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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío (11 page)

Adeir Eamonn a Chnoic: a lao ghil's a chuid

Cad do dheinfainn-se dhuit?

Mará gcuirjinn orí heinn dom ghuna?

Que, como él explicaba, quería decir:

«Dice Ned de la Colina: Mi tierno y fiel amor,

¿qué más podría hacer,

que protegerte del viento y la intemperie?»

Un día, con una taza de claro en la mano, me miró sonriendo y dijo:

—Bonita letra, ¿verdad, Redmond?

—Sí —coincidí con entusiasmo—, es magnífica, Ned. Me gusta.

—Es cierto, ¿verdad? Se parece mucho a lo que cantaba el primer día. El día que llegaste a Slievenageeha. ¿Te acuerdas de la canción, Redmond? Era sobre el infierno, Redmond. Sobre el infierno. ¿Sabes cuánto dice que supuestamente vas a vivir en ese sitio? ¿Sabes cuánto tiempo, Redmond? No, no lo sabes, así que te lo voy a decir.

Se sonó la nariz y se arrancó ruidosamente una flema que escupió en la chimenea antes de empezar con su lastimera canción:

A la sombra del bosque estamos tendidos

mi amigo y yo, para siempre unidos.

¿Hasta cuándo estaremos aquí, oh, Señor?

Cuando cubran las nieves del infierno el alcor.

Se estremeció de un modo inquietante. Después me miró y dijo:

—Eso es lo que tardaremos, Redmond. Eso es lo que tú y yo vamos a tardar.

Debí de quedarme dormido, y, al despertarme, lo llamé, pero no lo vi por ninguna parte. La puerta estaba abierta de par en par y por ella entraba el viento de la montaña. Ned no volvió hasta la mañana siguiente. Yo no tenía ni idea de adonde había ido y él no me dio ninguna explicación.

Actuaba como si nada hubiera ocurrido.

El inocente: Una nación de luto La solitaria muerte de Michael Gallagher

Nadie hubiera podido imaginar, ni en sus peores pesadillas, la información que publicaron los periódicos.

La fotografía del Independent, sobre todo, pintaba una escena de horrorosa melancolía, un deprimente paisaje de color gris pizarra, donde los pinos borrosos detrás de la fábrica presentaban un aspecto profundamente siniestro.

Cada vez que leía sobre el caso, sentimientos muy conocidos pero desagradables volvían una vez más para atormentarme y lo veía allí de pie, mirándome desde la oscuridad.

—Algo espantoso va a ocurrir, Redmond, y tú te enterarás.

Finalmente, a fuerza de concentrarme, y nada más, llegué a ver lo absurdo que había sido todo aquello.

Pero, ¡por Dios!, si aquel hombre estaba muerto… ¿Acaso no se había ahorcado?

Nada menos que en la ducha de una cárcel. Las pruebas estaban allí en blanco y negro. Claro que sí. Costaba no echarse a reír. Al final sentí vergüenza de haber dado crédito a aquello. Él ni siquiera había estado allí. Ni en la cama ni en el rellano ni en ningún otro sitio. Ésas son las lamentables consecuencias de los problemas emocionales, me dije. Por fin llegué al punto de casi olvidar por completo aquel ridículo episodio.

Era un hombre nuevo de veras, y me resultaba fantástico. Hacía meses que no sufría el viejo estrés. Recuerdo haber pensado que, si me lo hubieran pedido, quizá no habría podido describir aquellos agobios. Me estaba acercando a un estado de plena satisfacción. A gusto conmigo mismo.

Estaba seguro de que así estaban destinadas a mantenerse las cosas. Esos eran los pensamientos que me pasaban por la cabeza mientras Immy y yo íbamos en el coche hacia bosque frío. Al detenernos en un semáforo tuve la sensación de que llevaba un siglo esperando a que cambiara. Y fue en ese momento cuando sentí el olor, la angustiosa humedad. A veces se oye decir que alguien «se quedó lívido». Pero pocas veces lo vemos. Yo vislumbré mi cara en el espejo retrovisor y no exagero al afirmar que tenía el color de la muerte.

No tenía que mirar hacia atrás. Sabía que estaba allí. Mirando por la ventanilla desde donde había aparcado. Parecía que llevaba días bebiendo. De repente, al cambiar el semáforo a verde, arrancó de golpe.

—Pronto, Redmond —le oí decir—, pronto.

Sé que no tendría que haberme detenido nunca en Blanchardstown, eso estuvo a punto de echarlo todo a perder. Pero no podía dejar de pensar en Las gemelas de Sweet Valley High, que Imogen había estado viendo en vez de My Little Pony. Me ponía nervioso porque era algo que no me esperaba. Por eso reaccioné en cuanto vi el restaurante, que apareció de la nada, surgido de entre la lluvia: Deep Pan Pizza.

—¿Quién la quiere de salami y quién de piña? —oí exclamar a Catherine.

Desplomada en el asiento trasero, la pobre Imogen gemía. Pedía algo, pero con todo lo que estaba sucediendo no conseguí concentrarme en sus palabras. Creo que decía que tenía la boca seca… y eso me alteró. Pero nunca tuve intención de gritarle. Hay una sola razón por la que me dirigí con dureza a Immy, y la explican tres palabras: puto Piper Alpha. Fue culpa suya que yo le bramara a mi hija:

—¡Cállate, Immy! ¿Me oyes?

Ocurrió en cuanto volví al coche. Era estrés, nada más. La única otra vez en mi vida que había hablado en ese tono a mi hija fue cuando se tiró pintura por encima en Kilburn. Había estado jugando con unas acuarelas y manchó toda la ropa. Tampoco aquella semana habían andado bien las cosas. Me habían rechazado tres artículos, uno detrás de otro, y Catherine me estaba haciendo pasar un mal momento. Pero ahora eso carecía de importancia, me dije. Ahora que estábamos a punto de llegar.

No pensaba en otra cosa mientras conducía; lástima de haber encontrado al imbécil de Piper Alpha. Lástima de haber tenido la desgracia de encontrarlo en el Deep Pan Pizza. Ojalá no hubiera ocurrido, repetía sin cesar mientras avanzábamos hacia nuestra casa de bosque frío.

Finales de los noventa
5. Redmond Place

Los acontecimientos de aquel verano, por tensos que fueran, por no decir aterradores, parecen ahora muy lejanos. Parte de la descolorida trama de la historia, supongo, y en general tiendo a no pensar mucho en ellos. Un verano muy distante, otra muda de piel. Ésos eran mis sentimientos en la segunda mitad de la próspera década de los noventa. Bill Clinton estaba todavía en la Casa Blanca e Irlanda del Norte se había acostumbrado a una relativa calma. Parecía que estábamos entrando en una nueva fase de optimismo. Yo desde luego que sí. Las cosas habían mejorado de manera espectacular. Un curso de extensión en la Dublin City University, mi primera aparición pública como Dominic Tiernan, con el aval, entre otras cosas, de referencias impecablemente falsificadas del desaparecido North London Chronicle, me ofreció una oportunidad muy prometedora: un posible empleo en una revista. Un semanario dublinés de aparición inminente, me informaron.

En resumidas cuentas, conseguí el puesto. Obviamente, tenía que andar con cuidado y no contar toda la verdad. Estaba sumamente nervioso, para qué negarlo. Pero entre la chaqueta de cuero, el pelo largo, que me había teñido, y la cola de caballo, no me parecía en nada al viejo Redmond Hatch, sino más bien a Willie Nelson o a algún ejecutivo New Age a lo hippy. Y poco a poco todas las preocupaciones que tenía al respecto empezaron a desvanecerse.

Como decía, conseguí el puesto, con un generoso salario acorde a la prosperidad de los tiempos, algo realmente maravilloso. Hasta me invitaron a una comida de celebración, a consecuencia de la cual yo estaba totalmente desprevenido ante lo que sucedería más tarde, esa misma noche, en el nuevo apartamento al que acababa de mudarme, en Herbert Park, en el lado sur de Dublín. Mientras hacía girar la llave en la cerradura sentí que pasaba algo, y entonces los vi: unos trozos de plateado papel de aluminio tirados por el suelo. Luego —literalmente en cuestión de segundos después de detectarlos—, la deprimente, conocida, desagradable, intensa humedad, que parecía llenar todo el espacio. Y por fin, la oí, y me quedé tieso de la cabeza a los pies. Era una voz débil, pero clara y audible.

—Olson le dio El hechizo del corazón. ¿El cabrón maltes le dio algún libro a tu puta?

Venía de donde estaban las macetas con plantas, debajo de la ventana.

Me dolió muchísimo que describiera a Catherine Courtney de esa manera. Me llenó de rencor y rabia y amargura. Y ahora, más que nunca, quería que él lo supiera. Había llegado por fin el momento de actuar. Llevaba demasiado tiempo intimidado y sumiso. Ahora, por fin, habría que aclararle a Ned Strange que ya no le iba a consentir nunca más sus dementes provocaciones. Apreté los puños y me armé de valor para hacerle frente. Distinguía su sombra detrás de las plantas. Su nombre me vino a la boca, pero entonces oí sus desesperadas súplicas, los mismos ardides y trucos para manipularme de siempre:

—No creerás que yo le haría daño a un niño, ¿verdad, Redmond?

Respondí con aspereza; no pude evitarlo:

—¡Pero se lo hiciste! —grité—. ¡Eso es exactamente lo que hiciste!

De repente olí el más extraordinario aroma de rosas. Y al levantar la mirada vi a una mujer de negocios con un traje de dos piezas mirándome, rociándose con un poco de perfume en la muñeca mientras apretaba la cartera debajo del brazo.

—Creo que va a mejorar el tiempo —dijo con una tosecita cortés mientras pulsaba el botón.

Por inquietante que fuera aquel incidente, me alegro de que ocurriese. Porque me hizo parar en seco y darme cuenta de que tendría que dominarme. Y dejar de mentir en cuanto a Ned Strange. De lo contrario, yo sería el único culpable.

Y, me alegro de poder decirlo, eso fue lo que hice.

Porque la simple verdad, que ahora veía clara, era que toda comprensión por gente como Strange iba a ser siempre una pérdida de tiempo. Me había estado engañando desde el principio, apelando como un tonto a un lado bondadoso que sencillamente no existía. Los hechos estaban a la vista. Sólo había una forma de interpretarlos. Y cuanto más los estudiaba, con la ayuda de mi colección de recortes y las notas de prensa, más satisfecho estaba, sentado una noche en un rincón de un pub mal iluminado de Ballsbridge.

No sólo estaba satisfecho, sino agradecido. Agradecido por que en ese caso se hubiera hecho justicia. Por que Ned Strange hubiera tenido el final que merecía. Un estremecimiento de alegría por la desgracia ajena me recorrió el cuerpo y me levantó de manera notable el ánimo. Cuanto más revisaba los hechos, extendiendo los reportajes sobre la mesa, más contento estaba. Encantado de que lo hubieran juzgado, declarado culpable y condenado a cadena perpetua. Pero no era lo único que me gustaba: no tenía ningún problema en admitir que me alegraba de que se hubiera suicidado, el mínimo castigo que podía esperar después de los atroces crímenes que había cometido el viejo cabrón. Ni más ni menos que una afrenta a la humanidad. Que se abrase en el infierno, me sorprendí pensando, mientras pedía otro trago. Algo que antes yo temía que me fuera a ocurrir a mí. Pero ya no. Ya no, ni por asomo.

—Nunca serás libre, Strange —escupí con amargura mientras me bebía de un trago el whisky doble—, te quedarás metido en esa tumba fría y solitaria hasta que se hundan las montañas y se pudran los pinos. ¡Hasta que tu supuesta nieve cubra tus solitarias colinas! ¿Me oyes, Ned? Hasta entonces, estarás ahí esperando. ¡Te lo mereces, amigo, vaya que sí! ¡Nadie se lo merece más que Ned Strange!

Leí que habían llevado su ataúd de vuelta a Slievenageeha, para enterrarlo en el cementerio que había cerca de su casa, la vieja cabaña desvencijada en la que había jugado conmigo a falta de algo mejor que hacer. Pero eso se había acabado. Se ha acabado, señor Strange. Ja, ja, tuve que reírme. Al pensar en lo tímido que había sido en el pasado, temiendo contradecirlo, apartando la mirada de manera sumisa, dócil. «Puto Ned Strange», pensé.

¿De qué demonios podía haber tenido miedo?

Sorbí el alcohol mientras el alivio me recorría el cuerpo. No era nada sorprendente porque, después de todo, ahora podía aceptar que en ese caso se había hecho una muy evidente justicia. Justicia que consistía en el destierro a la intemperie para toda la eternidad. Ninguna artimaña podía sacarlo de esa situación. Ningún ardid y ninguna amena «historia».

Y ahora lo cierto era que cada vez que saliera a relucir el nombre de Ned Strange, cada vez que pensaras en aquella figura de andar bamboleante con la camisa vieja a cuadros y los pantalones de pana gastados, cada vez que pensaras en el viejo de la montaña, sólo te acudiría una palabra a los labios. Y no sería «Ned de la Colina» ni «el bueno de Ned». No. Ahora sólo tendría un nombre:

Ned Strange, el artero y perverso pedófilo.

Al mismo tiempo es imposible negar que a veces los hombres resultan imprevisibles. Porque, por impresionado que estuviera con todas mis deliberaciones, era difícil no conmoverse un poco con lo que me encontré en Palmerston Park al volver del almuerzo la tarde siguiente. Algo que me recordó a Ned en uno de nuestros días más apacibles en la montaña, mucho antes de que se revelara la espantosa verdad. No podía creerlo cuando lo vi allí tendido, con las dos patas tiesas sobre un pequeño colchón de hojas. Supongo que fue inevitable que me acordara de Ned y de la tarde especial en que se puso a interpretar aquella versión tan lírica de una canción. Era invierno, y cantó debido a la nieve, la primera, según recuerdo, de aquel año. Me agarró del brazo y me lo apretó, muy excitado:

—Quiero que cantes una cancioncilla, Redmond. Es una cancioncilla de Hank Williams. Sobre un pajarito que se muere.

La cantó magníficamente, no hay duda. Se puso el violín en el hombro y acarició las cuerdas con el arco y con tanta suavidad que las notas caían como gotas de agua pura, y entró en un mundo de ensueño, balanceándose de un lado a otro mientras el instrumento, por lo bajo, como un grave torrente, imitaba el viento.

«¿Has visto alguna vez llorar a un petirrojo

cuando las hojas empiezan a morir?»

A la luz de recuerdos tan conmovedores, fue un momento muy especial cuando encontré por casualidad aquel pequeño y pobre petirrojo. Y, mirándolo, me resultaba difícil no interpretar aquello como algún tipo de señal. Un indicio palpable de que nuestra historia había finalmente acabado: me refiero, claro, a la historia de Edmund Strange y Redmond Hatch. Él estaba ahora en su tumba, en sus montañas natales de Slievenageeha, y allí seguiría. Sin más remedio que aceptar ahora, finalmente, la dura condena que le habían dictado: privado de reposo para toda la eternidad. Enterrado solo en los baldíos, a la intemperie. Donde hasta pensar en el crecimiento de una rosa resultaba ridículo.

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