Llamada para el muerto (13 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

»Dieter tenía una teoría que era Fausto puro. El pensamiento solo no tenía valor. Había que actuar para que el pensamiento tuviera realidad. Solía decir que la mayor equivocación que había cometido el hombre era distinguir entre el espíritu y el cuerpo: una orden no existe si no es obedecida. Solía citar mucho a Kleist: “Si todos los ojos estuvieran hechos de cristal verde, y todo lo que parece blanco fuera realmente verde, ¿quién podría saberlo?” Algo así.

»Como digo, Dieter era un agente estupendo. Incluso llegó a disponer que ciertos trenes de mercancías circularan en las noches propicias para ser volados por nuestros bombarderos. Tenía trucos completamente suyos: un genio natural para todo el instrumental del espionaje. Parecía absurdo suponer que pudiera durar, pero los efectos de nuestros bombardeos tenían a menudo un radio de acción tan grande que habría parecido pueril atribuirlos a la traición de una sola persona, cuanto menos de un hombre tan notoriamente sincero como Dieter.

»Donde intervenía él, mi trabajo era fácil. Dieter, en realidad, viajaba mucho: tenía un pase especial que le llevaba a todas partes. La comunicación con él era juego de niños en comparación con otros agentes. A veces, incluso nos reuníamos a hablar en un café, o iba a buscarme en un coche del Ministerio y me llevaba a lo largo de sesenta o setenta millas por una carretera, como si me hiciera un favor. Pero más frecuentemente hacíamos un viaje en el mismo tren y nos cambiábamos las carteras en el bolsillo, o íbamos al teatro con paquetes y, nos cambiábamos los tiquets del guardarropa. Rara vez me daba informes efectivos sino simplemente copias al carbón de órdenes de tránsito. Hacía trabajar mucho a su secretaria: la obligaba a tener un registro especial que “destruía” cada tres meses vaciándolo en su cartera a la hora del almuerzo.

»Bueno, en 1943 me hicieron volver. Mi cobertura comercial, para entonces, era bastante pobre, según creo, y me creaba demasiados problemas.

Se detuvo, y cogió un cigarrillo de la pitillera de Guillam.

–Pero no perdamos de vista a Dieter -dijo Era mi mejor agente, pero no el único. Yo tenía muchos quebraderos de cabeza por mi parte: manejarle a él era una diversión comparándolo con otros. Cuando acabó la guerra, traté de averiguar por mi sucesor qué había sido de Dieter y de los demás. Algunos se habían instalado en Australia y Canadá; otros, sencillamente, habían vuelto a la deriva a lo que quedaba de sus ciudades de origen. Creo que Dieter vaciló. Los rusos estaban en Dresde, y quizá se le presentaron algunas dudas. Al fin, fue allá: tenía que ir, realmente, por su madre. De todas maneras, odiaba a los americanos. Y, desde luego, era socialista.

»Después oí decir que había hecho carrera allí. La experiencia administrativa que había adquirido durante la guerra le consiguió algún trabajo gubernamental en la nueva república. Supongo que su fama de rebelde y el sufrimiento de su familia le despejaron el camino. Debe de habérselas arreglado muy bien él mismo.

–¿Por qué? -preguntó Mendel.

–Estuvo aquí hasta hace un mes dirigiendo la Misión Siderúrgica.

–Eso no es todo -dijo rápidamente Guillam-. Sí cree usted que ya tiene bastante, Mendel, le diré que le he ahorrado otra visita a Weybridge esta mañana y he visto a Elizabeth Pidgeon. Fue idea de George. -Se volvió hacia Smiley-. Es una especie de Moby Dick, ¿verdad? La ballena blanca devoradora de hombres.

–¿Y qué? -dijo Mendel.

–Le enseñé un retrato de ese joven diplomático llamado Mundt, que habían dejado para recoger los restos. Elizabeth le reconoció en seguida como el hombre guapo que fue a buscar la cartera de música de Elsa Fennan. ¿No es divertido?

–Pero…

–Ya sé lo que va a preguntar, tío listo. Quiere saber si George le reconoció también. Pues, sí. Es el mismo tipo asqueroso que trató de hacerle entrar en su propia casa en Bywater Street. ¿Verdad que se movía bien?

Mendel condujo el coche hasta Mitcham. Smiley estaba muerto de fatiga. Llovía otra vez y hacía frío. Smiley se envolvió en su gabán, y, a pesar de su fatiga, observó con silencioso placer cómo pasaba la atareada noche de Londres. Siempre le había gustado viajar. Incluso ahora, si le daban a elegir, prefería cruzar Francia en tren antes que volando. Todavía respondía a los mágicos ruidos de un viaje nocturno por Europa, las campanadas extrañamente cacofónicas y las voces francesas despertándole de repente de sus sueños ingleses. A Ann le había gustado también, y habían viajado dos veces por el continente para compartir los dudosos goces de ese incómodo viaje.

Cuando estuvieron de vuelta, Smiley se metió en la cama en seguida, mientras Mendel hacía té. Lo tomaron en la alcoba de Smiley.

–¿Qué hacemos ahora? -preguntó Mendel.

–Creo que yo podría ir mañana a Walliston.

–Usted debería pasar el día en la cama. ¿Qué quiere hacer allí?

–Ver a Elsa Fennan.

–No está seguro de sus propias fuerzas. Sería mejor que me dejara ir a mí. Yo me quedaré en el coche mientras usted habla. Ella es judía, ¿no?

Smiley asintió.

–Mi padre era judío. Pero nunca armó tanto alboroto acerca de ello.

XII. Sueño en venta

Ella abrió la puerta y se le quedó mirando un momento en silencio.

–Podía haberme avisado de que iba a venir -dijo.

–Me pareció más seguro no hacerlo.

Volvió a quedarse callada. Al fin, dijo:

–No sé qué quiere decir.

Pareció costarle mucho.

–¿Puedo entrar? -dijo Smiley-. No tenemos mucho tiempo.

Parecía envejecida y cansada, quizá más rígida. Le llevó al cuarto de estar y le indicó una butaca con una expresión algo parecida a la resignación.

Smiley le ofreció un cigarrillo y cogió uno. Estaba inmóvil junto a la ventana. Al mirarla, él observó su respiración rápida, sus ojos febriles, y se dio cuenta de que casi había perdido la capacidad de defenderse.

Cuando habló Smiley, su voz fue amable, conciliadora. A Elsa Fennan debió de parecerle una voz que llevaba mucho tiempo anhelando, irresistible, ofreciendo toda la fuerza, el consuelo, la compasión y la seguridad. Poco a poco se apartó de la ventana, y su mano derecha que se había apretado contra el alféizar, se deslizó reflexivamente a lo largo de él, y luego se desplomó vertical con un ademán de sumisión. Se sentó enfrente de él, con los ojos fijos en Smiley reflejando una absoluta confianza, como los ojos de una enamorada.

–Debe de haber estado terriblemente sola -dijo él-. Nadie lo puede soportar para siempre. Hace falta valor, además, y es muy difícil ser valiente a solas. Ellos no lo entienden nunca, ¿verdad? Nunca saben lo que cuesta: los sórdidos trucos de mentira y engaño, al quedar aislados de la gente corriente. Creen que uno puede correr con su mismo combustible: las banderas agitadas y la música. Pero uno necesita otra clase de combustible cuando está solo, ¿no? Hace falta odiar, y se necesita fuerza para odiar durante todo el tiempo. Y lo que uno tiene que amar es algo muy remoto, muy vago, cuando uno no forma parte de ello.

Hizo una pausa. «Pronto -pensó-, pronto vas a derrumbarte.»

Deseó desesperadamente que ella le aceptara, que admitiera su consuelo. La miró. Pronto se derrumbaría.

–Dije que no teníamos mucho tiempo. ¿Sabe lo que quiero decir?

Ella había cruzado las manos en el regazo y se las miraba. Smiley vio las raíces oscuras de su pelo amarillo y se preguntó por qué se lo teñiría. Ella no pareció haber oído su pregunta.

–Cuando la dejé, aquella mañana, hace un mes, fui a mi casa de Londres. Un hombre trató de matarme. Aquella noche casi lo consiguió: me golpeó brutalmente en la cabeza. Acabo de salir del hospital. La verdad es que tuve suerte. Luego, estaba el hombre del garaje donde él había alquilado el coche. La policía del río sacó su cadáver del Támesis no hace mucho. No había señales de violencia: simplemente, estaba lleno de whisky. No lo pueden comprender: llevaba años enteros viviendo junto al río. Pero estamos tratando con un hombre competente, ¿verdad? Un experto homicida. Parece que trata de eliminar a todo el que pueda relacionarle con Samuel Fennan. O con su mujer, desde luego. Después está esa chica rubia del «Repertory Theatre»…

–¿Qué dice usted? -susurró ella-, ¿qué trata de contarme?

Smiley, de repente, sintió deseos de hacerle daño, de romper los últimos restos de su voluntad, de eliminarla por completo como enemiga. Ella le había obsesionado durante tanto tiempo, como un misterio y una fuerza, mientras él yacía inerme.

–¿A qué cree que están jugando ustedes dos? ¿Se imagina que puede coquetear con un poder como el de ellos, dando un poco sin darlo, todo? ¿Se imagina que puede detener el baile… dominar la fuerza que usted les da? ¿Qué sueños ha abrigado, señora Fennan, para que el mundo tuviese en ellos tan escaso papel?

Ella sepultó la cabeza en las manos y Smiley vio correr las lágrimas entre sus dedos. Su cuerpo se estremeció con grandes sollozos, y sus palabras fueron dichas lentamente, como arrancadas a la fuerza.

–No, nada de sueños. Yo no tenía más sueño que él. Él tenía solo un sueño, sí, solo un gran sueño. -Siguió llorando, inerme, y Smiley, medio triunfante, medio avergonzado, esperó a que hablara otra vez. De repente levantó la cabeza y le miró, con las lágrimas todavía deslizándose por sus mejillas. -Míreme -dijo-: ¿Qué sueño me dejaron? Soñé con un pelo largo y dorado, y me afeitaron la cabeza; soñé con un cuerpo hermoso, y me lo estropearon a fuerza de hambre. He visto lo que son los seres humanos: ¿cómo podía yo creer en una fórmula para seres humanos? Se lo dije, se lo dije mil veces: «No hay que hacer leyes, ni bonitas teorías, ni juicios, y entonces a lo mejor la gente se querrá. Pero en cuanto se les da una teoría y se les deja inventar una consigna, el juego empieza otra vez.» Se lo dije. Noches enteras nos pasamos hablando de eso. Pero no, ese chiquillo tenía que conseguir su sueño, y si había que construir un mundo nuevo, Samuel Fennan tenía que construirlo. Yo le dije: «Escucha, te han dado todo lo que tienes, una casa, dinero y confianza. ¿Por qué obras así para con ellos?» Y él me dijo: «Lo hago en su provecho. Soy el cirujano, y un día comprenderán.» Era un niño, señor Smiley, y lo manejaron como a un niño.

Él no se atrevía a hablar, no tenía valor para añadir nada a la prueba.

–Hace cinco años conoció a Dieter. En un refugio de esquiadores junto a Garmisch. Freitag nos dijo luego que Dieter lo había planeado de esa manera. De todos modos, Dieter no podía esquiar, por sus piernas. Nada pareció real entonces: Freitag no era nombre real. Fennan lo llamó Freitag, «Viernes», como al indígena Viernes de Robinsón Crusoe. Dieter lo encontró muy divertido, y después nunca más hablábamos de Dieter, sino siempre del señor Robinsón y de Freitag. -Se interrumpió agotada, y le miró con una levísima sonrisa-: Lo siento -dijo-, no soy muy coherente.

–Comprendo -dijo Smiley.

–Esa chica… ¿Qué ha dicho de esa chica?

–Está viva. No se preocupe. Siga.

–Fennan le apreciaba a usted, ya sabe. Freitag trató de matarle a usted…, ¿por qué?

–Porque volví, supongo, y le pregunté a usted sobre la llamada de las ocho y media. Usted se lo dijo a Freitag, ¿no?

–¡Dios mío! -dijo ella, con los dedos en la boca.

–Le llamó por teléfono, ¿verdad? En cuanto yo me fui, ¿no?

–Sí, sí. Estaba asustada. Quise avisarle que se fueran, él y Dieter, que se marcharan y no volvieran jamás, porque sabía que usted lo averiguaría. Si no hoy, algún día, pero estaba segura de que acabaría por averiguarlo. ¿Por qué nunca no me dejaban sola? Tenían miedo de mí, porque sabían, que yo no tenía sueños, que sólo quería a Samuel, que deseaba que estuviera a salvo, para quererle y cuidarle. Contaban con eso.

–De modo que usted le llamó en seguida -dijo-. Primero probó el número en Primrose, y no pudo comunicar.

–Sí -dijo ella, vagamente-. Sí, es verdad. Pero los dos números eran de Primrose.

–Así, que llamó al otro número, al de reserva…

Volvió, derivando, hacia la ventana, repentinamente agotada y tambaleante. Ahora parecía más contenta. La tormenta la había dejado reflexiva, y, en cierto modo, más satisfecha.

–Sí. Freitag siempre andaba con planes de reserva.

–¿Cuál era el otro número? -insistió.

–¿Por qué quiere saberlo?

Smiley se acercó y se puso a su lado, junto a la ventana, observando su perfil. De pronto, su voz se hizo áspera y enérgica.

–Dije que la chica estaba sana y salva. Usted y yo estamos vivos también. Pero no crea que eso va a durar.

Ella se volvió hacia él con un destello de miedo en los ojos, le miró un momento y luego inclinó la cabeza. Smiley la llevó del brazo hasta una butaca. Ella se sentó maquinalmente, casi con la ausente expresión de la locura incipiente.

–El otro número era noventa y siete cuarenta y siete.

–Y dirección…, ¿tenía alguna dirección?

–No, ninguna dirección. Sólo el teléfono. Con trucos por teléfono. Sin dirección -repitió, con énfasis poco natural, hasta el punto de que Smiley la miró con asombro.

De pronto, se le ocurrió algo: el recuerdo de la habilidad de Dieter para la comunicación.

–Freitag no la vio a usted la noche que murió Fennan, ¿verdad? ¿No fue al teatro?

–No.

–Ésa era la primera vez que faltaba, ¿verdad? Usted sintió pánico y se marchó antes del final.

–No…, si, sí, sentí pánico.

–¡No, no lo sintió! Se marchó pronto porque tenía que hacerlo: eso era lo convenido. ¿Por qué se marchó temprano? ¿Por qué?

Ella se tapó la cara con las manos.

–¿Sigue estando loca? -gritó Smiley-. ¿Sigue creyendo que puede dominar lo que ha hecho? Freitag la matará a usted; matará a la chica: matará, matará. ¿A quién trata usted de proteger, a una muchacha o a un asesino?

Ella lloraba sin decir nada. Smiley se acurrucó a su lado, sin dejar de gritar.

–Yo le diré por qué se marchó antes de terminar el espectáculo, ¿quiere? Le diré lo que pienso. Era para alcanzar el último correo de esa noche desde Weybridge. El no había ido, usted, obedeciendo sus instrucciones, no cambió con él el ticket del guardarropa, ¿verdad? Le mandó el ticket por correo, y tiene una dirección, no escrita, sino recordada, recordada para siempre: «Si surge algún problema, si no voy, ésa es la dirección.» ¿Es eso lo que él dijo? ¿Una dirección para no usar nunca ni hablar siquiera de ella; una dirección olvidada y recordada para siempre? ¿Es verdad? ¡Dígame!

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