Bodas de odio (6 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—Sería poco caballeresco, e indiscreto además, preguntarle por qué deseaba quitarse la vida. De todos modos, como me considero su salvador, creo tener cierto derecho.

Fiona volvió sus ojos a él. Era más bello de lo que le había parecido en casa de misia Mercedes. Aunque, pensó, tal vez no era belleza la palabra adecuada. Sus rasgos no eran perfectos. Tal vez su nariz era demasiado fina y alargada, tal vez sus ojos estaban levemente rasgados hacia abajo, tal vez sus labios eran demasiado gruesos. Pero era increíblemente sensual y atractivo. Era el hombre más viril que Fiona había visto en su vida.

Por fin, descubrió el color de sus ojos. Pero, ¿es que acaso no tenían un color definido? Ahora los veía negros, más negros que el azabache. Tan negros que no podía distinguir la pupila del iris. Antes, en lo de Sáenz, los había visto distintos.

—Evidentemente, no va usted a responderme.

De Silva la trajo a tierra. Extasiada en el rostro de aquel hombre, se había olvidado de todo. Le dio vergüenza una vez más, y bajó la vista.

—No lo sé... no sé por qué hice lo que hice.

—No creo que una persona que decide quitarse la vida...

—¡Por favor, señor, no vuelva a decirlo!

—¿Qué cosa? ¿"Quitarse la vida"?—Los ojos picaros de Juan Cruz parecían sonreír—. ¿No es ésa la verdad, pues?

Fiona no respondió. Seguía con la vista baja, sólo que ahora se había sentado, muy derecha, las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo, como si rezara.

—Lo hice porque... bueno, porque... Porque mi padre concertó un matrimonio para mí y... —volvió a levantar la mirada. Después de decirlo sintió que se quitaba el mundo de encima, aunque se lo hubiera confesado a un extraño.

De Silva continuaba observándola, impávido. Parecía no haber escuchado la confesión de Fiona.

—¿Y quién es el afortunado? —preguntó, finalmente.

—¡Afortunado, San Patricio! ¡No va a serlo nunca jamás! ¡Yo me encargaré de hacerle la vida imposible!

De Silva se rió con ganas.

—¿De qué ríe, señor? —preguntó, ofendida.

—No, de nada, de nada. Disculpe usted... Quizá, de su vehemencia. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Aún no me ha dicho de quién se trata.

—No lo conozco. Sólo sé que se trata de un extranjero que va a radicarse en Buenos Aires y que... bueno, sólo eso. No me importa.

—¿No cree que su decisión fue un poco... dramática y definitiva? Tal vez se trate de un buen hombre.

—Lo dudo mucho.

—En su lugar, cualquier mujer se sentiría feliz de saber que su padre le ha conseguido un esposo. ¿No es eso lo que desean todas las porteñas por estos tiempos?

—Todas, menos yo.

—¿Y qué desea usted, señorita Fiona Malone?

Volvió su rostro hacia él y lo miró con desdén.

—Señor de Silva —comenzó a decir—. No quiero que usted piense que soy una persona maleducada y descortés. En todo este tiempo no le he dado las gracias por haberme salvado la vida. Así que... gracias.

—¡Ah! ¡Después de todo sí desea seguir viviendo!

—Sí, deseo seguir viviendo, pero no por mí. Lo deseo por otra persona.

—¿Tal vez su corazón pertenece a algún otro?

—¿A quién podría yo haberle entregado mi corazón? Todos los hombres que conozco no son más que mentecatos aburridos. No, señor de Silva, sólo deseo vivir por mi abuelo.

No volvieron a cruzar palabra en el resto del viaje.

De pie en la puerta de su casa, Fiona siguió con la mirada la marcha del carruaje de de Silva. ¿Porque lo llamarían el diablo?, se preguntaba. Y, por más que pensaba, no lograba entenderlo. Porque si bien había salido de casa de misia Mercedes convencida de ello, ahora todo parecía haber cambiado.

El ruido de la puerta la arrancó de su ensimismamiento. Era Maria, que impulsivamente le echó los brazos al cuello.

—¡San Patricio sea bendito una y mil veces porque te trajo a casa sana y salva! —exclamó mientras la abrazaba. Fiona respondió al abrazo y la besó en ambas mejillas.

Maria se apartó y se quedó mirándola, perpleja.

—¡Dios Santo, Fiona! ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde has estado? Mírate un poco. ¿Qué le ha sucedido a tu cabello? ¿De quién es ese vestido, niña?

La mujer no lograba detener la verborragia reprimida durante las tres horas que habían transcurrido desde la desaparición de Fiona.

—¿Está mi padre?

—No, salió con Eliseo. Te están buscando.

—¡Pobre Eliseo! Debe estar muy preocupado.

—A muerte, mi niña, a muerte. Pero, ¿se puede saber dónde has estado?

—¡Ah, Maria! Han pasado tantas cosas esta noche que no sé por dónde empezar. Ven, vamos. Mientras me preparas un baño te lo cuento.

—¡Un baño, a esta hora!

—Es que, entre otras cosas, esta noche nadé en un bache lleno de barro.

La cara de espanto de Maria la hizo sonreír. Tomó por el brazo a su criada y la arrastró hacia su alcoba. Se internaron en la casa en medio de un silencio y una oscuridad sobrecogedores. Fiona comprendió con alivio que el resto de la familia había permanecido ajeno a cuanto había sucedido esa noche en su vida.

Al cabo, estuvo en su cama, caliente y cómoda. Recién en ese momento su cuerpo volvió a tomar la forma de siempre. De todas maneras, se sentía extraña. Ni triste ni contenta: diferente.

En unos instantes se durmió.

Capítulo 3

Al día siguiente, Fiona pidió a Maria que la disculpara con sus abuelos. Mandó a decir que estaba indispuesta y permaneció el día entero en cama.

Era cierto. Cada parte del cuerpo le dolía y, por momentos, tuvo fiebre; pero era su espíritu el que había amanecido más indispuesto.

La excitación por la aventura de la noche anterior había desaparecido al despuntar el sol para dar paso a la mayor desazón y angustia. Todo había terminado; ahora la realidad la ahogaba. La salud de su abuelo, la ruina de su fortuna, su casamiento concertado. Todo había terminado: todos sus sueños y fantasías habían quedado destruidos. Los había destruido su padre, una vez más.

Más tarde, llegó su abuelo y se sentó junto a la cama, dispuesto a conversar con ella como todas las mañanas. Fiona miró esos ojos cansados, desvaídos, enmarcados por pliegues secos y arrugados de piel. Según su abuela, en su juventud los ojos de Sean Malone eran de un vívido azul cielo; pero el paso del tiempo los había desteñido, tornándolos de color celeste claro.

Como nunca antes, Fiona comprendió en ese momento que si sería para prolongar algunos años más la vida de su abuelo, el sacrificio de su propia vida valdría la pena.

Conversaron acerca de todo. Leyeron los periódicos, discutieron algo de política y Sean le relató nuevas anécdotas de Irlanda y de cuando ella era pequeña. Le contó la preferida de Fiona; quizá la había escuchado mil veces ya, pero no le importaba escucharla mil más. Había algo en la mirada de su abuelo cuando la relataba que llenaba de orgullo a la joven.

—Una vez, recuerdo que era el día de San Patricio... —comenzó Sean.

—El día del cumpleaños de
aunt
Tricia...
—agregó Fiona.

—Así es,
dear.
Bueno, ese día te arrellanaste sobre mis rodillas, como siempre cada mañana cuando me disponía a leer la
Gacela.
Me señalaste una palabra del periódico y balbuceaste: "Yo sé lo que dice ahí,
Grandpa".
Así fue como comenzaste a leer. Primero el nombre del periódico, luego los títulos, y así todo. Tengo que confesarte, princesa, que al principio me asusté. Después, pensé que Tricia te había enseñado a escondidas. Sin embargo, cuando se lo pregunté lo negó tan sinceramente que le creí. Lo consultamos con el médico Rivera. Nos dijo que aquello era ni más ni menos que una de tantas rarezas de la naturaleza. Comprenderás que no me quedé muy conforme con esa respuesta, así que consulté a otros doctoras. Uno de ellos me explicó que existen en el mundo algunas personas que aprenden a leer, incluso a escribir, sin que nadie les enseñe. Se las llama autodidactas. Sólo hay unas pocas en el mundo y una de ésas la tengo yo.

Rozó con su mano la mejilla de Fiona; pensó, si su nieta le faltaba, él moriría.

Al cabo de un rato, la joven y su abuelo parecían haberse olvidado de todo y de todos. Sumergidos en sus recuerdos y vivencias, nada los traía de nuevo a la realidad.

—Que manda a decir tu padre que más vale que mañana estés bien porque va a venir a verte tu prometido por la tarde.

Después de entregar el recado, Maria la miró con temor, esperando una explosión. Fiona escuchó y no dijo nada, lo que preocupó a la criada; tal vez, habría sido mejor que la niña gritara y pataleara en su cama.

—¿Sabes cuándo se va? —preguntó Fiona.

—¿Se va? ¿Quién, mi niña?

—Mi padre, pues.

—No lo ha dicho aún; me parece que no tiene intenciones de irse pronto —acoló la criolla.

—¿Y de dónde sacas eso?

—Le ha dicho a Eliseo que esté atento en estos días porque tiene que hacer muchos negocios en la ciudad y lo va a necesitar como cochero. Además, trajo un baúl bastante grande con ropa. Pa'mí que se quiere quedar hasta la boda.

Al escuchar esa palabra, Fiona clavó la mirada en las sábanas. Maria, acongojada, sintió pánico al pensar que su niñita pudiera perder la razón por toda aquella maldita cuestión del casorio. Ya le había prendido una vela a la Virgen de Luján y otra a San Patricio, que siempre era tan bueno con ella. Pero en aquel momento se le ocurrió una idea mejor: le prendería una vela a San Antonio para que hiciera que su niña se enamorara del prometido; así no sufriría tanto.

A punto de salir de la habitación para cumplir con su cometido, Fiona la detuvo.

—¿Nadie más sabe acerca de todo esto?

—¿De todo esto? ¿Qué, mi niña?

—¡Ay, pero si estás lenta hoy, Maria! ¿Qué te sucede? ¿No desayunaste? Que si alguien más sabe lo de mi casamiento.

—Nadie, mi niña. Todos están como si nada pasara; todos menos tu padre. ¡Tiene una cara el pobre!

—¡Qué pobre ni ocho cuartos! ¡Es un maldito embustero! ¿Entiendes lo que hizo, Maria? —Miraba fijo a la criada, echando chispas por los ojos—. ¡Me vendió como a una esclava en el mercado! Me vendió al mejor postor —remató con indignación, y se llevó las manos al rostro.

—Vamos, mi niña, no llores.

Maria trataba de consolarla, aunque al ver a Fiona como siempre, con la mirada encendida y la lengua mordaz, se sintió más reconfortada.

—Si no lloro, Maria, no lloro. Aunque quisiera, no podría. Tengo tanta rabia, tanta rabia... —y, juntando los dientes, lanzó un grito ahogado.

—¿Por qué no la ofreció a Imelda? Ella estaría feliz de enganchar a un marido.

—Pero no, mi niña, estando tú, ¿quién querría a Imelda? Eres tan bella, más bella que la aurora en el campo. La niña Imelda no es ni la mitad de lo que tú. Además, ella ya tiene novio.

—¿Senillosa? Ése no es un novio, es un zoquete, Ya creo yo que Imelda lo cambiaría si tuviera posibilidad.

—Y como dice el dicho: 'Dios le da pan al que no tiene dientes" —sentenció Maria—. Lo que yo no comprendo es cómo no se te ocurrió preguntarle a tu padre de quién se trata... Tu prometido, digo.

—Ya te dije que no lo conozco; es un extranjero, recién llegado a la ciudad. No me interesa. Puede tratarse del mismo Jesucristo o del propio Lucifer, me da exactamente igual.

La criada se hizo varias veces la señal de la cruz con los ojos cerrados antes de dejar la habitación.

A pesar de que nada le importaba, Fiona estaba bellísima esa tarde. Y todo gracias a las manos maestras de Maria que no sólo le habían confeccionado el vestido, sino que también la habían peinado y maquillado. Si bien la criada ya había encendido la vela para San Antonio, no era cuestión de dejarle todo el asunto al santo.

Maria suspiró. Después, continuó marcando los bucles con un hierro caliente.

—¿Por qué suspiras? —preguntó Fiona.

—¡Ah, el amor, mi niña, el amor!

Levantó la vista del cabello de Fiona y observó por la ventana. Ahí estaba Eliseo.

—Para mí, el amor ya no existe. Es un sueño que jamás se hará realidad —afirmó sombríamente la joven.

—¡Cómo puedes decir semejante cosa, Fiona! No me hagas enojar.

—¿Que cómo puedo decir semejante cosa? Pregúntaselo al hijo mayor de mi abuelo.

Comenzaba a hartarse de tener que quedarse tiesa frente al espejo preparándose para alguien a quien ya había decidido odiar desde el primer momento,

—Ya sé, mi niña, que no es como lo soñaste. Lo sé porque hemos hablado de esto muchas veces. Pero la vida no es siempre como nosotros queremos, Fiona. A veces las cosas son de otra forma y no queda otra pos...

—Es que no puedo aceptar que por su culpa, justamente por su culpa, mi vida tenga que ser distinta a como yo la planeé. Por culpa suya y del estúpido de tío John.

—Bueno, mi niña, no te pongas en ese estado que no estarás linda para cuando llegue.

Maria abandonó el peinado y comenzó a rozar carmín en las mejillas de Fiona.

—¿Es que no entiendes que no me interesa estar linda nunca más? No deseo agradarle. Ojalá me vea fea, muy fea, así no quiere casarse conmigo.

Se calló y bajó el rostro. Sabía que si el hombre no quería casarse con ella, el único que sufriría sería su abuelo. Se arrepintió de haber dicho eso.

—Por más que lo intentes, jamás podrás lograr que te vea fea porque, simplemente, eres hermosa, la más hermosa que yo conozco.

—No exageres. Tú me dices eso porque me quieres de veras, pero no ha de ser para tanto.

—Para tanto y mucho más. No sabes cuántas patronas de otras familias mandan a sus sirvientas a preguntarme dónde te haces los vestidos, dónde te peinas, quién te enseñó a tocar el piano...

—¡No puedo creerlo!

Fiona giró sobre sí en el taburete y clavó sus ojos en los de Maria.

—Sí, cada vez que voy a la Recova de compras, alguna de las criadas me detiene y me pregunta. Tú nunca has querido darte cuenta lo bella que eres y siempre has intentado mantenerte aparte de la sociedad. Pero la sociedad te ha visto, Fiona; ellos siempre te ven.

—¡No puedo creerlo! —repitió. Se miró en el espejo del tocador y se acarició la mejilla.

—Pues créemelo, mi niña, créemelo. Eres la más bella. De verdad.

Se hizo un silencio. Maria continuó con su labor y Fiona permaneció con la mirada perdida en su propio reflejo.

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