Bodas de odio (12 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Eliseo la ayudó a bajar los escalones del carruaje. Sus ojos no podían apartarse del palacete que se erguía frente a ella. Era majestuoso, parecía la residencia de algún rey europeo, una de ésas que veía en los cuadros que
aunt
Trícia le enviaba desde Londres. De dos pisos, mucho más elevada que
los altos de Riglos
, estaba claramente dividida en sendas alas separadas por una construcción circular que finalizaba en un techo cónico con una pequeña claraboya en su ápice, como si se tratase de un cobertizo. En la parte superior, cada una de las alas poseía varias puertaventanas que daban a un gran balcón corrido que las comunicaba. El techo era a dos aguas, de modo tal que uno caía hacia delante y podía ser divisado en su totalidad, mientras el otro se perdía por detrás y era difícil verlo. El tejado era extraño; de color negro, brillaba bajo la luz del sol y se tornaba por momentos de un color azul pétreo que pronto volvía a convertirse en azabache. Tiempo después supo que se trataba de una roca muy exclusiva llamada pizarra, que su esposo había hecho traer de unas canteras en Italia. Finalmente, y sobre la cumbrera del tejado, una baranda lo circundaba de un extremo al otro, imprimiéndole un toque tan especial como extraño para la época. Su soberbia fachada gris caliza poseía algunos detalles en ladrillos color terracota que bordeaban los sotabancos de las puertaventanas.

Lo único que cruzó por su mente en ese momento fue que jamás podría terminar de conocer aquel palacete que se erguía arrogante ante ella. La increíble mansión era una prueba más del poder y dominio de su esposo, que tanto había podido construir esa fastuosa casa como tomarla a ella a cambio de algunas abultadas deudas. Este pensamiento la ahogó, y una sensación de angustia le oprimió el pecho.

Varias sirvientas aparecieron por la puerta principal para recibir al patrón y bajaron solícitas las escaleras de mármol hasta alcanzar el camino de pedregullo en el que esperaban las tres volantas. Algunas eran negras, otras mestizas, y todas vestían impecables guardapolvos blancos y llevaban las cabezas cubiertas con pañuelos rojos.

Fiona, aún de pie cerca del coche, divisó entre la servidumbre a una negra que se destacaba por su vestimenta. Un traje de seda borravino con detalles en encaje color marfil festoneando el escote, demostraba que se trataba de alguien especial. Obviamente, ésa era la negra que se suponía su madre. Pero no podía ser cierto; los rasgos de Juan Cruz no presentaban ni siquiera un atisbo de la raza africana que tan bien caracterizaba a la mujer. De labios muy gruesos, nariz ancha y aplastada contra el rostro, ojos un tanto achinados, frente amplia y cabello hirsuto y negro, esa mujer no podía ser su madre. La divisa punzó que la negra había acomodado en el lado izquierdo de su tocado era tan vistosa que Fiona sintió que la suya apenas se veía.

De Silva estaba alejado, cerca de la primera volanta, dando órdenes a los otros cocheros, cuando su mirada se encontró con la de Candelaria. Fiona supo en aquel instante que su esposo la adoraba: jamás había visto semejante expresión en su rostro. Pareció que los ojos se le iluminaban como los de un niño frente a un dulce, mientras el entrecejo, siempre fruncido, se le suavizaba. Se acercó a grandes trancos a la mujer, que lo observaba seria, pero no enojada.

—Te esperaba anoche —dijo la negra Candelaria con aire de reconvención, provocando la sonrisa cómplice de Juan Cruz, que la tomó por los hombros y la besó en las mejillas.

Luego, la condujo donde Fiona, que no podía apartar su mirada de la de él. De Silva la escrutaba seriamente como diciéndole "atrévete con ella y te mato".

—Candelaria, te presento a mi esposa, la señora Fiona de Silva. Fiona, Candelaria es como una madre para mí; espero que la trates con el respeto que merece.

—Es un placer, señora.

La joven la besó en ambas mejillas, tal como viera hacerlo a su esposo. Se sintió extraña al conferir ese trato tan especial a una negra; por aquella época eran casi como esclavos, aun cuando la Asamblea del año XIII hubiese abolido esa práctica. De todos modos, tenía la certeza de que con de Silva a su lado nada volvería a ser normal.

—El placer es mío, señora de Silva —contestó la mujer, sin disimular su disgusto.

Las tres primeras noches en La Candelaria, Fiona durmió en el sofá de la sala principal. Jamás consentiría en compartir una habitación con de Silva; se ahorraría esa humillación.

De Silva, por su parte, tampoco daba el brazo a torcer y no le permitía ocupar otro de los tantos dormitorios de la casa. O se instalaba en el de él o en ningún otro.

El matrimonio aún no se había consumado, Fiona no quería compartir su cama y, lo que era peor aún, lo miraba de soslayo y con desprecio. Estaba de un humor de los mil demonios y los empleados de la estancia eran sus víctimas. Nunca había resultado un patrón fácil pero la paga era buena, sus campos los más famosos, y trabajar en una de sus estancias o en el saladero era una llave segura para cualquier otro empleo. Ahora, estaba definitivamente insoportable, jamás lo habían visto así. Parecía un volcán a punto de entrar en erupción, se molestaba por tonteras y, por momentos, parecía distraído. Era obvio que se trataba del asunto con la mujer, concluían los peones en la ronda del mate, cerca del fuego, por la noche.

Por fin, la cuarta mañana, María la despertó de su incómodo sueño en el sillón. Al erguirse, todavía amodorrada y mareada, todos y cada uno de sus músculos estaban contracturados. Las ojeras, cada vez más violáceas, se acentuaban bajo sus ojos enrojecidos, y el semblante pálido por la falta de buen dormir le daba un aspecto fantasmagórico. Casi no había comido; sentía que tenía las paredes del estómago pegadas, y eso le provocaba una espantosa sensación de languidez.

Se acomodó en el sillón con las manos bajo la cintura y descubrió su aspecto reflejado en un espejo de la sala. Casi cae de espaldas. Las hebras de su cabello pelirrojo estaban mustias y ajadas y habían perdido su brillo natural. Su bata, toda arrugada, ya empezaba a oler mal. Durante esos primeros días apenas si había podido lavarse un poco sus partes íntimas con un trapo embebido en agua de azahares en la diminuta habitación de Maria.

—Vamos, mi niña.

Cuando Maria la llamaba "mi niña" era porque estaba sintiendo pena por ella.

—La negra Candelaria me ha dicho que debes ubicarte en la cuarta habitación del ala derecha —explicó su criada.

Fiona la miró extrañada, frunciendo el entrecejo, mientras mesaba los mechones de su cabeza.

—¿Eso te dijo? —La observó asentir en silencio—. ¡Pensar que yo soy la señora de la casa, y ella decide qué cuarto puedo tomar!

—Bueno, Fiona, coincide conmigo en que no te has comportado justamente como la señora de la casa desde que llegaste.

—¡Qué dices! ¿Qué pretendes? ¿Que duerma con él? ¿En la misma cama?

Su rostro reflejaba la honda perturbación que se había apoderado de ella.

—¡Pero Fiona! Tú aceptaste casarte con él. Sabes lo que un hombre espera de su mujer. Tu tía Tricia te lo explicó... —Maria dejó la frase en suspenso.


Aunt
Tricia no fue demasiado explícita con ese tema. Sí, algo me dijo pero... Camila tampoco sabe mucho, aunque por lo menos Lázaro la besaba en los labios cuando eran novios. Yo, ni eso.

Había bajado los ojos y la imagen de de Silva y Clelia se le presentaba ahora más nítida que nunca.

Llegaron al inicio de la escalera de mármol, con su imponente baranda de hierro negro y madera oscura. Era la primera vez que Fiona subía a la parte alta; los primeros días había deambulado entre la habitación de su criada y los salones de la planta baja. Había matado el tiempo leyendo y escribiendo su diario íntimo, en inglés, por las dudas.

Aunque no lo había visto prácticamente en esos días, se había sentido humillada, inerme y vulnerable frente a su esposo. Él salía muy temprano por la mañana, minutos antes de que amaneciera; para cuando regresaba, ya era de noche; pasaba como flecha hacia su dormitorio en la planta alta y Candelaria le llevaba algo de comer en una bandeja.

Sabía que la servidumbre estaría haciendo de eso la comidilla del año. A ella no le importaba en absoluto; lo que sí le importaba era que esa sarta de rumores llegara a oídos de su familia y su abuelo se enterara del plan que su hijo William y de Silva habían trazado. Eso sería el fin.

Llegaron a la habitación; los baúles con su ropa habían sido dejados a un costado. No quería siquiera imaginar el estado deplorable de sus vestidos después de varios días de encierro; estarían más arrugados que un fuelle.

No podía negarlo: la habitación, amplia como un salón, era deslumbrante. La cama con baldaquino era enorme, como para un matrimonio. "Para un matrimonio." Se sobresaltó. ¿No sería ésa, finalmente, la habitación de Silva? Corrió despavorida hacia uno de los roperos. María, asombrada, la siguió con la mirada. Fiona abrió una de las puertas del armario y comprobó que estaba vacío. Suspiró aliviada; si la ropa de de Silva no estaba allí era porque ésa no era su recámara. Cuando Maria comprendió la corrida de su ama, arqueó una de sus cejas con enojo. A su entender, Fiona estaba manejando mal las cosas.

—Es hermosa, ¿no lo crees, Fiona?

—A mí no me parece —mintió la jovencita, que no podía despegar los ojos de las paredes forradas con un extraño papel aterciopelado color damasco.

—¡Por Dios, Fiona! Cambia esa actitud, por el bien tuyo y el de todos.

La sirvienta se dirigió hacia ella y, tomándola por los hombros, la sacudió levemente, como si quisiera hacerla entrar en razón.

—¿Qué estás buscando? ¿Que tu abuelo sepa toda la verdad? ¿Eso quieres? Porque te aseguro que eso lo llevará a la tumba antes que las deudas de los campos.

Fiona abrió sus ojos tan grandes que Maria pudo ver dentro de ellos algunos derrames.

—¿Eso quieres, Fiona? ¿Es eso lo que estás buscando? —insistió, envalentonada ante la evidente vulnerabilidad de la joven.

—¡No! ¡No! Por supuesto que no.

La sala de baño estaba al lado del dormitorio y sólo se podía ingresar por una puerta situada en la pared derecha. En el centro, había una tina de latón rebosante de agua caliente. El baño le sentó de maravillas; Maria lo completó con esencias de jazmines y le frotó el cuello y la agarrotada espalda con aceites aromatizados.

Al salir del toilette, le llamó la atención una puerta enfrentada, ubicada en la pared contraria. Caminó descalza hacia allí. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave; quiso husmear por el ojo de la cerradura, pero algo lo cubría del otro lado. Al fin, se dio por vencida, y, dirigiéndose a la cama, le pidió a Maria que encendiera el pebetero de plata que acababa de descubrir.

Se arrellanó entre los cojines y dejó que su cuerpo se relajara sobre el colchón. Sintió que cada hueso, cada músculo, cada tendón, se acomodaba nuevamente en su sitio, provocándole una rara sensación, entre placentera y dolorosa. Durmió más de ocho horas seguidas.

—¡Fiona! ¡Despierta, vamos!

La voz de Maria parecía venir de ultratumba. Estaba aún dormida y los párpados le pesaban toneladas; no podía abrirlos. Se restregó los ojos. Como en la lejanía, escuchaba los pasos presurosos de su criada.

Trató de ubicar la ventana de su habitación: no la encontró. Tanteó con la mano, buscando el pañuelo en su mesa de noche, pero la cama parecía no tener fin. Por último, miró hacia arriba para situar la araña con caireles que tanto le gustaba; sólo descubrió el techo del dosel cubierto por una delgada muselina blanca.

—¿Dónde estoy?

Aunque sabía que no estaba en el dormitorio de la casa de su abuelo sino en lo de de Silva, necesitó preguntar.

—Te encuentras en casa de tu esposo, el señor don Juan Cruz de Silva, ¿lo recuerdas? —replicó Maria, siguiendo el juego.

Por fin, Fiona se incorporó. Sentía un dolor muscular en la espalda y la cabeza le pesaba. En medio de su embotamiento atinó a reconocer a Maria, abocada a la búsqueda frenética de algo dentro de uno de los baúles.

—¿Qué haces?

—Vamos, Fiona, levántate. —Fue todo lo que le dijo, de espaldas a ella, sin interrumpir su tarea.

—No quiero levantarme; quiero seguir durmiendo —dijo con pereza y volvió a recostarse sobre la almohada de pluma de ganso.

—¡Vamos, Fiona!

Esta vez la mujer dio media vuelta y la miró fijamente. Fiona volvió a incorporarse.

—¡Vamos, levántate! De Silva mandó decir que te espera en el comedor hoy a las ocho y media para cenar —insistió Maria, mientras retomaba la búsqueda—. ¡Ah, por fin! ¡Lo encontré! Te pondrás éste; es bellísimo y no está tan arrugado —dijo, mostrando en alto el vestido.

—¿Que de Silva quiere cenar conmigo? ¿Quién te dijo?

—Y quién va a ser. Candelaria, pues —contestó Maria, sin quitar los ojos del vestido—. Anda, levántate. Todavía hay mucho por hacer. Tengo que tratar de componer un poco esas ojeras y arreglarte el cabello; parece un nido de ratas.

Cuando bajó al comedor, de Silva y Candelaria ya estaban sentados a la mesa. Al verla entrar, Juan Cruz se puso de pie y salió a su encuentro; sin decir palabra, le ofreció el brazo para acompañarla hasta su sitio, al lado de él y frente a Candelaria. La mujer la observaba seriamente, con una mirada cargada de desaprobación. "No será fácil", pensó Fiona, dirigiéndole un vistazo furtivo.

Una vez en su lugar, por el rabillo del ojo trató de mirar una vez más a Juan Cruz. Su cabello oscuro brillaba bajo la luz de las bujías por efecto del fijador con el que lo había peinado, todo hacia atrás; Fiona, perpleja, tuvo que admitir que le sentaba muy bien. Esa noche vestía una impecable camisa de batista blanca con puños de encaje del mismo color. Ella odiaba los chalecos colorados rameados en negro, pero a Juan Cruz le quedaba muy bien el suyo, tal vez por el contraste con su piel tan blanca y el cabello tan oscuro, tal vez por la forma en que contorneaba su pecho.

Estaba nerviosa; las manos le temblaban, y se le ponían cada vez más húmedas a medida que los minutos corrían y nadie hablaba. Cuando las tripas comenzaron a hacerle ruido temió que Juan Cruz oyera. Tomó su copa de cristal y bebió un poco de
agrio
, pero la acidez de la bebida surtió el efecto contrario: acentuó aún más el vacío del estómago y los ruidos de sus entrañas. Tenía deseos de levantarse y salir corriendo sin dar ninguna explicación, a pesar de que le había prometido a Maria que se comportaría como una dama.

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