Llamada para el muerto (15 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

»Smiley acude a Walliston a primera hora de la mañana del miércoles 4 de enero, y durante la primera entrevista, recibe una llamada para las ocho y media de la Central que (sin duda ninguna) Fennan había pedido a las 7.55 de la noche anterior. ¿Por qué?

»Esa misma mañana, más tarde, S. vuelve a ver a Elsa Fennan para preguntarle sobre la llamada de las ocho y media… que sabía (según su propia confesión) que “me preocuparía” (no hay duda de que la lisonjera descripción de mis facultades hecha por Mundt había producido su efecto). Después de contar a S. una estúpida historia sobre su mala memoria, pierde la cabeza y llama a Mundt.

»Mundt, probablemente provisto de una fotografía o de una descripción dada por Dieter, decide liquidar a Smiley (¿por encargo de Dieter?), y a última hora de ese día casi lo consigue. (Nota: Mundt no devolvió el coche al garaje de Scarr hasta la noche del 4. Eso no demuestra necesariamente que Mundt no tuviera planes para salir en avión a una hora anterior del día. Si en principio hubiera pensado tomar el avión por la mañana, podría muy bien haber dejado antes el coche en el garaje de Scarr e ir al aeropuerto en autobús.)

»Parece bastante probable que Mundt cambiara sus planes después de la llamada de Elsa. No está claro que los modificase a causa de su llamada.» ¿Realmente le habría contagiado Elsa el pánico a Mundt? ¿Hasta el punto de verse obligado a quedarse y matar a Adam Scarr?, se preguntó.

El teléfono sonaba en el vestíbulo…

–George, soy Peter. No hemos sacado nada ni con la dirección ni con el número del teléfono. Vía muerta.

–¿Qué quieres decir?

–El número del teléfono y la dirección son del mismo sitio: un piso amueblado en Highgate Village.

–¿Y qué?

–Alquilado por un piloto de «Lufteuropa». Pagó la renta de sus dos meses el cinco de enero y no ha vuelto desde entonces.

–¡Maldita sea!

–La dueña recuerda muy bien a Mundt, el amigo del piloto. Dice que era un caballero muy bien educado, para ser alemán; muy generoso. Muchas veces dormía en el sofá.

–¡Ah, Dios mío!

–Repasé el cuarto con un peine. Había una mesa en el rincón. Todos los cajones vacíos, menos uno, que contenía un ticket de guardarropa. No sé de dónde habría venido… Bueno, si quieres reírte, date una vuelta por Cambridge Circus. El Olimpo entero está bullendo de actividad. ¡Ah!, por cierto…

–¿Qué?

–Me di una vuelta por el piso de Dieter. Otro que tal. Se marchó el cuatro de enero. No se lo dijo ni al lechero.

–¿Y qué de su correo?

–Nunca recibía, salvo facturas. También eché una mirada al nidito del camarada Mundt: un par de habitaciones encima de la Misión Siderúrgica. El mobiliario con el resto del material. Lo siento.

–Ya veo.

–Pero te diré una cosa rara, George. ¿Recuerdas que pensé que podía echar una ojeada a los objetos personales pertenecientes a Fennan, la cartera, la agenda, y demás? Que estaban en la policía…

–Sí.

–Bueno, pues su agenda tiene el nombre completo de Dieter en la sección de direcciones, y al lado el número de teléfono de la Misión. ¡Qué caradura!

–Es algo más que eso; es una locura. ¡Dios mío!

–Luego, en el cuatro de enero, está apuntado: «Smiley C. A. Llamada a las ocho treinta.» Lo cual queda confirmado por un apunte del día tres que dice «Pedir llamada para miérc. mañana.» Ahí tienes tu llamada misteriosa.

–Sigue sin explicación.

Una pausa.

–George, he mandado a Félix Taverner al Foreign Office, a hurgar un poco. En un aspecto, la cosa está peor de lo que temíamos, pero mejor en otro sentido.

–¿Por qué?

–Taverner ha metido mano en las fichas del registro de los últimos dos años. Ha podido averiguar qué expedientes habían ido a la sección de Fennan. Cuando esta sección pedía especialmente un expediente, se rellenaba un impreso de solicitud.

–Te escucho.

–Félix encontró que, por lo general, los viernes por la tarde había tres o cuatro expedientes señalados para enviar a Fennan, y volvían a entrar el lunes por la mañana. La deducción es que se llevaba a casa el material durante el fin de semana.

–¡Dios mío!

–Pero lo raro es, George, que en los últimos seis meses, es decir, desde su nuevo nombramiento, tendía a llevarse a casa material no secreto que no podía interesar a nadie.

–¡Pero si durante los últimos meses fue cuando empezó a tratar sobre todo con documentos secretos! -dijo Smiley-. Se podía llevar a casa cualquier cosa que se le antojara.

–Ya lo sé, pero no lo hizo. En realidad, uno diría casi que procedía deliberadamente. Se llevaba a casa material de poco valor, sin relación apenas con su trabajo diario. Sus colegas no pueden comprenderlo, ahora que lo piensan. Incluso se llevó algunos documentos que trataban de asuntos que nada tenían que ver con su sección.

–Y no secretos.

–Eso es… Y no cabe imaginar que tuvieran interés desde el punto de vista del espionaje.

–¿Y antes, antes de desempeñar su nuevo trabajo? ¿Qué clase de material se llevaba entonces a casa?

–Mucho más de lo que podrías imaginarte: documentos que había usado durante el día, política y cosas así.

–¿Secretos?

–Algunos sí, otros no. Según venían.

–Pero ¿nada inesperado… ningún material especialmente delicado que no le correspondiera?

–No. Nada. Tenía de sobra muchas oportunidades a mano, y no las empleó. Supongo que estaba chiflado.

–Tenía que estarlo si puso el nombre de su controlador en su agenda.

–Y entiende esto como quieras: arregló en el Foreign Office tomarse como día libre el cuarto, el día después de su muerte. Al parecer, algo sorprendente en él, porque era un hombre que trabajaba como una bestia.

–¿Qué hace Maston con todo esto? -preguntó a Smiley, tras hacer una pausa.

–En este momento recorriendo los archivos y entrando precipitadamente a verme cada dos minutos con preguntas idiotas. Creo que allá dentro se encuentra completamente desamparado a solas con los hechos.

–Ah, no te preocupes, Peter; podrá con ellos.

–Ya está diciendo que todas las acusaciones contra Fennan se apoyan sólo en las declaraciones de una neurótica.

–Gracias por llamar, Peter.

–Hasta la vista, chico. No te dejes ver mucho.

Smiley colgó y se preguntó dónde estaría Mendel. Había un periódico de la tarde en la mesa del vestíbulo, y lanzó una vaga ojeada al titular «Linchamiento: Los judíos protestan», y, debajo, la noticia del linchamiento de un tendero judío en Düsseldorf. Abrió la puerta del cuarto de estar: Mendel tampoco estaba allí. Luego lo vio a través de la ventana. Llevaba un sombrero de jardinero y daba golpes salvajes con un hacha en un tocón, en el jardín de delante. Smiley le observó un momento y luego subió a descansar otra vez. Cuando llegaba a lo alto de la escalera, el teléfono empezó a sonar de nuevo.

–George…, perdona que te moleste otra vez. Es acerca de Mundt.

–¿Qué?

–Se fue anoche a Berlín en avión, por la «BEA». Viajaba con otro nombre, pero la azafata le reconoció fácilmente. Eso es todo. Mala suerte, amigo.

Smiley apretó un momento con la mano el soporte del auricular, y luego marcó Walliston 2944. Oyó el zumbido del timbre al otro lado: luego se interrumpió y, en su lugar, la voz de Elsa Fennan:

–Diga…, diga…,
¿diga?

Lentamente, colgó. Estaba viva.

¿Por qué demonios ahora? ¿Por qué Mundt volvía ahora a Alemania, cinco semanas después de haber asesinado a Fennan, tres semanas después de haber asesinado a Scarr? ¿Por qué había eliminado el peligro menor -Scarr- y había dejado intacta a Elsa Fennan, neurótica y amargada, capaz en cualquier momento, de tirar por la borda su propia seguridad y contarlo todo? ¿Qué reacción podría desencadenar en ella aquella terrible noche? ¿Cómo era posible que se fiara Dieter de una mujer sobre la que ejercía ahora tan poca influencia? Ella no podía ya salvaguardar el buen nombre de su marido. ¿Acaso, en Dios sabe qué racha de arrepentimiento o de venganza, no se sentiría dispuesta a echar fuera toda la verdad? Evidentemente, habría de transcurrir algún tiempo entre el asesinato de Fennan y el de su mujer, pero ¿qué acontecimiento, qué información, qué peligro obligó a Mundt a tomar la decisión de regresar anoche? Al parecer, se había arrojado a un lado, sin terminar, algún inexorable y complejo plan para conservar el secreto de la traición de Fennan. ¿Qué había ocurrido ayer que Mundt pudiera conocer? ¿O la oportunidad de su partida se debía a una coincidencia? Smiley se negaba a creer que lo fuera. Si Mundt se quedó en Inglaterra después de los dos asesinatos y el ataque a Smiley, lo había hecho de mala gana, esperando alguna oportunidad o algún suceso que le permitiera marchar. No se quedaría ni un momento más de lo necesario. Pero ¿qué había hecho desde la muerte de Scarr? Escondido en algún cuarto solitario, aislado de la luz y las noticias. Entonces ¿por qué se había ido volando tan repentinamente?

¿Y Fennan? ¿Qué espía era ése que elegía información inofensiva para sus amos cuando tenía al alcance de los dedos verdaderas joyas? ¿Acaso un cambio de propósito? ¿Habría cedido su intención? Entonces ¿por qué no se lo contó a su mujer, para quien su delito era una constante pesadilla, y que se habría alegrado de su conversación? Ahora parecía que Fennan nunca había mostrado ninguna preferencia por documentos secretos: sencillamente, se había llevado a casa cualquier expediente que tuviera entre manos. Ciertamente, un debilitamiento en su intención explicaría la extraña cita para almorzar en Marlow, y la convicción de Dieter de que Fennan le traicionaba. Y ¿quién escribió la carta anónima?

Nada tenía sentido, nada. El propio Fennan -brillante, elocuente, y atractivo- había engañado con tal naturalidad, con tal experiencia… A Smiley le pareció verdaderamente simpático. ¿Por qué, entonces, este experto en engañar había cometido la increíble pifia de poner el nombre de Dieter en su agenda y de demostrar tan poco juicio o interés en la selección de informaciones?

Smiley subió la escalera para empaquetar los pocos objetos suyos que Mendel le había llevado de Bywater Street. Todo había terminado.

XIV. El grupo de Dresde

Se detuvo en el umbral y dejó en el suelo la maleta, buscando a tientas el llavín. Al abrir la puerta, recordó a Mundt allí, mirándole con aquellos ojos de azul palidísimo, calculadores y firmes. Era extraño pensar en Mundt como discípulo de Dieter. Mundt había actuado con la inflexibilidad de un mercenario bien entrenado: eficaz, constante, mezquino. No hubo nada original en su técnica: en todo fue una sombra de su maestro. Era como si los trucos brillantes e imaginativos de Dieter se hubieran condensado en un manual que Mundt se hubiese aprendido de memoria, añadiendo sólo la sal de su propia brutalidad.

Smiley, adrede, no había dejado dirección, y en el felpudo de la puerta había un montón de cartas. Lo recogió, lo puso en la mesa del vestíbulo y empezó a abrir puertas y a mirar a su alrededor, con una expresión de desconcierto y desamparo. La casa le resultaba extraña, fría y mohosa. Al pasar lentamente de un cuarto a otro, empezó por primera vez a darse cuenta de cuán vacía se había quedado su vida.

Buscó cerillas para encender la chimenea de gas, pero no había. Se sentó en una butaca en el cuarto de estar y sus ojos erraron por los estantes de libros y los objetos dispersos que había reunido en sus viajes. Cuando le dejó Ann, había empezado a eliminar rigurosamente todo rastro suyo. Incluso se quitó de encima sus libros. Pero poco a poco dejó que volvieran a afirmarse los pocos símbolos que quedaban vinculando su vida a la de Ann: regalos de boda de amigos íntimos que representaban demasiado para regalarlos a cualquiera. Había un esbozo de Watteau, regalo de Peter Guillam, y un grupo de porcelana de Dresde, de Steed-Asprey.

Se levantó de la butaca y se acercó al armario del rincón donde estaba el grupo. Le gustaba admirar la belleza de aquellas figuras, la diminuta cortesana rococó en traje de pastora, con las manos extendidas hacia un enamorado adorador y volviendo la carita hacia otro. Se sintió incongruente ante esa frágil perfección, como se había sentido ante Ann al empezar la conquista que tanto asombró a la sociedad. No se sabe cómo, aquellas figurillas le consolaban: era tan inútil esperar fidelidad de Ann como de esa diminuta pastora en su fanal de cristal. Steed-Asprey compró el grupo en Dresde antes de la guerra: había sido la joya de su colección, y se lo regaló a ellos. Quizá adivinó que un día Smiley necesitaría la sencilla doctrina que presentaba.

Dresde: de todas las ciudades alemanas, era la favorita de Smiley. Le había gustado su arquitectura, su extraña mezcla de edificios medievales y clásicos, a veces recordándole a Oxford, sus cúpulas, sus torres, sus agujas, sus tejados de cobre verde reluciendo bajo un cálido sol. Su nombre significaba «ciudad de los habitantes de los bosques», y allí fue donde el rey Wenceslao de Bohemia protegió con regalos y privilegios a los poetas ministriles. Smiley recordó la última vez que había estado allí, visitando a un conocido de la Universidad, un profesor de filosofía al que encontró en Inglaterra. En esa visita fue cuando vio a Dieter Frey dando vueltas penosamente al patio de la prisión. Todavía le parecía verle, alto y colérico, monstruosamente cambiado a causa de su cabeza afeitada, demasiado grande, no se sabe cómo, para esa pequeña prisión. Dresde, recordó, era el lugar de nacimiento de Elsa Fennan. Se acordó de haber echado una ojeada a sus datos personales en el Ministerio: Elsa, de soltera Freimann, nacida en 1917 en Dresde, Alemania, de padres alemanes: educada en Dresde: en prisión 1938-1945. Trató de situarla sobre el telón de fondo de su hogar, la distinguida familia judía que llevaba adelante su vida entre insultos y persecuciones. «Soñaba con un largo pelo dorado, y me afeitaron la cabeza.» Comprendió, con exactitud que le hizo sentir náuseas, por qué se teñía el pelo. Quizá había sido como esta pastora, linda y de pecho firme. Pero el cuerpo había sido tan quebrantado por el hambre que quedó frágil y feo, como los restos de un pajarillo.

Se la imaginaba en la terrible noche en que encontró al asesino de su marido al lado del cadáver. Él la oía explicar, sollozante y sin aliento, por qué Fennan había ido al parque con Smiley: y Mundt, sin conmoverse, discutiendo y razonando, obligándola finalmente a conspirar una vez más contra su voluntad en el más terrible e innecesario de los crímenes, arrastrándola al teléfono y haciéndola llamar al teatro, y por último, atormentada y agotada, dejarla que hiciera frente a las investigaciones que tenían que seguir, e incluso forzándola a que escribiera esa inútil carta de suicidio con la firma de Fennan. Era más inhumano de lo que se pudiera creer, y un riesgo fantástico para Mundt, añadió Smiley para sí.

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