Lo hizo casi con rabia, sin interesarle siquiera si había alguien dando vueltas por la casa. A Cloé nada pareció importarle; sintió que por primera vez en su vida tocaba el cielo con las manos.
—Me casaré con ella por su apellido —dijo un día Juan Cruz mientras encendía su acostumbrado cigarro, después de haberle hecho el amor.
—A pesar de mi dinero y la amistad con don Juan Manuel, para ellos sigo siendo un bastardo. Necesito que mi descendencia se libere de esta carga.
Cloé sintió que la traspasaba con la mirada. Los ojos de Juan Cruz siempre la habían estremecido; algo de temor, algo de pasión... algo de amor. De Silva no era hombre con el que se pudiera jugar. Ella conocía muy bien su historia y sabía que no era ningún santo. Más aún, sabía que era capaz de cualquier cosa con tal de cumplir sus objetivos y defender lo suyo. Era imprevisible. Sí que lo era.
El alquiler de la casa no le importaba, ni tampoco los vestidos que le compraba, ni los alimentos que comía, ni los sirvientes que la atendían. Lo único que contaba era que se había enamorado profundamente de él.
—Fiona... —volvió a susurrar de Silva. Cloé sintió que el corazón se le contraía. Antes de que Juan Cruz llegara al orgasmo, una lágrima rodó por su mejilla.
De Silva entreabrió los ojos; la luz que se filtraba por los postigos de la ventana le hirió la vista. Había dormido pocas horas. Después de hacer el amor con Cloé, se quedó en la cama, fumando su cigarro y pensando. El sueño no había llegado sino casi al amanecer y ahora debían ser cerca de las diez.