—¿Cómo a quién? Al invitado más popular de esta noche. A Juan Cruz de Silva.
Ya se había olvidado de él.
—Sí, lo vi cuando llegó, hace unos minutos.
—Fiona, ¿has estado bebiendo? De Silva llegó hace más de una hora.
—Bueno, sí, hace más de una hora, ¿qué más da? Pero qué tanto hay con ese hombre. Todo el mundo parece pendiente de él.
—Lo que sucede es que es el protegido de don Juan Manuel. Algunos dicen que es su hijo bastardo; otros dicen que es el hijo de una negra, que lo tuvo con un importante estanciero. Lo que sí sé es que vino a Buenos Aires a buscar esposa.
—Ahora entiendo tanto escándalo —replicó Fiona, con una sonrisa sardónica—. Por eso todas las solteras de la ciudad sacan a relucir sus carteles que dicen: "Se busca esposo", ¿verdad?
—No seas mordaz, Fiona. Lo que sucede es que es un hombre verdaderamente atractivo, ¿acaso no lo viste bien?
—Sí, lo vi. No me pareció nada del otro mundo.
—No puedo creer que te haya parecido igual que los otros. A mí no me engañas.
Haciéndole cosquillas bajo los brazos, Camila logró que su amiga confesara.
—Sí, detente, sí, sí, basta. Está bien, sí, me pareció interesante.
—¡Bien! Entonces, vamos, al salón. Tal vez te invite a bailar el minué.
—No, Camila, no deseo bailar con él. En realidad, no deseo bailar con nadie.
—Terca como buena hija de irlandeses que eres, Fiona.
—Tú también lo eres.
—Sí, pero trato de controlarme. Además yo soy nieta, no hija, como tú.
Se miraron unos segundos, seriamente; luego, comenzaron a reír.
—Anda, vamos. Además, misia Mercedes me preguntó por ti mil veces.
—Bueno, está bien, vamos. Pero antes cuéntame más acerca del gallardo y honorable caballero —dijo Fiona, parodiando a doña Coloma.
—En realidad, no es mucho lo que sé. Tatita el otro día comentaba con Eduardo que es un hombre muy rico. Parece que además de administrar las estancias de don Juan Manuel, es dueño de varias. ¡Ah, sí, ahora recuerdo! Es dueño de uno de los saladeros más grandes de la Confederación. Pasado mañana, creo, viene a almorzar a casa. Ahí podré averiguar más.
—De todas formas, no comprendo bien por qué es tan buen partido. Si es bastardo de Rosas, o hijo de una negra... Nada muy halagüeño que digamos... —comentó Fiona.
—¡Pero eso qué importa! Para don Juan Manuel es como un hijo. Así lo ha presentado, como su hijo adoptivo. Él mismo lo acompañó a lo de Lacompte y Dudignac para que lo vistieran de punta en blanco, como lo has visto. —Camila hizo una pausa—. Bueno, ahora sí, vamos a la sala o misia Mercedes se enojará conmigo. Fue ella la que me envió a buscarte.
—Sí, vamos.
Caminaron unos pasos, y esta vez fue Camila la que la detuvo.
—¡Ah, me olvidaba! ¿Sabes cómo lo llaman?
—No.
—El diablo.
Cuando llegaron al salón principal, Camila y Fiona cruzaron una mirada cargada de desencanto: de Silva bailaba el minué con Clelia Coloma. Por tratarse de un recién llegado del campo, pensó Fiona, sus movimientos al son de la música eran muy armónicos y coordinados.
Fiona se quedó observándolo, absorta, medio escondida detrás de una puerta. Era alto, muy alto. Comparado con la lánguida silueta de Clelia, aquel hombre parecía enorme. Su cuerpo era robusto, y al mismo tiempo increíblemente bello. Vestía una elegante levita negra que destacaba el contorno de su espalda y terminaba ciñéndose a su cintura. Los puños de encaje le caían sobre las manos, que sostenían las pequeñitas de Clelia con tanta suavidad y destreza como un caballero de la corte francesa. En un movimiento del baile, su levita dejó entrever más claramente el chaleco de terciopelo negro en el que se destacaba, como rosa blanca, una elegante corbata de seda. Nadie habría dicho que se trataba de un hombre de campo. Había algo en él que lo hacía distinto; tanto, que descollaba incluso entre los caballeros más apuestos de la ciudad.
La cinta punzó que colgaba del ojal de su saco era más pequeña que las de algunos unitarios proclives a ocultar sus inclinaciones políticas. Su cara, limpia de barba, no exhibía siquiera el obligado bigote federal. Llevaba el pelo partido al medio, a lo trovador. Sin embargo, nadie en todo Buenos Aires habría osado poner en duda su lealtad a la causa. Se trataba del protegido de su excelencia, el Brigadier donJuan Manuel de Rosas, "presidente de los porteños" y caudillo de la Confederación. No, nadie habría osado siquiera mencionar esa posibilidad.
—Parece que esta noche estamos destinadas a encontrarnos, querida Fiona.
La joven reconoció la voz de doña Josefina, esta vez a sus espaldas. No le importó la presencia de la mujer. Su malhumor inicial se había disipado.
—Así parece, doña —contestó amablemente Fiona.
Había estado muy grosera con la anciana y trataba de corregir su comportamiento anterior.
—Veo que su nieta ha sido una de las afortunadas en bailar con el caballero de Silva —comentó.
—¡Oh, sí! —exclamó alborozada doña Josefina—. De Silva ha ido varias veces a casa de mi hijo. En todas las ocasiones la excusa han sido los negocios, pero yo no me lo creo. Además, se comenta que ya eligió a la que será su esposa. Para mí que... Bueno, hija, no me hagas hablar de más.
Fiona la miró sorprendida. Ella no la estaba haciendo hablar de más, era la anciana la que siempre se iba de boca con sus comentarios. Pero, qué más daba; aquella mujer había sido así por más de sesenta años y nada ni nadie la cambiaría ahora.
—Está bien, doña Josefina. Ahora debo dejarla; ya es tarde y tengo que retirarme.
—¡De ninguna manera, señorita! Todavía es muy temprano y no has bailado con nadie aún. —Permaneció un instante pensativa—. Bailarás con mi nieto Esteban.
—¡Oh, por Dios, doña Josefina, ni se le ocurra!
Pero ya era demasiado tarde. Esteban Coloma pasaba por allí en ese momento. Su abuela lo tomó por el brazo y, literalmente, lo aplastó contra Fiona.
—Llévala a bailar, querido.
El joven estaba rojo como la grana; el rostro de Fiona, en cambio, ya había pasado al violeta intenso. Finalmente, no les quedó otra opción, y cuando el vals comenzó a sonar, ella y Esteban se encaminaron a la improvisada pista de baile. Desde otro lugar, Camila e Imelda la observaban atónitas. No podían creer que hubiese aceptado una pieza al nieto de doña Josefina.
—¡Bien merecido se lo tiene! Por hacerse la exquisita, se quedó con el peor —afirmó Imelda con sarcasmo.
Esteban tenía que soportar sobre sus espaldas la pesada carga de ser nieto de su abuela; a pesar de ello, resultó ser una persona agradable y sensible. Evidentemente, él también se sintió a gusto con Fiona porque la música continuó sonando y ellos no dejaron de danzar. La tensión del principio fue dando lugar a una amena conversación que pronto se trocó en un diálogo de viejos amigos.
Esteban era dulce, caballero, y muy tierno. Le gustaban el campo, la música, la literatura. Fiona no podía creer que de una abuela así pudiera salir un nieto como él. Aunque, habida cuenta de la historia de su propia familia, tuvo que aceptar que ella era la menos indicada para juzgar a las personas por sus antecedentes genealógicos.
Siguieron bailando largo rato. De pronto, Fiona sintió necesidad de ir al tocador, y en el primer corte entre pieza y pieza, se disculpó con Esteban. Mercedes siempre le indicaba que utilizara la sala de baño contigua a su dormitorio, de modo que no dudó en encaminarse hacia allí.
La casa era enorme y había que cruzar dos pasillos y dos patios para llegar a la zona de las alcobas, que daba justo sobre la calle de San Martín. El ruido de la fiesta se había perdido y todo parecía tranquilo y silencioso en esa parte de la mansión.
Por un momento, le pareció escuchar un sonido; algo parecido a un gemido, a un lamento. No, no, era un jadeo; y parecía angustiado. Tal vez, alguien lloraba por ahí; quizás una de las
planchadoras.
Sintió la necesidad de descubrir quién sería; pensó que podría consolarla.
Con esa idea en mente, se adentró en las habitaciones, y fue recorriéndolas una a una, tratando de alcanzar aquel sonido que iba haciéndose cada vez más audible. Sus escarpines de raso apenas rozaban el suelo, y tomó la precaución de elevar la falda del vestido para que el roce de la tela con el piso no alertara a la pobrecita que lloraba.
Advirtió entonces que el sonido provenia del fondo, de una de las últimas habitaciones para huéspedes. La ansiedad le jugó una mala pasada, y tropezó con una mesita apostada a uno de los costados del pasillo. Un jarrón de plata cayó al suelo, y Fiona contuvo la respiración. Por suerte, el florero dio sobre una alfombra gruesa y el ruido no fue tan estruendoso. Volvió a respirar, un poco agitada.
—¿Qué fue ese ruido? ¿Lo escuchó? —la voz era inequívocamente femenina.
Fiona se detuvo, y permaneció quieta en el lugar.
—No, no... debe haber sido el gato... no te detengas... —Y otra vez el gemido, el lamento.
Fiona estaba más que intrigada. Era evidente que había dos personas en esa habitación, y que eran un hombre y una mujer, pero, ¿qué diablos hacían allí?
Con mucho tiento, entreabrió la puerta del dormitorio y vio algo que nunca habría podido imaginar.
Una mujer, de espaldas a Fiona, se sostenía con ambas manos de uno de los doseles de la cama. Como si estuviera montado sobre ella, y asido con fuerza a su cintura, un hombre la empujaba una y otra vez, atrayéndola hacia sí, meciéndose sobre ella, refregándose en ella, emitiendo extraños sonidos. La mujer también gemía y respiraba entrecortadamente. El lugar estaba oscuro y sólo lo bañaba la luz del fanal de la calle. Fiona creyó ver que la mujer tenía el vestido levantado, pero el asombro y la mala iluminación no la ayudaban.
Una sola imagen surcó su mente en ese momento: la yegua de su abuelo abrumada bajo el peso del padrillo árabe de los Terrero. Por aquellos días en que el animal visitaba la estancia, tenía prohibido ir al potrero; pero a ella no le importó, y se lanzó a descubrir qué cosa era la que hacían los dos caballos. Y eso recordó.
Ahora, en cambio, los que se entregaban a ese extraño ballet eran un hombre y una mujer. Fiona mantenía apretado el picaporte con tanta fuerza que sintió cómo las uñas se le clavaban en la carne. Sabía que no debía mirar. Sin embargo, los movimientos, los pequeños gritos reprimidos, el jadeo, sobre todo ese continuo y persistente jadeo, como si estuvieran corriendo desesperadamente, todo aquello ejercía sobre ella una atracción tan irresistible que no podía apartar los ojos. Presentía que pronto habría un desenlace. Además, quería verles los rostros.
Respiró hondo para tratar de dominar su agitación, y otro mal movimiento estuvo a punto de ponerla en evidencia. Había aflojado sin darse cuenta la presión de su mano: en medio de la quietud de la noche, el ruido del picaporte al volver a su sitio sonó como un cañonazo.
El hombre y la mujer volvieron sus rostros instintivamente hacia la puerta. Aunque había atinado a echar el cuerpo hacia atrás, Fiona alcanzó a reconocerlos. Por un momento, pensó que sus ojos la engañaban. Pero no. No cabía duda de que eran Clelia y de Silva.
Fiona vio que el hombre, todo desaliñado, con el pantalón abierto y la camisa por fuera, se apartaba de mala gana de la mujer. Era evidente que estaba dispuesto a averiguar quién venía a interrumpir su faena. Fiona decidió que era tiempo de salir de allí y corrió hacia el patio de los sirvientes. Para cuando Juan Cruz terminó de abrir la puerta, ya no había nadie.
—Será mejor que regresemos a la fiesta —sentenció de Silva.
Fiona ingresó al salón. No se sentía bien: había cruzado la mansión de punta a punta a la carrera, casi sin respirar. El corazón le palpitaba a toda velocidad y las sienes le latían. Estaba pálida y las manos le temblaban.
—¿Qué te sucede, Fiona? ¿Acaso has visto al diablo?
—Tal vez —respondió ella con el aliento entrecortado—. Por favor, Camila, consigúeme algo fresco para beber.
Al cabo de unos minutos, Camila reapareció con un vaso de agua.
—Gracias. Por favor, Cami, traéme mi esclavina. Quiero irme. Ya mismo.
Camila no iba a discutir. Nunca la había visto así, tan desencajada.
Fiona sorbió el agua lentamente, tratando de no atragantarse. Después, dejó el vaso en una mesa y se apoltronó en un sillón. No deseaba estar allí; deseaba irse, escapar. Lo que acababa de ver era algo horroroso. Clelia siempre le había parecido una mentecata cualquiera, con su tonito empalagoso y sus modos de niñita bien. Y ese tal de Silva... Había resultado ser... sí, el mismo diablo en persona.
—¡Por fin, Fiona querida! —exclamó la anfitriona al verla—. Hemos estado buscándote largo rato. Bueno, no importa, te hemos encontrado.
Mercedes le sonrió tan dulcemente que Fiona sintió pena por ella. La mujer no tenía idea de lo que pasaba en su propia casa, en una de sus habitaciones...
—Ven, deseo que conozcas a alguien —indicó la señora, llevándola unos metros más allá.
—Fiona, querida —comenzó a decir Mercedes al ver aparecer a de Silva—. El señor don Juan Cruz de Silva desea bailar contigo la próxima pieza.
Fiona miró alternadamente a uno y a otro sin pestañear. Por fin, declaró:
—Antes prefiero estar muerta.
Camila no tuvo tiempo de alcanzarle su abrigo. Fiona se lo arrebató de las manos, y abandonó resueltamente la tertulia.
"Hablar del corazón a esas gentes era farsa del diablo,
el casamiento era un sacramento
y cosas mundanas no tenían que ver con esto."
MARIQUITA SÁNCHEZ DE THOMPSON
Sus oídos se crisparon al oír cómo rechinaban las ruedas de la galera contra los adoquines de la calle de la Florida. Su cuerpo se meció sobre la pana del asiento y cerró los ojos; no quería ver nada más por esa noche.
Tan sólo escuchaba.
"¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Las doce han dado y nublado!".
La voz del sereno iba perdiéndose a medida que los caballos, azuzados por Eliseo, ganaban más terreno en su carrera hacia la casa.
"¡Las doce han dado y nublado!".
¿Y nublado? ¿Acaso no había visto la luna en el patio de misia Mercedes? Misia Mercedes... Jamás le perdonaría su comportamiento de esa noche. "Antes prefiero estar muerta... Antes prefiero estar muerta." Es que siempre sería así, impulsiva, arrebatada. Se preguntó que le habría costado responder: "Disculpe usted, señor don de Silva, pero debo retirarme". Lo pensó unos minutos; en realidad, se dijo, le habría costado demasiado.