El agente del servicio secreto George Smiley había encontrado a Samuel Fennan particularmente simpático durante el interrogatorio, pero ahora Fennan estaba muerto: aparentemente él mismo se había quitado la vida. Pero, ¿por qué?... Fennan, empleado del Foreign Oficce, había sido investigado por una denuncia anónima que lo vinculaba al Partido Comunista, pero Smiley tenía claro que la investigación -poco más que una verificación de rutina- estaba terminada y el caso Fennan podía ser archivado. Al día siguiente de su entrevista, Fennan apareció muerto, con una carta sobre su cuerpo acusando a Smiley y al Servicio Secreto británico de haber destruído su carrera. Algo no encajaba para Smiley, y él se ocuparía de descubrir la verdad. Una verdad que podría ir aún más lejos de lo que él mismo se imaginaba ...
John Le Carré
Llamada para el muerto
ePUB v1.0
NitoStrad21.02.12
Título: Llamada para el muerto
Autor: John Le Carré
Traducción: Nieves Morón Gonzale
Lengua de traducción: Inglés
Lengua: Español
Edición: agosto 1985
ISBN 10: 84-320-8640-1
Llamada para el muerto
(
Call for the dead
, 1961), que fue el primer libro de John Le Carré, comienza con un retrato de George Smiley, el personaje que reaparecerá continuamente en las demás novelas del autor, a menudo como protagonista. Lo primero que llama la atención en este inicio es que resulta desproporcionadamente matizado para un asunto de espías; es un hombre de los servicios secretos, desde luego, con un largo historial como agente que podía interesar resumir, y más adelante comprobaremos que su pasado era imprescindible para la comprensión de lo que se nos cuenta; pero el humor que hay en estas páginas no tiene nada de funcional, es un melancólico lujo de novelista. El preámbulo ha de servir para introducirnos en el tema, pero el despliegue de recursos sicológicos es excesivo, y la novela empieza casi, literalmente hablando, a la manera de Balzac.
Muy pronto se saca a escena una muerte misteriosa, las pesquisas van revelando otros hechos inexplicables, tratan de matar al protagonista por dos veces, se descubre otro cadáver, ciertos alemanes del Este andan por Londres haciendo cosas poco claras. Son los esperados ingredientes del género, y John Le Carré ya en su primera novela los combina muy bien y nos tiene en vilo con un argumento urdido con mucha malicia que no decepcionará a nadie.
Pero, ya metidos en sucesos oscuros y en emociones, la atención del lector vuelve una y otra vez a ese singular personaje retratado al comienzo. No es que nos interese lo que le pasa, sino más bien que todas estas vicisitudes sólo son fruto del ingenio y él en cambio tiene un espesor humano imprevisto que no es el de los héroes de papel. El intríngulis de los espías comunistas es un buen cebo para que no abandonemos la lectura, pero George Smiley está hecho de otros materiales que nos tocan más de cerca porque son también los nuestros, y se sobrepone a la ficción con su verdad.
La voluntad de distanciarse del prototipo James Bond es tan obvia que no vale la pena insistir en ello. Smiley es un cincuentón bajo y robusto, de cara gordezuela y arrugada, al parecer con aire de batracio, miope e impenitentemente mal vestido, que sugiere en los que no le conocen la imagen de algo así como un jefe de negociado. Nada en él es pintoresco o atractivo, todo gris y vulgar. Y en su profesión se le conceptúa como un agente eficaz y poco brillante, un espía cansado, desgastado en una labor oscura, con una vida matrimonial rota cuyo recuerdo no deja de perseguirle.
Este hombre frustrado y dolorido, que pasó por Oxford y que conserva como residuo intelectual su devoción por los poetas barrocos alemanes del siglo xvii y sus citas de Goethe y de Hermann Hesse, lucha contra el enemigo desde fuera de la organización oficial a la que pertenecía, ya que dimite al empezar a ocuparse del caso; y sin más ayuda que la de un amigo lleno de buena voluntad y un inspector de policía que acaba de jubilarse, y que es como él otro desecho de los servicios, con «reservas de paciencia, de amargura y de cólera».
Tales héroes solitarios y prosaicos deambulan por esa Inglaterra ya tópica de John Le Carré, con perpetuo acompañamiento de frío, lluvia y niebla, y en la que tenemos la sensación de que casi siempre es de noche, o que al menos el escritor prefiere las escenas nocturnas o la media luz de los amaneceres y los crepúsculos. En este entorno sombrío y glacial, el decorado es deprimente, todo habla de vejez, de penurias y de mal gusto, a menudo de soledad reflejada en bibelots o en minúsculos pormenores de la vida cotidiana.
Por encima de ellos, el consabido superior jerárquico insoportable de mundanidad y de aplomo satisfecho, antipático, frívolo y ambicioso, el hombre que llegará lejos y que sabe cómo explicar las cosas, con frecuencia invirtiendo interesadamente su significado, a las altas esferas. Enfrente, un cúmulo de horror que pertenece a la Historia -los judíos, los crímenes nazis- y del que brotan atormentadas figuras que «soñaban con la paz y la libertad y que se han convertido en asesinos y en espías».
Como en
El espía que surgió del frío
, también aquí los judíos (accidentalmente nos enteraremos de que la madre de Smiley era así mismo judía) desempeñan un papel esencial, y tres de los personajes clave tienen en ese sentido un imborrable pasado. Este pasado, que no es ajeno a Smiley, despierta hasta tal punto sus simpatías y su compasión, su solidaridad con aquellos seres tan maltratados y derrotados como él mismo, que su perspicacia parece embotarse y luego casi duda sobre cuál es su deber. Hasta que una noche de espesa niebla, símbolo de su confusión moral, da muerte al adversario genial, idealista y romántico, que es también una impasible máquina de matar, y con él mata una parte principal de su bagaje de recuerdos y sentimientos.
A partir de ahí la novela parece recaer en moldes más convencionales, y una vez resuelto el embrollo se prodigan las explicaciones didácticas y tal vez excesivas, como con miedo a que se nos escape algún detalle de la solución. Pero antes de concluir John Le Carré da todavía una última y amarga pincelada al retrato -siempre incompleta hasta hoy- de Smiley. Lo que el relato comporta de relativo triunfo exterior, aunque sobre algo que él considera muy propio y sensible, se borra con un desolado gesto de aceptar el fracaso y la humillación más íntimas. George Smiley está destinado a ser hasta el final un perdedor.
Carlos Pujol
Cuando lady Ann Sercomb se casó con George Smiley, hacia el final de la guerra, lo describió a sus asombrados amigos de Mayfair como «tremendamente vulgar». Cuando, dos años después, lo abandonó por un cubano, campeón de carreras automovilísticas, declaró enigmáticamente que si no le hubiera dejado entonces nunca habría sabido cómo hacerlo, y el vizconde Sawley acudió especialmente a su club para observar que lady Ann «también había salido rana».
Esta observación, que gozó de una corta popularidad como ocurrencia, sólo podían entenderla los que conocían a Smiley. Bajo, gordo y de carácter apacible, parecía gastar mucho dinero en trajes francamente mal cortados, que colgaban alrededor de su rechoncha figura, como la piel de un sapo encogido. Efectivamente, Sawley afirmó en un momento de la boda que «Sercomb se unía a una rana con impermeable». Y Smiley, que ignoraba este comentario, avanzó anadeando por la nave de la iglesia, en busca del beso que le convertiría en un lord.
¿Era rico o pobre, campesino o ilustrado? ¿De dónde lo había sacado ella? Lo que hacía aún más incongruente este matrimonio era la indudable belleza de lady Ann, y acentuaba el misterio el contraste entre el novio y la novia. Pero a los murmuradores les gusta ver a sus personajes en blanco y negro, y dotarlos de pecados y móviles fáciles de transmitir en la taquigrafía de la conversación. Y así Smiley, sin haber ido a una buena escuela, sin padres importantes, sin glorias militares ni profesión conocida, sin ser rico ni pobre, viajaba sin etiquetas en el furgón de equipajes del expreso social, y no tardó en convertirse en una maleta perdida, destinada, ya resuelto el divorcio a permanecer sin ser reclamada en el polvoriento estante de las noticias de ayer.
Cuando lady Ann se marchó a Cuba con su campeón, dedicó un recuerdo a Smiley. Admirándole a su pesar, reconoció para sí misma que si en su vida hubiera un solo hombre, ése sería Smiley. Mirando hacia atrás, se sintió satisfecha de habérselo demostrado al unirse a él con el sagrado vínculo del matrimonio.
El efecto que la marcha de lady Ann produjo a su primer marido no interesó a la sociedad, que, desde luego, nunca se preocupa por lo que sucede después de lo sensacional. Pero sería interesante saber lo que Sawley y su pandilla habrían imaginado sobre la reacción de Smiley: esa cara carnosa y con gafas, crispada en una enérgica abstracción al sumergirse en la lectura de los poetas menores alemanes, con las húmedas manos rechonchas apretadas bajo las mangas caídas. Pero Sawley, con el más ligero encogimiento de hombros, aprovechó la ocasión para decir
Partir c’est mourir un peu
, sin darse cuenta, al parecer, de que, aunque lady Ann acababa de escaparse, algo de George Smiley, efectivamente, había muerto.
La parte de Smiley que sobrevivió era tan ajena a su aspecto físico como el amor, o como su afición a los poetas olvidados: era su profesión, a saber, agente de espionaje. Era una profesión con la que disfrutaba, y que, piadosamente, le proporcionaba colegas tan oscuros como él en cuanto a personalidad y orígenes. También le proporcionaba lo que, en otros tiempos, le había interesado más que nada en la vida: la ocasión de hacer incursiones teóricas en el misterio de la conducta humana, disciplinadas por la aplicación práctica de sus propias deducciones.
Allá por los años veinte, cuando Smiley salió de su vulgar escuela media para andar con pesados pasos y como deslumbrado por los lóbregos claustros de su colegio universitario de Oxford, igualmente vulgar, había soñado con alguna beca y una vida entregada a las oscuridades literarias de la Alemania del siglo xvii. Pero su preceptor, que conocía mejor a Smiley, lo guió prudentemente apartándolo de los honores que sin duda habría conseguido. Una dulce mañana de julio de 1928, Smiley, desconcertado y más bien ruborizado, compareció ante una comisión del Comité Ultramarino de Investigaciones Académicas, organización de la que, inexplicablemente, nunca había oído hablar. Su preceptor, Jebedee, se había mostrado extrañamente vago en su presentación:
–Puedes intentar, Smiley, que esa gente te acepte. Pagan lo bastante mal como para garantizarte unos colegas decentes.
Pero Smiley se sintió fastidiado y así lo dijo. Le preocupaba que Jebedee, habitualmente tan preciso, fuera tan evasivo. Con un ligero enojo, acordó aplazar su respuesta al colegio de All Souls, mientras no viera a la «gente misteriosa» de Jebedee.
No le presentaron a la comisión, pero conocía de vista a la mitad de sus miembros. Allí estaba Fielding, el medievalista francés de Cambridge; Sparke, de la Escuela de Lenguas Orientales; y Steed-Asprey, que estuvo cenando en la mesa rectoral la noche que le invitó Jebedee. Tuvo que reconocer que se sentía impresionado. Que Fielding saliera de sus habitaciones, cuando más de Cambridge, era en sí un milagro. Smiley recordaría siempre esa entrevista como una danza de los siete velos: una calculada serie de revelaciones, cada una de las cuales mostraba una parte diferente de una entidad misteriosa. Por último, Steed-Asprey, que parecía presidir, levantó el último velo, y la verdad quedó ante él en toda su deslumbrante desnudez. Se le ofrecía un puesto en lo que, a falta de mejor nombre, Steed-Asprey llamó ruborosamente el Servicio Secreto.