Bodas de odio (4 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

No podía creer que la misma persona que momentos atrás hacía "eso" en una de las habitaciones se presentara poco después ante ella y la invitara a bailar como si nada. Con esa cara impávida y esa sonrisa falsa. Aunque, debía admitirlo, hermosa.

Tal vez había exagerado. ¿Qué le importaba a ella lo que el tal de Silva hacía con Clelia? No era asunto suyo, en lo más mínimo. Ni Clelia era su amiga, ni "el diablo" su prometido.

"Y nublado."
Descorrió la cortina de la portezuela y dejó entrar el paisaje. La luna ya no estaba. El celaje espeso, iluminado desde atrás, la dejaba entrever cada tanto, y la ocultaba luego entre su espesura gris. Una luz repentina iluminó las calles e instantes después un estruendo cayó sobre Buenos Aires. Y otra vez la luz, y otra vez el estentóreo sonido que daba miedo.

En pocos minutos todo había cambiado; el cielo se había transformado en una espesa mezcla de nubes negras que gritaban sus anatemas sobre la ciudad; la luna asomaba, de cuando en cuando, con una mirada lánguida y mortecina.

En pocos minutos, habían cambiado también la pureza de su alma y lo angelical de su rostro, el brillo de sus ojos y el trepidar de sus labios inseguros. Había llegado a la tertulia de una forma y se había ido de otra, completamente distinta. En su mente, los recuerdos candorosos e inocentes de su niñez desaparecieron para dar paso a las vivencias más reales que jamás imaginara.

Escuchó las primeras gotas de lluvia sobre el techo de la galera y se arrellanó aún más entre los cojines. Apoyó la cabeza sobre su hombro y trató de hacerse tan pequeña como un pajarillo. Como cuando era una niña y su abuelo la arropaba en la cama, mientras le contaba las historias de los héroes irlandeses.

La galera se sacudió al pasar por un incipiente charco, trayendo un ruido de cascadas a los costados de las ruedas. Y otro bache más, y más ruido a cascadas. El agua sucia y barrosa de la calle parecía partirse al paso de las ruedas del carruaje Malone. Fiona comenzó a adormilarse. La rabia con la que había ingresado al coche fue esfumándose a medida que un sopor incontrolable se apoderaba de sus ojos, de su cabeza, de todo su cuerpo.

—¡Niña Fiona! ¡Niña!

Estaba profundamente dormida. Eliseo la habría tomado entre sus brazos para cargarla hasta la casa, como cuando era pequeña. Pero ahora no podía hacerlo. Fiona había dejado de ser una niña para transformarse en una de las mujeres más bellas que él había conocido; a pesar de eso, para él seguiría siendo siempre su niña Fiona.

—¡Niña Fiona! —repitió.

Esta vez, Fiona comenzó a despertar. Entreabrió los ojos, se mesó el cabello y estiró el brazo para quitarse de encima la modorra que la entorpecía.

—¡Vamos, mi niña! Todavía debo regresar por la niña Imelda, que quedó en el baile.

Se había olvidado por completo de ella. Había salido como una tromba de la mansión Sáenz; se había lanzado sobre Eliseo y le había rogado que la llevara de regreso a casa de inmediato. Y Eliseo jamás podía negarse a su niña, a pesar de que sabía que Imelda lo regañaría por haberla dejado en lo de misia Mercedes.

En ese instante, un sonido de cascos de caballo y niedas de carruaje llegó a los oídos del hombre. Era la volanta de los O'Gorman, que un momento después se detenía a la puerta de la mansión Malone.

—Buenas noches, Camila, y gracias por traerme —se despidió Imelda antes de descender ayudada por un lacayo.

Una mano de mujer cerró la portezuela. Con un ruido filoso, una guasca surcó el aire y cayó sobre las ancas del ruano. El coche de los O'Gorman arrancó a toda marcha.

Eliseo, que apareció por detrás del carruaje Malone, se encontró con una Imelda casi desfigurada por la furia.

—Sería en vano pedirte que me expliques por qué me dejaste en el baile, ¿no? —vociferó Imelda.

—Niña Imelda, yo... —farfulló Eliseo.

—¡Cállate, Imelda! No te atrevas a culpar a Eliseo por esto —intervino Fiona, que se protegía de la garúa bajo el voladizo del coche—. Yo le pedí que me trajera de regreso cuanto antes.

—Por supuesto, su majestad —replicó Imelda con tono sarcástico—. Por supuesto —e hizo una reverencia—. Y el fiel y servil lacayo jamás podría contradecir una urden de su majestad, ¿verdad?

—¡Déjalo en paz! Fui yo la que te dejó en el baile.

—¡Ya verás mañana cuando le cuente a
Grannie
todos los papelones que hiciste en lo de Sáenz!

—Niñas, niñas, es muy tarde y no es correcto que estén aquí paradas en la puerta discutiendo —intervino Eliseo—. Además, se están mojando.

—Sí, Eliseo, mejor será entrar —respondió Fiona sin quitarle los ojos de encima a su hermana.

Uncida lanzaba chispas por los ojos cuando levantó su falda y se aprestó a ingresar a la mansión de su abuelo.

La puerta principal se abrió y dio paso a una ráfaga de aire caliente. Por allí asomó María, que con ojos medio adormecidos instó a las jóvenes a entrar. Imelda pasó rápidamente al lado de la sirvienta, que la miró curiosa. Fiona permaneció al lado de su fiel criada; había extrañado a Maria toda la noche y ahora deseaba conversar con ella.

—¡Virgen Santísima! ¡Parece que llevara el diablo dentro de ella!

—No le hagas caso. Está furiosa porque tuvo que volver en la volanta de los O'Gorman.

—Y no sé por qué me huele que tú has tenido que ver con eso, ¿verdad?

—¡Oh, Maria! Jamás adivinarías las cosas que han sucedido esta noche. Deseo contártelas todas juntas, y ahora mismo.

Y asiendo a la mujer por el brazo, intentó arrastrarla hacia la cocina.

—Prepárame un vaso de leche caliente con unos
scons
y te lo contaré todo.

—Un minutito, señorita —la sirvienta se detuvo,

—¿Que sucede?

—Sucede que alguien te espera en la sala.

—¿Que alguien me espera en la sala? ¿A esta hora?

—Sí, mi niña. Es tu padre. Llegó esta noche, después que salieron para la tertulia.

Las facciones de Fiona se contrajeron; su mirada se endureció. Su padre. Cuando de él se trataba, la joven se convertía en otra. Sus ojos se apagaban, sus labios se tensaban y comenzaba a respirar con dificultad. Fruncía la frente y sus cejas se unían en ana sola línea. Fiona odiaba a William Patrick Malone, el hijo mayor de su abuelo, su padre.

—Está bien. Imelda, ve a tu alcoba. Debo conversar con tu hermana —dijo William cuando vio entrar en la sala a Fiona, su hija menor.

—Por favor,
daddy,
deseo quedarme con usted un momento más —suplicó Imelda—. Hacía tanto que no venía a visitarnos.

Fiona se había detenido en la puerta y tenía los ojos fijos en los de su padre. Ni un solo músculo de la cara se le movía.

—Ya lo sé. Imelda, pero ahora debes irte a dormir.

—¿Por qué no puedo quedarme aquí con ustedes? Por favor,
daddy...

Una vez más la súplica de Imelda. Para Fiona, la humillante súplica. El odio que ella sentía por William y la idolatría que la otra le profesaba, habían provocado una grieta profunda entre las dos hermanas

Isabella, la madre de Imelda y Fiona, había fallecido cuando la mayor de sus hijas tenía dos años y la otra, apenas seis meses. Era una hermosa e inteligente italiana que a la edad de veinte años, había abandonado su pueblo natal, Asti, al norte de Italia, para aventurarse en las tierras cisplatinas. A poco de llegar, conoció a William Malone y se casó con él. No mucho tiempo después nacieron sus hijas: primero Imelda, y un año y medio más tarde Fiona, ambas hermosas como ella y saludables como él.

Poco después de cumplir veinticinco años, Isabella falleció a causa de una aguda infección provocada por un forúnculo que había ido deformando su cara hasta convenirla en un monstruo irreconocible. Sus ojos azules ya no podían descubrirse tras la hinchazón; sus mejillas, sus labios su nariz, parecían a punto de reventar.

William jamás superó la culpa. O tal vez sí, pero sentía que su hija Fiona se encargaba de recordársela en cada oportunidad. Había sido él quien provocara la virulenta infección al tratar de supurar el grano del rostro de Isabella con una aguja sin esterilizar.

¿Comprendería William algún día que no era eso lo que su hija le reclamaba? Fiona sabía que su padre jamás habría hecho algo así con la intención de provocarle la muerte a su madre. Sabía que su padre había amado a Isabella. Así se lo había dicho
Grandpa,
tratando de suavizar el rencor de su corazón. Y Fiona creía en su abuelo; él jamás la había engañado. Pero el odio seguía vivo porque no era eso lo que a ella la consumía de rabia por dentro.

A los pocos meses de fallecer Isabella, William contrajo matrimonio con otra mujer, hija de un estanciero vecino. La mujer se llamaba Úrsula.

It's easier to jump over her rather than walking around her
[2]
. Sólo eso dijo su abuelo al regresar de la boda de William en el campo, cuando su esposa Brigid y sus hijas, que se habían quedado en Buenos Aires, le imploraron que les relatase algo acerca de la nueva mujer de William. Se quedaron mudas observando cómo el viejo irlandés se apoltronaba en el sillón, mientras cargaba a su pequeña nieta Fiona.

—¿Y cuándo irán las niñas a la estancia? —preguntó Brigid.

—Nunca.

—¿Cómo que nunca, Sean?

—Ellas se quedarán a vivir aquí, junto a mí. Serán como mis hijas, les daré todo y nada les faltará.

—Sean, no seas necio, sabemos que te has encariñado con ellas pero...

—¿Es que acaso no comprendes, Brigid? La nueva mujer de William ha prohibido que las niñas vivan con ellos. No quiere hacerse cargo de ellas.

—¡Maldita sea, mujerzuela del demonio! —exclamó Tricia, una de las hermanas de William.

Brigid observó horrorizada a su hija antes de abofetearla. Pero la joven no lloró. Se acarició la mejilla y se marchó a su habitación.

Los ojos de Brigid quedaron fijos en la mano con la que acababa de golpearla. Había desistido de castigar físicamente a su hija; sabía que no lograba nada con eso, sólo desgarrarse el corazón cada vez que la mirada inteligente e incriminatoria de Tricia se clavaba en su rostro. Pero esta vez no había podido controlarse.

—Ana, retírate a tu habitación —ordenó Sean.


Yes,
daddy.

Las hermanas parecían el día y la noche. Ana era obsecuente, mientras Tricia no cejaba nunca en su rebeldía. Ana era aplicada y minuciosa, Tricia, desorganizada y libre. El día y la noche, sí, pero eran hermanas y se querían inmensamente.

—¿Por qué abofeteaste a Tricia? —preguntó Sean a Brigid cuando estuvieron solos.

—Es que... no sé, Sean... ese vocabulario que empleó para con la esposa nueva de su hermano.

—Brigid, tú sabes bien que es una inmunda mujerzuela del demonio. Y aunque me duela más que un cardo clavado en el pie, mi hijo no tiene valor ni hombría. Es un cobarde; me avergüenzo de él. No quiero pensar cuáles serán las consecuencias de esta decisión nefasta. Al fin y al cabo, para mí esto es como una bendición del cielo. Reconozco que soy egoísta por desear que mis niñas permanezcan aquí, junto a mí, para siempre.

—Vamos, Imelda, déjame solo con tu hermana —ordenó William, impaciente.

—Pero...

—¡Te he dicho que no puedes quedarte! —vociferó su padre.

Imelda retrocedió unos pasos, con el rostro contraído. Después de unos segundos, corrió llorando a su habitación.

—No te atrevas a gritarle nunca más —dijo Fiona con los dientes apretados.

La joven había avanzado hacia su padre quitándose la esclavina y arrojándola con rabia sobre un confidente.

William la miró con furia. Ya se había acostumbrado a que no lo tratara de usted, porque con ningún pariente lo hacía, pero una impertinencia como ésa, en otra familia habría significado el destierro a un convento de clausura. Con Fiona no. Ella era ama y señora de su vida. Y todo gracias a su abuelo y a su tía Tricia, que no le habían enseñado otra cosa.

—¡Cómo te atreves!

Se acercó a su hija con el brazo alzado, dispuesto a descargarlo sobre ella.

—¡Vamos, atrévete a ponerme encima un solo dedo!

Fiona se aproximó aún más a su padre, con la cabeza levantada, sacando pecho. Ante ese espectáculo, su padre no pudo más que bajar el brazo. La observó por unos segundos y se dejó caer sobre el sillón, con las manos en el rostro.

Ni una fibra se conmovió en el cuerpo de Fiona. Recogió la esclavina y se dispuso a partir hacia su dormitorio.

—No te retires aún, Fiona; debo hablar contigo —dijo William con tono abatido.

La muchacha se detuvo. Conociéndola, William no esperó que su hija volteara. Simplemente, comenzó a hablar.

—Es necesario que sepas toda la verdad para que comprendas la decisión que he tomado.

Se hizo un silencio. Fiona se volvió lentamente.

—La situación económica de nuestra familia es calamitosa. Estamos a punto de perder todos los campos y, tal vez, esta casa.

Fiona no dijo una palabra; sus ojos encontraron los de su padre, que automáticamente bajó la vista al suelo.

—Tu tío John y yo hemos tenido algunos problemas desde que tu abuelo nos encomendó la administración de las estancias; ahora, los acreedores nos están acosando. La verdad es que no tenemos ni un centavo.

De nuevo un silencio. Esta vez Fiona se dejó caer en un taburete y bajó el rostro.

—Por todo esto, tengo que decirte que he concertado un matrimonio que nos salvará de la ruina. Tú te casas con el hombre, y él se hace cargo de nuestras deudas.

Sorprendida, Fiona se incorporó como impulsada por un resorte, y en un instante estuvo frente a su padre.

—¿Que has hecho qué? —lo encaró.

—Fiona, no queda otra posibilidad si no queremos perderlo todo.

—¿Cómo has sido capaz? ¿Con qué derecho? —lo increpó. Le acercó tanto la cara que él pudo sentir su respiración.

—¿Qué derecho? ¿Qué derecho, me preguntas? El derecho de ser tu padre, ¿o lo has olvidado, Fiona? —tronó William poniéndose de pie.

Fiona se retiró hacia atrás; no estaba preparada para la repentina reacción de furia de su padre.

—Tú... tú... —balbuceó sin poder modular las palabras; su boca temblaba de cólera y sus puños se cerraban al costado del cuerpo—. Tú no eres mi padre; jamás lo has sido, y jamás lo serás —barbotó al fin.

William se dejó caer de nuevo en el sillón. Esta vez respiró profundamente, intentando contener el llanto. No quería mostrarse débil frente a ella.

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