Llamada para el muerto (4 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Ella no pareció corresponder a su comprensión:

–Gracias, pero difícilmente voy a poder dormir hoy. El sueño es un lujo que me ha sido negado. -Bajó la mirada oblicuamente hacia su delgada figura. Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos mutuamente veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente… En cuanto a la terrible pérdida… sí, supongo que sí. Pero sepa usted, señor Smiley, que durante mucho tiempo sólo he sido dueña de un cepillo de dientes, que realmente estoy acostumbrada a no tener nada, ni siquiera al cabo de ocho años de matrimonio. Además, he aprendido a sufrir sin quejarme.

Movió la cabeza indicándole que podía sentarse, y con un ademán curiosamente de otro tiempo, se remetió la falda por debajo y se sentó frente a él. Hacía mucho frío en aquel cuarto. Smiley dudó si debía hablar: no se atrevía a mirarla, sino que fijaba los ojos en el vacío, esforzándose desesperadamente en adivinar lo que ocultaba el rostro ajado y fatigado de Elsa Fennan. Le pareció que había transcurrido mucho tiempo hasta que ella volvió a hablar.

–Decía usted que él le resultó simpático. Al parecer, usted no le dio esa impresión.

–No he visto la carta de su marido, pero conozco su contenido. -La cara de Smiley, grave y llena de bolsas, se volvió ahora hacia ella-. La verdad, no tiene sentido. Yo, prácticamente, le dije que estaba…, que recomendaríamos que el asunto no siguiese adelante.

Ella permanecía inmóvil, esperando oír más. ¿Qué podía decir él: «Lamento haber matado a su marido, señora Fennan, pero no hice más que cumplir mi deber»? (Deber ¿hacia quién, por Dios?) «Él estuvo en el partido comunista, en Oxford, hace veinticuatro años. Su ascenso reciente le permitía el acceso a informaciones altamente secretas. Algún entrometido nos escribió una carta anónima, y no tuvimos más remedio que darle curso. La investigación provocó en su marido un estado depresivo que le impulsó al suicidio.»

No dijo nada.

–Ha sido un juego -dijo ella de repente-, un estúpido conflicto de ideas: no tenía nada que ver con él ni con ninguna persona real. ¿Por qué se preocupa usted por nosotros? Vuélvase a Whitehall y busque otros espías en sus tableros de dibujo. -Se detuvo, sin mostrar otra señal de emoción que el ardor de sus oscuros ojos-. Es una vieja enfermedad la que sufre usted, señor Smiley -continuó, sacando un cigarrillo de la caja-, y he conocido a muchas víctimas que la sufren. La mente llega a escindirse del cuerpo; piensa sin ningún contenido real, reina sobre un reino de papel y proyecta sin emoción la ruina de sus víctimas también de papel. Pero a veces la separación entre su mundo y el nuestro es incompleta: a los expedientes les nacen cabezas y brazos y piernas, y es un momento terrible, ¿verdad? Los nombres tienen familias, además de informes, y razones humanas que explican sus tristes expedientes y sus pecados ficticios. Lo que ocurre entonces lo siento por usted.

Se detuvo un momento, y luego continuó:

–Es como el Estado y la Gente. El Estado es también un sueño, un símbolo que no quiere decir nada en absoluto, un vacío, una mente sin cuerpo, una partida que se juega con nubes en el cielo. Pero los Estados hacen la guerra, ¿no es verdad?, y encarcelan a la gente. Soñar con doctrinas, ¡qué limpio! A mi marido y a mí ya nos han limpiado, ¿verdad?

Le miraba fijamente. Ahora se le notaba más su acento.

–Usted se llama el Estado, señor Smiley: usted no tiene sitio entre la gente de verdad. Usted ha soltado una bomba desde el cielo. No baje aquí a mirar la sangre o a oír los gritos.

No había levantado la voz; ahora miraba por encima de él, más allá.

–Parece que le sorprende. Ahora yo debería estar llorando, supongo, pero ya no tengo lágrimas, señor Smiley. Soy estéril: los hijos y mi dolor han muerto. Gracias por haber venido, señor Smiley. Ahora puede marcharse. Aquí no tiene nada que hacer.

Él se inclinó hacia adelante en la butaca, restregándose las nudosas manos contra las rodillas. Parecía preocupado y cargado de beatería, como un tendero que enumera el género del día. La piel de su cara estaba blanca y brillaba en las sienes y en el labio superior. Sólo tenía color debajo de los ojos: medias lunas malva cortadas por la pesada montura de las gafas.

–Escuche, señora Fennan, esa entrevista fue casi un mero formulismo. Creo que su marido disfrutó con ella; creo que casi le satisfizo que se pusieran las cosas en claro.

–¿Cómo puede usted decir eso, cómo puede decir ahora, eso…?

–Le digo que es verdad. Ni siquiera nos vimos en un despacho oficial. Cuando fui a verle, el despacho de Fennan me pareció una especie de paso libre entre otros dos cuartos, así que salimos a pasear por el parque y acabamos en un café. Muy poca inquisición, ya lo ve usted. Incluso le dije que no se preocupara, se lo dije. La verdad es que no comprendo en absoluto la carta…, no encaja a…

–No estoy pensando en la carta, señor Smiley, sino en lo que él me dijo.

–¿A qué se refiere?

–Le impresionó profundamente la entrevista: me lo dijo. Cuando volvió, el lunes por la noche, estaba desesperado, casi incomprensible. Se dejó caer en una butaca, y le convencí para que se acostase. Le di un sedante que le hizo efecto hasta medianoche. A la mañana siguiente, siguió hablando de ello. Le ocupó por completo el pensamiento hasta su muerte.

En el piso de arriba sonaba el teléfono. Smiley se levantó.

–Perdone…, será mi oficina. ¿Le importa?

–Está en la alcoba de la fachada, justamente encima de nosotros.

Smiley subió lentamente las escaleras sumido en el más completo desconcierto. ¿Qué demonios le diría ahora a Maston?

Cogió el auricular, lanzando maquinalmente una ojeada al número del aparato.

–Aquí Walliston veintinueve cuarenta y cuatro.

–Aquí la Central de Teléfonos. Buenos días. Su llamada de las ocho y media.

–¡Ah…! ¡Ah, sí! Muchas gracias.

Colgó, agradecido por la momentánea tregua. Dirigió en torno suyo una breve ojeada por la alcoba. Era la propia habitación de Fennan, austera, pero cómoda. Había dos butacas frente a la chimenea de gas. Smiley recordó entonces que Elsa Fennan había estado en cama durante tres años después de la guerra. Probablemente, era lo que quedaba de aquellos años en que se sentaron al anochecer en la alcoba. Los huecos a ambos lados de la chimenea estaban llenos de libros. En el rincón más apartado, una máquina de escribir sobre una mesa. Había algo íntimo y conmovedor en el arreglo de toda la habitación, y. quizá por primera vez, Smiley se sintió invadido por la sensación directa de la tragedia de la muerte de Fennan. Volvió al cuarto de estar.

–Era para usted. Su llamada de las ocho y media, de Teléfonos.

Se dio cuenta de que se producía una pausa y la miró sin curiosidad. Pero ella le había vuelto la espalda y, de pie, miraba por la ventana, con su delgada espalda muy erguida e inmóvil, y sus rígidos cabellos cortos destacando sobre la luz de la mañana.

De pronto, Smiley la observó fijamente. Se le había ocurrido algo, algo de lo cual debió haberse dado cuenta arriba, en la alcoba; algo tan increíble que por un momento su cerebro fue incapaz de aprehenderlo. Siguió hablando maquinalmente. Tenía que marcharse, huir del teléfono y de las preguntas histéricas de Maston, alejarse de Elsa Fennan y de su casa sombría e inquietante. Alejarse para pensar.

–Señora Fennan, ya la he molestado demasiado, y ahora tengo que seguir su consejo y volverme a Whitehall.

De nuevo la fría mano frágil, y las masculladas expresiones de condolencia.

Cogió el gabán en el vestíbulo y salió al primer sol de la mañana. El sol invernal acababa de aparecer un momento después de la lluvia, y volvía a pintar con pálidos colores mojados los árboles y las casas de Merridale Lane. El cielo seguía gris oscuro, y el mundo, por debajo de él, estaba extrañamente luminoso, devolviendo la luz solar que había robado de no se sabía dónde.

Avanzó despacio por el camino de grava, temiendo que ella le llamara.

Regresó a la comisaría, poseído por turbadores pensamientos. Para empezar, no era Elsa Fennan quien había pedido a la Central de Teléfonos una llamada para las ocho y media de esa mañana.

IV. Café de la Fuente

El comisario principal de la Brigada Criminal de Walliston era un alma generosa y simpática que medía la competencia profesional en años de servicio, sin ver nada de malo en la costumbre. Por otra parte, el inspector Mendel, enviado por Sparrow, era un caballero delgado, con cara de comadreja, que hablaba muy de prisa por la comisura de la boca.

–Tengo un recado de su departamento, señor Smiley. Ha de llamar en seguida al consejero.

El comisario señaló su teléfono con una mano enorme y salió por la puerta abierta de su despacho. Mendel se quedó. Smiley le miró durante un momento como un búho, tratando de adivinar qué clase de hombre era.

–Cierre la puerta.

Mendel se acercó a la puerta y la empujó silenciosamente.

–Quiero hacer una averiguación en la Central de Teléfonos de Walliston. ¿Con quién se puede hablar con mayor facilidad?

–Por lo general, con el ayudante del supervisor. El supervisor siempre está en las nubes: el ayudante es quien hace el trabajo.

–Alguien, de Merridale Lane número quince, pidió que la Central le llamara esta mañana a las ocho y media. Quiero saber a qué hora se hizo esa petición, y quién la hizo. Quiero saber si se trata de una petición de llamada fija por la mañana, y, si es así conocer todos los detalles.

–¿Sabe el número?

–Walliston veintinueve cuarenta y cuatro. Abonado Samuel Fennan, supongo.

Mendel se acercó al teléfono y marcó la Central. Mientras esperaba respuesta, dijo a Smiley:

–No quiere que nadie sepa esto, ¿verdad?

–Nadie. Ni usted. Probablemente no habrá nada. Si empezamos a hablar de asesinato, entonces…

Mendel estaba ya hablando con la Central y preguntaba por el ayudante del supervisor.

–Aquí Walliston, la Criminal, despacho del comisario. Tenemos una investigación… Sí, claro… Llámeme aquí entonces… La línea exterior del servicio es Walliston veinticuatro veintiuno.

Colgó y esperó a que le llamara la Central.

–Una chica sensata -masculló, sin mirar a Smiley.

Sonó el teléfono y él empezó a hablar en seguida.

–Estamos investigando un robo en Merridale Lane, número dieciocho. Es posible que usaran el número quince como punto de observación para la casa de enfrente. ¿Hay algún modo de averiguar si ha habido llamadas con origen o destino en Walliston veintinueve cuarenta y cuatro durante las últimas veinticuatro horas?

Hubo una pausa. Mendel puso la mano en el micrófono y se volvió a Smiley con una ligera sonrisa. A Smiley, de repente, le resultó muy simpático.

–Va a preguntar a las chicas -dijo Mendel- y mirará los contadores.

Volvió al teléfono y empezó a anotar cifras en el bloc del comisario. De pronto se quedó rígido y se inclinó sobre la mesa.

–¡Ah, sí! -su voz era indiferente, en contraste con su actitud-. ¿Y cuándo lo pidió ella? -Otra pausa-. A las ocho menos cinco…, un hombre, ¿eh? ¿Está segura de eso la chica…? ¡Ah, ya veo! Bueno, eso lo arregla todo, muchas gracias. Bien, por lo menos ya sabemos dónde estamos… De ninguna manera, nos ha prestado usted una gran ayuda… Sólo una teoría, eso es todo… Tenemos que pensarlo otra vez, ¿verdad? Bueno, muchas gracias. Muy amable; no lo diga a nadie… Adiós.

Colgó, arrancó la hoja del bloc y se la metió en el bolsillo.

Smiley habló de prisa:

–Hay café magnífico ahí abajo. Necesito desayunar. Vamos a tomar café.

Sonó el teléfono. Smiley casi notaba a Maston al otro lado del hilo. Mendel le miró un momento y pareció comprender. Lo dejaron sonando y salieron rápidamente de la comisaría hacia High Street.

El «Café de la Fuente» (propietaria, señorita Gloria Adam), era estilo Tudor, adornos de latón, y miel local a seis peniques más que en cualquier otro sitio. La propia señorita Adam servía el café más horrible que pueda haber al sur de Manchester, y llamaba a sus clientes «mis amigos». La señorita Adam no hacía negocio con sus amigos, sino que, sencillamente, les robaba, lo cual, no se sabe cómo, contribuía a la ilusión del distinguido dilettantismo que la señorita Adam ponía tanto empeño en conservar. Sus orígenes eran oscuros, pero a menudo hablaba de su difunto padre como «el coronel». Entre los amigos de la señorita Adam, a quienes les había costado especialmente cara su amistad, se rumoreaba que ese grado de coronel le había sido concedido por el Ejército de Salvación.

Mendel y Smiley se sentaron en una mesa de un rincón, junto al fuego, esperando su desayuno. Mendel miró con aire extraño a Smiley:

–La chica recuerda con toda precisión la llamada. Fue hacia el final de su turno: de cinco a ocho, anoche. Una petición de llamada a las ocho y media de esta mañana. La hizo el propio Fennan; la chica está segura de eso.

–¿Cómo?

–Al parecer, el tal Fennan había llamado a la Central en Navidad, cuando estaba de servicio esta misma chica: quería desearles a todas felices Navidades. Ella se quedó encantada; charlaron mucho. Estaba segura de que ayer era la misma voz la que pidió la llamada. «Un caballero muy bien educado», dijo.

–Pero esto no tiene sentido. Escribió una carta diciendo que se suicidaba a las diez y media. ¿Qué pasó entre las ocho y las diez y media?

Mendel cogió una vieja cartera ajada. No tenía cierre. Más bien era una funda de papel de música, pensó Smiley. Sacó de ella una carpeta amarilla corriente y se la pasó a Smiley.

–Facsímil de la carta. El comi dijo que le diera a usted una copia. El original se lo mandan al Foreign Office, y otra copia a Marlene Dietrich.

–¿Quién diablos es ésa?

–Perdón, señor; así llamamos a su consejero. Es el mote que le hemos puesto a los servicios especiales. Lo lamento, señor.

Qué estupendo, pensó Smiley, qué magníficamente estupendo. Abrió la carpeta y miró el facsímil. Mendel seguía hablando:

–La primera carta de un suicidado que veo escrita a máquina en mi vida. Y por si fuera poco, la primera que he visto indicando la hora. Sin embargo, la firma parece la misma. Se ha confrontado en la Comisaría con un recibo que firmó una vez, de un objeto perdido. Tan clara como el agua.

La carta estaba escrita a máquina, probablemente en una portátil. Como la denuncia anónima. Estaba firmada con la clara y legible firma de Fennan.

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