Recostó la cabeza; el cansancio comenzaba a vencerlo.
—Fiona... hermosa Fiona —susurró antes de quedarse profundamente dormido.
Eran muchos los que pensaban que el grupo de paisanos que asesinó al general Juan Lavalle la mañana del 9 de setiembre de 1841 estaba, en realidad, a la busca de Bedoya, el gobernador cordobés que días atrás había pasado la noche en Jujuy, en casa de la familia Zenarruya. Había algo de cierto en esa suposición. Aquellos paisanos sí buscaban a Bedoya, pero unos días antes se les había sumado un muchacho de unos veinticinco años que decía estar buscando a Lavalle. Fue ese joven quien, en medio de la confusión del resto de la partida, abatió a Lavalle de un balazo en la garganta en el momento en que el general se encontraba en el zaguán de la residencia Zenarruya, presto para huir. Antes de abandonar el lugar, el muchacho cortó con su facón las medallas que, ahora ensangrentadas, habían engalanado el uniforme del militar unitario.
—Por el coronel Dorrego, mi padre —dijo Juan Cruz, mientras Lavalle se retorcía sobre su sangre. Nunca supo si lo había escuchado. No le importaba; había vengado la muerte de su padre y eso era suficiente.
Semanas después, de Silva reapareció en el estudio de la casa de Moreno y Perú propiedad de la familia de la esposa de Rosas. Nadie sabía dónde había estado, ni siquiera el gobernador. Mucho menos Candelaria, que permanecía angustiada en la estancia.
Cuando Juan Cruz traspuso la puerta, Rosas le dictaba una carta a uno de sus edecanes. Sus miradas se cruzaron, y el gobernador entendió que su protegido necesitaba estar a solas con él. Despidió a los asistentes y se sentó en su sillón de cuero, sin pronunciar palabra. Aquel día supo que Juan Cruz era el hijo bastardo de Dorrego.
—Primero por mi padre, el coronel Dorrego; luego, por usted.
El joven arrojó las medallas sobre la mesa y se retiró del lugar. Rosas reconoció al instante las medallas de Lavalle, su amigo de la niñez y su enemigo en la madurez. Entonces, la incertidumbre que rodeaba la historia del muchacho se despejó y todo salió a la luz.
Desde muy pequeño, Juan Cruz había llamado la atención del, por entonces, próspero estanciero don Juan Manuel de Rosas. Era un niño muy inteligente y vivaracho que siempre estaba entre los peones escuchándolo todo, aprendiéndolo todo. Tanto, que a los doce años ya esquilaba más de diez ovejas en una hora, montaba a la perfección y sabía manejar un trabuco mejor que muchos gauchos. Y Rosas le enseñó las artes del facón.
Se encariñó mucho con el mocoso. Había algo en su mirada, cierta gallardía mezclada con soberbia e inteligencia, que le recordaba a otra persona, pero no sabía a quién. Además, era un niño educado; leía y escribía a la perfección y Rosas le había pedido muchas veces su colaboración para redactar sus cartas y misivas.
Pero la consagración del cariño hacia el niño de Silva vino cuando, estando Rosas exiliado en Santa Fe, en época de la anarquía, Crucito, como él lo llamaba, tomó uno de los caballos de Los Cerrillos y partió rumbo a esa provincia al encuentro de su patrón. Al verlo aparecer, Rosas no pudo creer que ese niño de apenas diez años hubiese sorteado los peligros de semejante viaje que a más de un grandulón le había costado la vida. Los saqueos y desmanes de los ejércitos, las alimañas, el hambre y el frío eran sólo algunos de los escollos. Pero Crucito había llegado a Santa Fe con vida, muerto de hambre y con un ojo hinchado por la picadura de una avispa.
—Para lo que usted mande, mi patrón —contestó con vanidad cuando Rosas quiso averiguar el motivo de su presencia.
Y resultó muy útil. Sirvió como falso mensajero de Lavalle, llevando una misiva al general Paz, en la que su compañero de lucha le aseguraba que tenía todo bajo control y que la presencia de sus ejércitos no sería necesaria. Crucito se adentró en el campamento de Paz y le entregó la carta falsa en propia mano. Después, volvió a la estancia.
Rosas no pudo dejar de evocar íntimamente aquellos episodios de años atrás cuando Juan Cruz traspuso la puerta de su estudio de Palermo.
—¡Ah, Crucito! Ya casi no vienes por acá —dijo el gobernador a modo de saludo.
—Buenos días, don Juan Manuel.
—Parece que el matrimonio te ha atrapado entre sus garras y no te deja escapar.
Lo tomó por el hombro y le palmeó la espalda.
—No tanto, no tanto —dijo de Silva, con una sonrisa—. Últimamente he viajado de estancia en estancia, tal como usted me mandó a decir con Cosme. Para eso he venido, para contarle las últimas novedades.
—Muy bien, siéntate y desembucha.
Rosas miró a su alrededor, buscando entre sus empleados al Padre Viguá, su bufón personal.
—Padre Viguá, dígale a Manuelita que nos prepare mate fresco para mí y para Crucito.
—Sí, su excelencia, en seguida —replicó el bufón.
Y como se quedó allí inmóvil, Rosas le sacudió un manotazo en la espalda, al tiempo que vociferaba:
—¡He dicho ya, Padre Viguá! ¿O tiene usted barro en los oídos?
Aturdido, el sirviente salió a escape del salón temiendo una golpiza más fuerte. Juan Cruz se reía a carcajadas de la escena. Nunca había podido comprender a ese idiota de Viguá; Rosas lo trataba peor que peor, lo humillaba, lo insultaba, le pegaba, lo sometía a los tormentos más espantosos y él seguía ahí, tal vez por un plato de comida y un techo donde cobijarse.
La actitud de Rosas con de Silva era diametralmente distinta. Juan Cruz era una de las pocas personas a las que el dictador en verdad respetaba. En realidad, lo admiraba. Admiraba su inteligencia, su sagacidad, y, por sobre todo, su frialdad.
—Manuelita se muere por charlar con tu mujer, pero ella nunca acepta las invitaciones que le hace para las tertulias de los miércoles.
Juan Cruz sabía que eso era un reproche más que un simple comentario. Nadie se animaba a rechazar una invitación a la casa del gobernador. "Nadie, excepto Fiona, por supuesto", pensó de Silva.
—Es que ha estado un poco ocupada. Le cuesta adaptarse a su nuevo hogar y...
—¿O será tal vez esa escuelita que armó para los hijos de los peones?
El gobernador clavó sus ojos en los de Juan Cruz, que pareció no inmutarse. Mientras tanto, se devanaba los sesos tratando de lucubrar la mejor respuesta.
—No, no creo que sea eso —respondió de Silva, sin mayor énfasis.
Era increíble, no había hecho dentro de la Confederación que se le escapase al dictador; siempre sabía todo. Su red de información era endiabladamente eficaz, nunca fallaba.
—¿No crees que es peligroso andar educando a los hijos de los peones? Ya sabes lo que pienso acerca de eso, Crucito.
—Sí; sé más que bien lo que usted opina. Pero todo está bajo control, don Juan Manuel.
Con eso, de Silva puso punto final al asunto.
—Si tú lo dices...
Rosas se acercó al escritorio repleto de papeles y expedientes; tomó uno y se lo extendió a Juan Cruz.
—Y ahora, tú que eres más rápido que yo con los números, quiero que controles estas cuentas. A mí no me dan.
—¿Dormiste bien anoche, Fiona?
Juan Cruz se sentó a la mesa. Había llegado tarde de lo de Rosas y Fiona y Candelaria estaban esperándolo para cenar.
—Sí, señor, gracias —susurró Fiona, con la mirada baja. No quería que se notase el arrebol en sus mejillas. La situación le resultaba embarazosa; esa mañana había amanecido en la cama de su esposo y, aunque él ya no estaba allí, se había sentido extraña. Antes nunca había pasado toda la noche junto a él. Y la incomodidad se mezclaba con una sensación que desde hacía tiempo no lograba explicarse.
Candelaria observaba al matrimonio y, por momentos, sus actitudes la desconcertaban. Juan Cruz parecía contento, y Fiona, menos aguerrida.
—Nos invitaron a una tertulia en Palermo, el miércoles por la noche —comentó Juan Cruz.
—Ah sí... Y, ¿cuál es el motivo de la tertulia? Si puedo saberlo, señor... —preguntó Fiona sin mirarlo.
—Ninguno en especial. El mismo de todos los miércoles; divertir un poco a Manuelita y conversar de política. Habrá el mismo ambigú de siempre, se cantará un poco, se bailará... No sé, Fiona, lo que suele hacerse en esas ocasiones, tú sabes.
De Silva levantó la vista del plato y la descubrió mirándolo fijo. Estaba bellísima. De pronto, sintió una excitación y un regocijo inexplicable.
—A ti no te gustan las fiestas y esas cosas, ¿verdad? —preguntó por fin Juan Cruz.
—No demasiado, señor.
La joven aún le sostenía la mirada, sin un atisbo de la timidez de minutos atrás.
—¡Qué extraño que a una jovencita como tú no le agraden las tertulias! —comentó Candelaria.
—Lo que no me gusta, Candelaria, es lo que la gente hace en esas reuniones —replicó Fiona. Sus ojos azules no se apartaban de los de de Silva, que la miraba impávido.
—¿Y qué es lo que la gente hace en esas reuniones, Fiona? —preguntó la negra, como si no lo supiera.
—Verá usted, Candelaria... Las jóvenes solteras no comprometidas se ofrecen a los caballeros solteros o viudos como si fuesen fruta en el mercado. Las madres o las abuelas pasan horas enteras organizando los encuentros de sus hijas o sus nietas con los hombres más adinerados; es humillante, créame. Los hombres, por su parte, no pierden la oportunidad de cazar alguna presa más o menos atractiva y, si es millonaria, tanto mejor. Y si es de alcurnia, ¡bueno!, eso es el elixir, Candelaria.
Ambos la observaban divertidos. Fiona parecía poseída mientras despotricaba contra la sociedad en la que le había tocado nacer.
—Y no va a creerme Candelaria, pero también están las
planchadoras.
—¿Las
planchadoras
?
—Sí, las
planchadoras.
Las más feas, las más flacas, las más gordas... o las más pobres, cualquiera que presente algún defecto que la haga desechable, ¿Puede creerlo, Candelaria? ¡Se pasan toda la noche en los pasillos o en los patios de la casa porque ningún invitado las pidió para ninguna pieza! Y a pesar de semejante humillación, continúan yendo a cada uno de los bailes a los que se las invita. ¡Pues yo, al demonio con todos los bailes de Buenos Aires!
Hizo una pausa; se dio cuenta de que estaba diciendo de una sola vez más palabras que las que había pronunciado desde que llegara a La Candelaria. Tomó un sorbo de agua y continuó, animada; después de todo, ese discurso, en parte, estaba dirigido a su esposo.
—A mí me encanta ir con las
planchadoras.
—Fiona advirtió la expresión de sorpresa en el rostro de Candelaria—. Sí, Candelaria. Generalmente son personas agradables, amansadas por el sufrimiento de considerarse menos que el resto. Además, es el mejor lugar para ocultarse si uno no desea bailar con algún caballero a quien ya se le prometió una pieza.
De Silva ya no pudo contenerse y soltó una carcajada. Fiona lo miró disgustada; ése no era el efecto que deseaba causarle.
—Con que era por eso que nadie te encontraba en lo de Saénz aquella noche —afirmó Juan Cruz.
Fiona estaba furiosa; se quedó mirándolo como lista para saltarle encima.
—¡Dios mío, Candelaria! Tendrías que haber visto al pobre Soler... La buscó toda la noche, desesperado...
Volvió a reír, y la rabia de Fiona recrudeció.
—El pobre diablo no consiguió siquiera saludarla —retomó Juan Cruz con inocultable desprecio. Después, apartó la vista de Fiona y permaneció callado, con las manos juntas sobre los labios.
Palmiro Soler, tipejo mal parido. Desde el día en que Rosas los presentó, en la quinta de San Benito de Palermo, le resultó insoportable. El gobernador acababa de nombrarlo secretario general de la Sociedad Popular, un puesto bastante codiciado; el imbécil se creía un dios por eso.
Juan Cruz despreciaba la sonrisa hipócrita de Soler y sus modos de niñito bien. Bajo ese oropel se escondía un hombre bajo, sin principios, con deseos enfermizos por ascender en el entorno que rodeaba al gobernador. De Silva sabía que Soler lo envidiaba. Lo sacaba de quicio que Juan Cruz fuera tan especial para Rosas, como un hijo, de su entera confianza; y para peor, millonario.
Fue misia Mercedes Saénz la que lo puso al tanto de que Soler hacía tiempo cortejaba a Fiona, o, más exactamente, que estaba medio loquito tras ella. Pero la joven ni lo miraba. Se le heló la sangre de sólo pensar que ese maldito pudiera poner una mano sobre su mujer, aunque sólo fuese para bailar el minué. Pero no había que preocuparse. Soler estaba lejos, en la ciudad, rumiando su derrota; en cambio él, disfrutaba la victoria.
Volvió la vista a su esposa. Ella lo miraba fijo, con ansias. Tenía que decirle algo; necesitaba desahogarse de la rabia que él le había hecho sentir con sus sarcasmos.
—Sepa usted, señor de Silva, que yo no bailo con mazorqueros. Es algo que me tengo prohibido.
—¿De veras, Fiona? Entonces, dime... —enarcó las cejas y ensayó su cara más inocente—. ¿Por qué no quisiste bailar conmigo esa noche? Que yo sepa, no soy mazorquero, ni pienso serlo.
Definitivamente, no se lo esperaba. Esa pregunta fue como un balde de agua fría. ¿Cómo se atrevía a preguntarle eso? Respiró profundamente y bebió un sorbo más de agua. Debía mantener la calma. No permitiría que de Silva siguiera enredándola en sus tentáculos con su inescrupulosa habilidad.
—Usted me pidió para una pieza en el momento en que yo me retiraba de la fiesta. Estaba cansada y tenía una terrible jaqueca —mintió Fiona.
—Por supuesto —agregó de Silva en tono irónico, poniendo punto final a la conversación.
—¡Deseas más pastel de choclo, Juan Cruz? —intervino Candelaria.
—No, gracias. —Y agregó—: Coman el postre solas, yo estaré en mi escritorio arreglando unos papeles. —Luego, desvió la mirada hacia Fiona—. Cuando termines, necesito hablar contigo. Ven a mi estudio, por favor.
Fiona no contestó; se limitó a observarlo hasta que desapareció detrás de la puerta.
—Deberás dejar de dar clases a los hijos de los peones, Fiona. —La voz de su esposo sonó imperativa.
Fiona no llegó a sentarse en el sofá de cuero; dio un respingo y estuvo otra vez en pie. Trató de tranquilizarse; sabía que si perdía la calma perdería también la batalla.
—Señor de Silva... —comenzó casi con dulzura—. Yo entiendo que ésta es su estancia y ningún derecho tengo a... —Se detuvo bruscamente y con el dedo índice le indicó a de Silva que no la interrumpiese—. Por favor, déjeme terminar.