Llamada para el muerto (12 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

–Claro. Vaya, perdón, debí habérselo dicho.

–¿Habló con él?

–Bueno, sólo para decir que ahí tenía la cartera, y esas cosas.

–¿Qué voz tenía?

–Ah, extranjero, como la señora Fennan. Ella es extranjera, ¿verdad? A eso le eché la culpa de todo…, de su trastorno y su situación: temperamento extranjero.

Sonrió a Mendel, esperó un momento, y luego salió, andando como Alicia en el País de las Maravillas.

–Vaca -dijo la señora Oriel, mirando a la puerta cerrada. Sus ojos se volvieron hacia Mendel-. Bueno, espero que se haya cobrado el valor de sus cinco libras.

–Creo que sí -dijo Mendel.

XI. El club poco respetable

Mendel encontró a Smiley sentado en una butaca y vestido del todo. Peter Guillam se había tendido cómodamente en la cama y sostenía en la mano, negligentemente, una carpeta de color verde pálido. Afuera, el cielo estaba negro y amenazador.

–Entra el tercer asesino -dijo Guillam cuando entró Mendel.

Mendel se sentó a los pies de la cama y, contento, movió la cabeza hacia Smiley, que parecía pálido, y deprimido.

–Le felicito. Me alegra verle de pie.

–Gracias. Me temo que si me viera de pie, no me felicitaría. Me siento tan débil como un gato recién nacido.

–¿Cuándo le dejarán marcharse?

–No sé cuándo suponen ellos que me voy a marchar…

–¿No lo ha preguntado?

–No.

–Bueno, convendría que lo hiciera. Le traigo noticias. No sé qué significan, pero significan algo.

–Bueno, bueno -dijo Guillam-, todo el mundo tiene noticias para todo el mundo. ¡Qué emoción! George ha estado mirando mi álbum familiar -levantó ligeramente la carpeta verde- y reconoce a todos sus viejos colegas.

Mendel se sintió desconcertado y bastante desplazado al margen. Smiley intervino.

–Se lo contaré todo cuando cenemos mañana juntos. Me voy de aquí por la mañana, digan lo que digan. Creo que hemos encontrado al asesino, y otras muchas cosas. Ahora vengan sus noticias.

En sus ojos no había triunfo. Sólo una profunda preocupación.

Pertenecer al club al que pertenecía Smiley no es algo que se cite entre las cualidades respetables de los que adornan las páginas del
Quién es Quién
. Lo formó un joven renegado del club «Junior Carlton», llamado Steed-Asprey, que había sido amonestado por el secretario, por blasfemar al alcance de los oídos de un obispo sudafricano. Este persuadió a su antigua patrona de Oxford para que dejara su tranquila casa de Holywell y tomase dos cuartos y un sótano en Manchester Square, que un pariente adinerado había puesto a disposición de Steed-Asprey. Había tenido antes cuarenta miembros, cada uno de los cuales pagaba cincuenta guineas al año. Quedaban treinta y uno. No había mujeres ni reglamentos, ni secretarios ni obispos. Uno podía tomar bocadillos y pagar una botella de cerveza, o podía tomar bocadillos y no pagar una botella de nada. Mientras que uno fuera razonablemente sobrio y se ocupara de sus propios asuntos, a nadie le importaba un pito cómo vistiera, o qué hiciera o dijese, o quién llevara consigo. La señora Sturgeon ya no seguía molestando en el bar, ni le servía a uno la cerveza incluso delante del fuego, sino que presidía con simpática comodidad los servicios de dos sargentos retirados de un pequeño regimiento de línea.

Como era de esperar, la mayor parte de los socios eran aproximadamente coetáneos de Smiley en Oxford. Siempre se habían puesto de acuerdo en que el club serviría sólo para una generación, y que envejecería y moriría con sus socios. La guerra se había llevado su porción de Jebedee y otros, pero nadie había sugerido que eligieran nuevos socios. Además, el local era ahora de propiedad, se había resuelto el porvenir de la señora Sturgeon, y el club era solvente.

Era un sábado por la tarde y había sólo media docena de personas. Smiley había pedido la cena, y les habían puesto una mesa en el sótano, donde brillaba un fuego de carbón en una chimenea de ladrillo. Estaban solos, había solomillo y oporto. Fuera, la lluvia caía sin cesar. Aquella noche, a los tres, el mundo les parecía un sitio decente y sin problemas, a pesar del extraño asunto que les reunía.

–Para que tenga sentido lo que les voy a decir -empezó por fin Smiley, dirigiéndose sobre todo a Mendel-, tendré que hablar largamente de mí mismo. Como saben, soy agente secreto de carrera: estoy en el Servicio desde antes del Diluvio, desde antes de que nos mezclaran en la política del poder con Whitehall. En aquellos días, andábamos escasos de personal y de paga. Después del acostumbrado entrenamiento y prueba en Sudamérica y Europa Central, acepté un empleo de profesor en una Universidad alemana, localizando jóvenes talentos alemanes con potencial de agente. -Se detuvo, sonrió a Mendel, y dijo-: Perdone la jerga.

Mendel asintió solemnemente y Smiley continuó. Se daba cuenta de que estaba poniéndose pedante, pero no sabía cómo evitarlo.

–Fue poco antes de la última guerra, una época terrible entonces en Alemania: la intolerancia se había vuelto loca. Hubiera sido un chiflado si hubiese abordado yo mismo a cualquiera. Mi única posibilidad era parecer lo más gris posible, en lo político y lo social, y proponer candidatos para que otro los reclutara. Traté de traer algunos a Inglaterra durante los breves períodos de intercambio de estudiantes. Cuando vine por aquí, me cuidé de no tener contacto alguno con el Departamento, porque en aquellos días no teníamos idea de la eficacia del contraespionaje alemán. Nunca supe a quién abordaban, y, desde luego, así era mucho mejor. En el caso de que me hicieran saltar, quiero decir.

»Mi relato empieza realmente en 1938. Una tarde de verano, yo estaba solo en mi cuarto. Había sido un hermoso día, cálido y tranquilo. Como si nunca se hubiese oído hablar del fascismo. Yo trabajaba en mangas de camisa en una mesa colocada junto a la ventana, pero sin trabajar mucho, porque era una tarde estupenda.

Se detuvo, cohibido no se sabe por qué, y se entretuvo un poco con el oporto. En sus mejillas aparecieron dos manchas, rosáceas. Se sintió un poco embriagado, aunque había tomado muy poco vino.

–Para continuar -dijo, y se consideró un asno-; lo siento, me encuentro un poco torpe de palabra… En fin, mientras yo estaba allí sentado, llamaron a la puerta y entró un joven estudiante. Tenía diecinueve años, pero parecía más joven. Se llamaba Dieter Frey. Era un alumno mío, un muchacho inteligente y de notable aspecto.

Smiley volvió a hacer una pausa, mirando al vacío. Tal vez era su malestar, su debilidad, lo que le ponía tan vívidamente delante su recuerdo.

–Dieter era un muchacho muy apuesto, de frente despejada y con una mata de pelo negro desordenado. Tenía deformada la parte inferior del cuerpo, creo que por una parálisis infantil. Llevaba bastón y se apoyaba mucho en él al andar. Naturalmente, resultaba una figura bastante romántica en una pequeña Universidad: le consideraban una especie de Byron, y cosas así. En realidad, a mí nunca me pareció un romántico. Los alemanes tienen una gran pasión por descubrir jóvenes genios, ya saben, desde Herder a Stefan George… Alguien los exhibe y maneja, prácticamente desde la cuna. Pero a Dieter no se le podía manejar así. Tenía una feroz independencia, una inexorabilidad que asustaba al más decidido patrocinador. Esa actitud defensiva de Dieter no procedía sólo de su defecto físico, sino de su raza: era judío. Nunca pude entender cómo demonios conservaba su puesto en la Universidad. Es posible que no supieran que era judío; su belleza podía haber sido meridional, supongo, italiana, pero realmente no veo cómo. Para mí, evidentemente, era judío…

»Dieter era socialista. No mantenía en secreto sus opiniones, ni siquiera en aquellos días. Una vez estuve considerando su posible reclutamiento, pero parecía inútil hacer entrar a nadie tan evidentemente señalado para el campo de concentración. Además, era demasiado acalorado, demasiado rápido en sus reacciones, demasiado visible, demasiado vanidoso. Dirigía todas las sociedades de la Universidad: el club de discusiones, el político, el de poesía, y así sucesivamente. En todos los grupos atléticos tenía puestos honoríficos. Poseía, además, el valor de no beber en una Universidad donde uno demostraba su hombría pasándose la mayor parte del primer curso borracho.

»Ése era Dieter; un lisiado alto, guapo, dominador, el ídolo de su generación: un judío. Ese era el hombre que fue a verme en aquella cálida tarde de verano.

»Hice que se sentara y le ofrecí de beber, pero rehusó. Preparé café, me parece, en un hornillo de gas. Hablamos de modo caótico de mi última conferencia sobre Keats. Yo me había quejado de la aplicación de los métodos de la crítica alemana a la poesía inglesa, y eso había provocado alguna discusión (como de costumbre) sobre la interpretación de la “decadencia” en el arte. Dieter volvió a sacarlo todo a relucir y cada vez habló con más franqueza condenando a la Alemania moderna, y, por último, al propio nazismo. Naturalmente, me mostré cauto: creo que en esos días era menos tonto que ahora. Al final, me preguntó a bocajarro qué pensaba yo de los nazis. Respondí, subrayándolo mucho, que no tenía ganas de criticar a mis anfitriones, y que, de todos modos, me parecía que la política no era demasiado divertida. Nunca olvidaré su respuesta. Se puso furioso, se enderezó trabajosamente y me gritó:
¡Von Freude ist nicht die Rede!
(¡No se habla de diversión!)

Smiley se interrumpió y miró a Guillam, al otro lado de la mesa:

–Perdona, Peter. Soy bastante prolijo.

–Tonterías, chico. Cuenta el asunto a tu modo.

Mendel gruñó su aprobación: estaba sentado ante él, bastante rígido, con las manos en la mesa. No había en el cuarto más luz que el claro fulgor del fuego, que lanzaba altas sombras sobre la pared sin desbastar que había a sus espaldas. La botella de oporto estaba vacía en sus tres cuartas partes, Smiley se sirvió un poco y lo pasó a los demás.

–Se puso furioso contra mí. Sencillamente, no comprendía cómo podía yo aplicar un criterio independiente al arte y permanecer tan insensible a la política; cómo podía hablar tanto de la libertad artística cuando un tercio de Europa estaba con cadenas. ¿No significaba nada para mí que la civilización contemporánea muriera desangrada? ¿Qué tenía de sagrado el siglo o dieciocho para que yo pudiera despreciar el veinte? Había ido a verme porque le gustaban mis seminarios y me creía un hombre ilustrado pero ahora se daba cuenta de que yo era peor que todos ellos.

»Le dejé marchar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sobre el papel, de todos modos, era sospechoso: un judío rebelde con un puesto en la Universidad y, sin embargo, misteriosamente libre. Pero le observé. El curso casi había acabado y pronto iba a empezar las vacaciones de verano. Tres días después, en el debate final del curso, habló con temible franqueza. Realmente asustó a la gente, todos se asustaron y se quedaron silenciosos. Llegó el fin de curso y Dieter se marchó sin decirme una sola palabra de despedida. No esperé volver a verle nunca.

»Unos seis meses más tarde le vi. Yo había ido a ver a unos amigos a Dresde, la ciudad natal de Dieter, y llegué con media hora de adelanto a la estación. En vez de vagar por el andén, decidí dar una vuelta. A unos doscientos metros de la estación había una casa alta del siglo diecisiete, más bien sombría. Delante tenía un pequeño jardín con altas verjas de hierro y una puerta de hierro forjado. Al parecer, la habían convertido en prisión temporal: un grupo de prisioneros rapados, hombres y mujeres, hacían ejercicios en este terreno, dando vueltas a su perímetro. En medio había dos vigilantes con ametralladoras. Al fijarme, observé una figura conocida, más alta que las demás, renqueando y esforzándose por mantenerse al paso de todos. Era Dieter. Le habían quitado el bastón.

»Cuando volví a pensar en ello más tarde, me di cuenta, claro está, de que la Gestapo no habría detenido al miembro más popular de la Universidad mientras siguiera el curso. Me olvidé de mi tren, volví a la ciudad y busqué a sus padres en el listín telefónico. Sabía que su padre había sido médico, así que no me resultó difícil. Fui a la dirección y sólo encontré a su madre. Él padre había muerto ya en un campo de concentración. No tenía ganas de hablar de Dieter, pero resultó que no había ido a una prisión judía, sino a una general, y según parecía, sólo para “un período de corrección”. Esperaba que volviera dentro de unos tres meses. Le dejé un recado diciendo que todavía tenía unos libros suyos y me gustaría devolvérselos si iba a verme.

»Me temo que los acontecimientos de 1939 me trastornaron, porque creo que no volví a acordarme de Dieter en todo aquel año. Poco después de volver de Dresde, mi Departamento me mandó regresar a Inglaterra. Hice el equipaje y salí en menos de cuarenta y ocho horas para encontrar Londres convertido en un torbellino. Me dieron un nuevo puesto que requería intensa preparación, documentación y entrenamiento. Tenía que volver en seguida a Europa y poner en acción a los agentes, casi sin probar, que se habían reclutado en Alemania para semejante urgencia. Empecé a aprenderme de memoria aquella docena de nombres y direcciones. Pueden imaginar mi reacción al descubrir entre ellos a Dieter Frey.

»Cuando leí su expediente, encontré que, más o menos, se había reclutado él mismo irrumpiendo en el Consulado de Dresde y exigiendo saber por qué nadie levantaba un dedo para detener la persecución de los judíos. -Smiley hizo una pausa y se rió para sí mismo-: Dieter valía mucho para lograr que la gente hiciera cosas.

Lanzó una ojeada rápida a Mendel y Guillam. Los dos tenían los ojos fijos en él.

–Me parece que mi primera reacción fue algo quisquillosa. El muchacho había estado delante de mis narices y yo no lo había considerado apropiado. ¿Qué se proponía el burro que estuviera en Dresde? Y luego me alarmó tener en mis manos ese carbón encendido, cuyo temperamento impulsivo podía costarme la vida a mí y a otros. A pesar de los ligeros cambios de mi aspecto y la nueva cobertura bajo la que actuaba, evidentemente tendría que darme a conocer a Dieter como el mismo George Smiley de la Universidad, de modo que podía hacerme saltar por los aires. Parecía un comienzo bastante desgraciado, y casi me decidí a organizar mi red sin Dieter. Pero en la práctica resultó que estaba equivocado. Era un magnífico agente.

»No trató de ser menos espectacular, sino que uso hábilmente de sus extravagancias como una especie de doble
bluff
. Su deformidad le dejó fuera de los servicios militares, y encontró un trabajo de empleado en ferrocarriles. En seguida se abrió paso hasta un puesto de auténtica responsabilidad, y fue fantástica la cantidad de información que obtuvo: detalles sobre transporte de tropas y munición, su destino y fecha de tránsito. Después informó sobre la eficacia de nuestros bombardeos, y seleccionó blancos clave. Era un estupendo organizador y creo que eso fue lo que le salvó. Trabajaba admirablemente en los ferrocarriles, se hizo indispensable, de servicio a todas horas del día y de la noche, y se volvió casi inviolable. Incluso le dieron una condecoración civil por méritos excepcionales, y supongo que la Gestapo creyó conveniente perder su expediente.

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