—¿Y quién es el hombre? —Trató de disimular el miedo con la furia—. No será Soler. ¡Por Dios Santo! —exclamó con gesto de repugnancia.
—¿Palmito Soler? ¡No, Fiona! —William hizo una pausa—. En realidad, no lo conoces.
—¿Cómo que no lo conozco?
—Es un extranjero. Ha venido a Buenos Aires para radicarse no muy lejos de aquí. Es millonario. Piensa, podrás viajar mucho, tal vez a Europa, hasta podrás ver a Tricia. Tiene grandes proyectos y negocios en los que... —No pudo seguir.
—¡Qué me importan a mí los negocios de ese estúpido! ¡Qué me importa su dinero! ¡Nada de eso me importa un comino!
—Fiona... —William no sabía qué decir—. Fiona, sé que me detestas, lo sé. Si no lo haces por mí, hazlo por mi padre, por tu abuelo.
—Él jamás permitirá que yo me case en contra de mi voluntad. Y menos aún para pagar las deudas que tú y el inútil de tío John han contraído. Jamás lo permitirá.
—No comprendes...
—Sí que comprendo, no soy estúpida. Me vendiste al mejor postor para cubrir los errores que cometiste con las propiedades de mi abuelo. Me vendiste como a una esclava en el mercado, como a una cualquiera. ¡No, no, no! Jamás lo haré.
—Sí, lo harás.
—No, no lo haré.
—Entonces, sobre tu conciencia pesara la muerte de tu abuelo. Tuviste la posibilidad de salvarlo, y por una estúpida veleidad de niña malcriada no lo hiciste.
La certera estocada final había dado en el blanco. Fiona se quedó sin aliento.
—El doctor Rivera nos dijo a tu tío y a mí que el corazón de tu abuelo jamás podrá resistir una noticia como ésta. Morirá en el mismo instante.
Fiona conocía muy bien la afección de Sean Malone. Su corazón había comenzado a debilitarse cinco años atrás. En aquel momento, por indicación del médico, el estanciero irlandés había delegado el negocio en manos de dos de sus hijos, William y John.
En ocasiones, la presión solía subirle a las nubes y no quedaba otra cosa que una sangría con sanguijuelas. En ese caso, sólo Fiona podía estar junto a su abuelo. Sólo ella sabía cuánto sufría, cuánto le dolían la cabeza, el corazón, el pecho, el cuerpo entero. Ella padecía cada vez que los ojos del viejo Malone se clavaban en los suyos y le aferraba la mano para tratar de soportar el tormento.
—Por eso te digo: en tus manos está la vida o la muerte de tu abuelo. Sobre tu concien...
—¡Cállate, cállate, te maldigo! ¡Maldito seas! Arruinaste mi vida cuando recién comenzaba. Y ahora, que soy feliz aquí, ¡vuelves a meterte en ella para colmarla de odio y dolor! ¡Te odio, te odio con toda mi alma, con todas mis fuerzas! ¡Y te maldigo, William Malone, te maldigo por siempre!
Desesperada, Fiona abandonó la casa a la carrera.
Tal vez fuese mejor morir.
Fiona no lograba ponderar aún lo que su padre acababa de confesarle. Los negocios de la familia, la salud del abuelo, la pérdida de los campos y, por fin, su posible matrimonio. No podía creer que su padre la hubiese vendido. Ella jamás le había pertenecido, ni le pertenecería. Nunca aceptaría semejante locura. Sólo "deseaba enamorarse de un hombre, amarlo con toda su alma y entregarse a él. Pero su padre lo había arruinado todo.
Tomó por la calle Larga de Barracas. Sabía que se estaba alejando de la casa de su abuelo.
La casa de su abuelo...
Estaban a punto de perder todos los campos y, tal vez, la casa también. Las palabras de su padre eran como un martillo. Los ojos le ardían del llanto contenido y su garganta latía con intensidad.
Caminaba por la estrecha vereda dando tumbos, como ebria. El barro se hundía bajo sus escarpines haciendo más difícil aún la caminata; el ruedo del vestido se complotaba en su contra, haciéndose cada vez más pesado a medida que recogía la mezcla de tierra y agua.
Tal vez fuese mejor morir. Su mente repetía la idea a medida que seguía avanzando hacia ningún lugar. La lluvia golpeaba su cara, sus brazos, le empapaba el calzado, le provocaba espasmos de frío.
Cayó al suelo de la calle y su cuerpo se sumergió de lleno en uno de los baches de agua sucia y maloliente. Sus manos se enterraban lentamente en el fondo del lodazal y la caída parecía no tener fin. Toda ella estaba desparramada en esa inmundicia. No pudo más, y comenzó a llorar. Sus brazos cedieron, y fue a dar con su rostro y todo su pecho sobre el agua mugrienta.
Tal vez fuese mejor morir.
Se irguió con dificultad. Su vestido, sus enaguas, sus mangas
gigot,
su viso de crinolina, todo pesaba una tonelada. Su cuerpo no lo soportaba más. Comenzó a incorporarse como pudo, tratando de no resbalar, intentando no llorar más; eso le quitaba fuerzas.
Se levantó y permaneció allí, de pie, en medio de la calle, embarrada de los pies a la cabeza, toda ennegrecida por el lodo. Tanto que el coche que giró en la esquina de la calle de la Independencia y tomó por la Larga, no logró distinguirla del resto del paisaje nocturno. Ella lo vio acercarse, imparable. Los cascos de los caballos chapoteaban en el barro, y las ruedas abrían surcos como arados. Aquello sería lo mejor. Con estoicismo, se dispuso a esperar la embestida mortal de la volanta que se precipitaba hacia ella.
—
¡Grandpa!.
Por fin, el grito se hizo vivo en la garganta de la joven. Recién en ese momento el cochero comprendió que tenía frente a él a una persona.
—¡Alto! ¡Alto!
El hombre se había puesto de pie sobre el pescante; sus brazos, elevados en el aire, sostenían las riendas en un intento desesperado por detener el coche. Era poco menos que imposible: los caballos galopaban demasiado rápido. Además, el lodo se confabulaba para que la carrera alocada de los potros fuera más veloz.
Fiona vio que el carruaje se abalanzaba sobre ella pero no pudo moverse. Y después, la embestida final, esperada, casi sin miedo.
El carruaje pasó como cortando el camino en dos. Fiona ya no estaba allí.
—... no era necesario que la trajeras aquí. ¿No tenías otro lugar donde llevarla...?
Fiona despertó escuchando un murmullo lejano. Palabras y frases entrecortadas que no comprendía provenían de otra habitación. Miró en derredor y no supo dónde estaba. Esa cama no era la suya; se sintió extraña, incómoda. A su lado una sierva negra la miraba, con gesto impávido. Instantes después, la esclava se asomó al pasillo interrumpiendo la conversación que se desarrollaba afuera.
—La señorita ha despertado —dijo.
Volvió al lado de Fiona y, con un trapo húmedo, comenzó a limpiarle los pies. La joven trató de incorporarse; la mujer, sin decir nada, la obligó a recostarse de nuevo.
Fiona fijó sus ojos en las molduras del techo y trató de recordar qué había sucedido. Su padre, el barro, el vestido que le pesaba...
Él vestido.
Palpó su cuerpo y se dio cuenta de que ya no lo llevaba consigo. Ahora vestía una bata de merino blanca.
—¿Dónde estoy? —le preguntó a la negra, que estrujaba el trapo en una jofaina.
En ese instante, la puerta se abrió y apareció un hombre alto que se acercó a la cabecera de la cama.
—¡Señor de Silva! —atinó a decir Fiona.
—Así es, señorita. ¿Está usted mejor?
Fiona se quedó mirándolo. No comprendía nada. Balbuceó algunas palabras y sus ojos comenzaron a brillar.
—Paolina, déjanos solos —ordenó Juan Cruz a la negra—. Señorita Fiona Malone. Ése es su nombre, ¿verdad?
Mientras tanto, acercaba una silla a la cabecera de la cama. Fiona asintió, bajando la mirada. Ahora que los recuerdos se agolpaban en su mente se sentía peor aún. Una vez más se arrepintió de su comportamiento inmaduro en casa de misia Mercedes, pero al recordar lo que ese hombre, ahora tan galante, había estado haciendo horas atrás con Clelia, no pudo evitar que el rubor tiñera sus mejillas.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
Juan Cruz asintió.
—¿Dónde estoy? ¿Qué me sucedió? ¿Quién... quién me trajo hasta aquí?
Las lágrimas deseaban salir y la voz se le deformaba por el llanto reprimido. Comenzó a incorporarse.
—Vamos, señorita, recuéstese —ordenó de Silva con amabilidad. El hombre abandonó la silla y la obligó a volver a su posición inicial.
—Además, ésas son varias preguntas. —Sonrió amistosamente, y después agregó—: Está en casa de unos amigos míos. La traje aquí porque la encontré en medio de la calle Larga, a punto de ser embestida por un carruaje.
Fiona bajó el rostro y por fin comenzó a sollozar.
—¿Usted... usted me salvó?
La joven levantó la mirada enrojecida y advirtió que los ojos de de Silva la escrutaban con intensidad; le dio tanta vergüenza que decidió levantarse e irse inmediatamente de allí.
Sin contestarle, de Silva la dejó hacer; el salto fue tan repentino y estaba tan débil, que se mareó y cayó en sus brazos. Así permanecieron unos segundos; para Fiona, una eternidad. No lo miraba; tenía el rostro hundido en su pecho y los ojos cerrados.
Un instante después, su mente volvió a su sitio y el equilibrio a su cuerpo. Se separó de él; no se atrevía a mirarlo.
—¿Dónde está mi vestido? Debo irme.
Juan Cruz rió suavemente y se alejó unos pasos de ella.
—Señorita, no creo que su vestido sirva más.
Abrió el ropero y tomó uno de los trajes de mujer que había allí.
—Tome, póngase éste. Le quedará un tanto holgado, pero no creo que pretenda usarlo para un baile, ¿verdad?
—Gracias —contestó Fiona lacónicamente.
Después, lo miró directo a los ojos y, señalándole el vestido, lo invitó a abandonar la habitación. Él permaneció unos segundos bajo el dintel de la puerta, observándola. Por fin, salió.
Se quitó el batón y lo arrojó sobre la silla. Se dio cuenta de que debajo de la
robe de chambre
no llevaba nada; su desnudez era completa. Miró con recelo hacia los cuatro costados de la habitación para asegurarse de que nadie la estuviese espiando y, rápidamente, se colocó el traje sin demasiados miramientos. Después, se sentó frente al tocador y, al ver su rostro reflejado en el espejo, deseó que la tierra la tragara. Su cabello era una masa compacta de barro, briznas y pelo. Las guedejas, tiesas y rectas, caían sobre su rostro como clavos largos y pesados. Su rostro, manchado de barro, no era el mismo. Descubrió en su cuello una costra de lodo seco que despegó con asco. Sentía vergüenza. Durante varios minutos había conversado con de Silva en ese estado. Estaba espantosa, mustia, maloliente, sucia. Se quedó pensativa por un momento; después, continuó acicalándose.
Levantó el brazo derecho para quitar las flores de seda de su tocado, mustias y sucias, y un agudo dolor, que le recorrió desde el hombro hasta el codo, la paralizó. A duras penas levantó lo más que pudo la manga del vestido y alcanzó a ver, a la altura de la clavícula, un enorme hematoma azulado.
Ahora recordaba con más claridad. Alguien la había embestido, y era obvio que no habían sido los caballos. Alguien la había embestido por el costado derecho y la había sacado del alcance del carruaje. Ese alguien era de Silva.
Tomó el trapo con el que la negra Paolina la había limpiado momentos atrás. Cuando lo enjuagó en la jofaina sólo logró ensuciarlo más: el agua estaba inmunda. Lo estrujó con fuerza y se lo pasó por el rostro, intentando eliminar las manchas. Con el cabello no intentaría nada; no contaba con los elementos necesarios y sólo lograría empeorar la situación. Además, deseaba terminar rápidamente con todo aquello y volver a su hogar.
Saltó al pasillo. Estaba oscuro y desierto. De repente, escuchó voces que venían de otro sector de la casa; no podía entender qué decían exactamente, pero parecían de un hombre y una mujer en plena discusión.
Se encaminó hacia el lado izquierdo del corredor; tal vez, pensó al final de éste se encontraría la puerta principal. Sólo deseaba escapar de allí.
—¡Señorita Malone! —la voz venía de atrás—. ¡Señorita! ¿Adonde cree que va?
Fiona se detuvo y, girando sobre sí, se encontró una vez más con de Silva. La oscuridad del pasillo le impedía verlo bien.
—Me voy a mi casa, señor. Debo irme. Además, ya le he causado a usted demasiados problemas.
—Estamos muy lejos de su casa.
—¿Usted sabe dónde vivo, señor?
Juan Cruz permaneció mudo unos instantes, observando fijamente sus formas a través de la oscuridad.
—No; pero supongo que una niña de su alcurnia debe vivir... no sé... ¿cerca de la Plaza de la Victoria, tal vez?
—Vivo en la calle Larga, cerca de la esquina con la de Cochabamba.
—Pues eso está muy lejos de aquí. No podrá ir sola. Yo mismo la llevaré en mi volanta.
—Señor, no deseo causarle más...
—No diga nada. Es una orden —y a continuación gritó— ¡Mateo, prepara la volanta, salgo en seguida!
Nadie respondió; todo lo que se escuchó fue un correteo en otro lugar de la casa.
La figura majestuosa de Juan Cruz se fue haciendo más nítida a medida que se aproximaba a ella. Fiona no podía moverse; aquel hombre le clavaba los ojos de tal forma que lograba paralizarla y quitarle todo resto de voluntad. La tomó por el brazo.
—¡Ayy! —exclamó Fiona, sobándose el hematoma.
—Disculpe usted —dijo él, sinceramente apenado.
Por primera vez en toda la noche, Fiona lo notó desconcertado.
—Le molesta el brazo —afirmó—. Lo lamento; no tenía otro remedio que embestirla por ese lado si quería salvarle la vida. Tuvo suerte de que justo caminara por ahí.
Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que subieron a la volanta.
—¡A la calle Larga, en esquina con la de Cochabamba! —gritó de Silva, y automáticamente los caballos comenzaron a andar.
Entre los cojines de la volanta, Fiona adoptó una postura que no correspondía a la de una joven de su clase. Sabía muy bien que en presencia de un caballero debía permanecer sentada, muy derecha, las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo, como si rezara. Pero no lo hizo así: se desparramó cómodamente en el asiento, frente a de Silva, recogiendo los pies bajo la falda. Para ella, él no era un caballero. Además, estaba exhausta. Aquella había sido la noche más larga y difícil de su vida. No estaba para protocolos; normalmente no lo estaba, mucho menos ahora.
De Silva no le quitaba los ojos de encima y ella, aunque no estuviera mirándolo, lo sabía. Descorrió la cortina de la ventanilla y divisó la luna. Llena, muy llena y blanca. Ahora que la tormenta había pasado, pensó, todo había vuelto a la normalidad.