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Authors: Patrick McCabe

Tags: #Terror, #Intriga, #Relato

Bosque Frío (13 page)

Fue sin duda una actuación magistral. Sin ningún esfuerzo, me daba mil vueltas. Y aunque no sea para estar especialmente orgulloso, sé que muchas veces, desde el día en el que pasé por la casa a buscar a Immy, habría dado cualquier cosa por tener siquiera una ínfima parte de los formidables recursos de Ned Strange. Un ínfimo porcentaje de su habilidad lingüística, una minúscula porción de sus estrategias hábilmente evasivas y exculpatorias.

Laberínticos planes y ardides, siempre presentados con cara grande, abierta y sincera de paisano. Tan naturales para él como comer o respirar. En ese aspecto, a su lado, yo era un enano, un cándido. Un compinche sin la menor importancia. Sólo de pensarlo me sentía humillado.

Quiero decir que veía la eficiencia con que se habría conducido un día tan espantoso como el del Deep Pan Pizza. Cuando yo había cometido la estupidez de detener el coche. Me imaginaba con qué poco esfuerzo hubiera resuelto él esa situación tan plagada de dificultades, sorteando con habilidad todos los obstáculos, uno tras otro. El encuentro con Piper Alpha no habría supuesto ningún problema en absoluto. En el acto, sin siquiera tener que pensar, habría inventado alguna historia perfectamente verosímil, alguna anécdota irónicamente graciosa que habría justificado de manera indiscutible su presencia en el restaurante. Todo lo contrario a mi torpe sucesión de divagaciones y tartamudeos: estoy aquí para hacer esto, estoy aquí por aquello.

Resulta horrible ser tan poco expresivo, y no hay duda de que tuve mucha, muchísima suerte de que el antiguo trabajador de la plataforma petrolera diera la casualidad —tal y como él me explicó con el mismo entusiasmo que si estuviera convencido de que disfrutábamos de algún tipo de relación especial— de que partía para Sudáfrica aquella misma noche.

—Adiós, Dominic —le oí gritar desde lejos.

Pensé que me desmayaría antes de llegar al Escort, al santuario del amor y de mi querida y ahora dormida hija.

Nunca en mi vida necesité tanto esos recursos como el día en que viajamos sin rumbo por la autopista, donde a veces mostraba para conducir casi tan poca habilidad como para conversar. Algo en lo que al final casi me convertí en una parodia de Ned Strange. Por poner un ejemplo: en vez de conservar la calma —incluso con un cierto brillo en los ojos, como sin duda habría hecho él— y contar alguna historia para aliviar la tensión, me puse a narrar con todo lujo de detalles cómo había sido aquel día en el parque cuando los dos habíamos descubierto al petirrojo, confundiendo aún más a Imogen con mis digresiones totalmente sentimentales. ¡Sólo puedo describir aquello diciendo que fui un estúpido!

Mis gestos —ahora lo veo con tanta claridad— eran también total y completamente impropios. Exageradísimos e inquietantes.

¡Dios mío, eran casi operísticos!

La diferencia entre Ned y yo era que a él le salía con naturalidad actuar como si tuviera al público en el bolsillo. Le importaba un bledo que escucharas su historia. Y con eso se aseguraba, por supuesto, toda tu atención. Ése era el paradigma que yo tendría que haber emulado.

La mía fue una actuación lamentable. Ahora lo reconozco.

Y para colmo estuve a punto de chocar. Dos veces. Cuando los ojos de Imogen se abrieron, oí que chillaba por encima del chirrido de los frenos:

—¡Papá!

Redmond Hatch, el sucedáneo de Ned Strange. Lo único que puedo decir es que si él y yo hubiéramos sido gemelos, yo habría sido el débil e inútil. ¿Confabularnos en audaz conjura? Era una idea ridícula. Yo nunca sería Ned Strange.

Sencillamente me faltaban condiciones para la tarea.

¿Entretener? Si ni siquiera podía entretener a mi propia hija, recuerdo haber pensado, muerto de vergüenza.

Porque en una época la habría cogido de la mano y le habría dicho que no se preocupara en absoluto. Ni de las estúpidas cosas «de miedo» ni de nada. Habría estrechado aquella mano con suavidad, tranquilizándola como haría cualquier padre común y corriente. En vez de agitar tontamente los brazos, comprimiendo casi todas las experiencias que habíamos tenido en un solo relato exasperante y casi impenetrable. Sobre estimulando con desesperación a la niña, que de todas formas pasaba por un estado de ansiedad extrema y, como si eso no bastara, casi matándonos a los dos por añadidura. Ahora resulta bastante evidente que alguien velaba por nosotros.

—¡No os voy a defraudar! —juraría haber oído en un momento dado.

Sólo con que hubiera mostrado un poco de serenidad. Aunque sólo hubiera sido algo mínimamente parecido a la calma. No debería de haber sido tan difícil, incluso para alguien tan inepto como Redmond Hatch o Place o Tiernan o Strange o como cojones fuera mi nombre. De verdad, no tendría que haber sido tan difícil. Ni siquiera para Redmond, el cornudo que había venido del campo.

Ni siquiera para un patético perro mestizo de las montañas como yo.

2001
6. Cintas escarlata

George Bush manda ahora en la Casa Blanca y la guerra en el norte de Irlanda parece haber concluido de manera definitiva. Ya sé que cuesta creerlo, pero eso es lo que ha sucedido. El mundo es inestable y cambia sin parar. Esa es y ha sido siempre la esencia del ser humano. El cambio. Y la vida, más que nunca, parece haberse transformado con una rapidez desconcertante, y se ha vuelto lo más distinta de los «viejos tiempos de la montaña» que uno pueda imaginar. Se habían producido tantas transformaciones desde aquel primer viaje a bosque frío, desde aquella tarde angustiosa que más vale olvidar.

De todos modos, en la actual coyuntura, todo parece tan lejano: acontecimientos que en otra época fueron hitos y ahora casi no poseen sustancia y se han convertido apenas en vagos recuerdos. Hoy el holocausto ruandés apenas merece una mención y las matanzas de Croacia no suscitan más que vagos gestos de pesar.

En cuanto a mi vida, también ha experimentado un buen número de cambios drásticos, algo que no te esperarías del viejo y soso «Redmond Place», el hombre que aparentemente ni siquiera sabe traducir su propio nombre.

Pero vaya si se ha transformado, y, sabiendo lo que es encontrarse cerca de la indigencia en el plano emocional y económico, me siento muy agradecido, de verdad.

Para empezar, ya no trabajo en el mundo de los periódicos, dado que aproveché una oportunidad que se me presentó para empezar, aunque de manera humilde, tengo que reconocerlo, en el campo de la televisión. No me podía creer la suerte que tenía. Pero ahora las oportunidades en Irlanda son enormes, comparadas con la vieja y deprimente época de los ochenta. Y, cuando terminamos la entrevista, me dijeron en el acto que estaban preparados para aceptarme como aprendiz, para empezar, con un contrato temporal. Me comentaron que su política era contraria a la discriminación por razones de edad, de modo que el hecho de que yo anduviera por los sesenta no representaba ningún problema. ¡Cuánto han cambiado los tiempos en Irlanda!, recuerdo haber pensado, contento. Desde entonces la suerte me ha sonreído casi sin cesar.

Como he dicho antes, mi puesto en esa época era de escasa importancia —investigaba sobre todo para un programa de actualidad informativa—, pero me permitió progresar, por lo que ahora superviso y monto documentales y largometrajes.

En realidad, anoche asistí a la entrega anual de premios de la televisión en el Hotel Burlington. Fue una ceremonia suntuosamente elaborada, como es ahora norma en la acaudalada Dublín, que no pierde la oportunidad de organizar rimbombantes fanfarrias. Casey me dijo que disfrutó mucho, y calculó que había sido superior «por un pelo» a la del año pasado.

Casey, por cierto, si no lo habéis adivinado, es nada menos que mi segunda mujer, una dama extremadamente hermosa.

Cosa que les costará creer, estoy seguro, a unas cuantas personas. Que alguien —alguien que ya ha fracasado una vez en el matrimonio y que no tiene nada de llamativo ni de extraordinario— haya logrado ser tan afortunado. No sólo conocer sino ganarse, creo, a una dama tan elegante y atractiva como la encantadora Casey Breslin. Para ser sincero, hay momentos en los que me cuesta un poco creerlo. Lo que es aún más excitante es que se me ha asegurado que me quiere. Y mejor aún, creo lo que me dice esa mujer. La creo con toda mi alma.

Ayer mismo lo sentí por la manera en la que me apretaba la mano mientras bailábamos. Creo que nunca he sido tan feliz como con ella. Más que con cualquier otra persona que haya conocido antes. Pero, al fin y al cabo, no he conocido a tantas mujeres. Para ser franco, la única a la que conocí un poco a fondo fue Catherine Courtney. E Imogen, claro. Pero no se podría decir que era una mujer, mi gatita, al menos en aquella época. Y de todas formas yo no conocía de verdad a Catherine. Yo creía que sí. Pero luego, cuando me dejó por el maltés, me vi obligado a replantearme casi todo lo que creía.

«Era evidente que no te quería —me reprochaba—; de lo contrario no te hubiera dejado por una serpiente».

Lo que podría haber sido o no verdad, no lo sé. Lo único que sé es que todavía le tengo cariño. Y siempre se lo tendré. Pero no se lo he dicho a Casey. No veo qué sentido tendría eso. Son formas diferentes de amor, cada uno con sus características únicas.

No puedo expresar lo deprimente que era encontrar con tanta frecuencia la foto de Catherine en el periódico. Por no hablar de los informativos nocturnos. Y ver nuestra foto de casamiento, con mi barbuda imagen extrapolada, mis ojos ya clavados en nuestro dichoso futuro de pareja. Aquella foto mía con aquel viejo traje de etiqueta, tan diferente de mi aspecto actual, claro. No es que importara mucho después de que las investigaciones policiales los hubieran llevado a Bournemouth y a la decepción de mi «suicidio» escenificado. Y a que todo se transformara en otro «trágico caso». Lo que, a su manera, era una descripción acertada. Aunque no por las razones que pensaba todo el mundo. Yo tenía una visión bastante distinta de esa tragedia.

En cuanto a mis temores, sabía que era quizá muy improbable que me encontraran. El único que podría haber sabido algo era Piper Alpha. Y él hacía tiempo que se había ido a Sudáfrica. Sólo él se había enterado de mi presencia en Irlanda. Y Dominic Tiernan, a los sesenta años, con aquellas camisas de abuelito y aquella coleta, no se parecía ni remotamente a Redmond Hatch.

Al final todo se tranquilizó y eso nos hizo bien a Imogen y a mí.

—Una hermosa calma se extendió sobre bosque frío —como diría el poeta.

La vez siguiente que vi la foto de Catherine en el Evening Herald, decir que me quedé estupefacto es quedarse corto. Pero resultó que no tenía nada que ver con Imogen. Estaba relacionada con la noticia de un accidente de tráfico en el que su pareja, Ivan, había quedado gravemente herido. El titular decía: «Más dolor para madre de niña desaparecida».

Yo seguí de cerca la información (el periódico decía que lo habían trasladado al St. Vicent's Hospital) y, efectivamente, Ivan falleció. Al enterarme de la noticia, experimenté un deseo visceral, casi incontrolable, de ver a Catherine. Hasta el punto de que volví al pub de Rathfarnham.

Ahora era una casa tristísima, llena de gente que iba y venía todo el día, dándole el pésame por la muerte de su pareja, Ivan Lennon. En el pequeño manzanar colgaba inerte el neumático de tractor, por encima de las hojas que crepitaban y morían.

Había una guirnalda escarlata en la puerta y —por irrespetuoso que fuera— no pude evitar que me recordara bosque frío.

Digo irrespetuoso en el sentido de que me permitía disfrutar mientras allí delante la gente experimentaba verdadera congoja y trauma. Pero es que aquellas cintas siempre habían quedado preciosas, aleteando entre los pinos en la oscuridad, desde que las até a unas ramas la noche que llegamos y le conté que mi madre lo cantaba. Me refiero a «Cintas escarlata». No podía dejar de darle vueltas en la cabeza. Sé lo que puede pensar alguna gente. Que inventé una historia para suscitar simpatía, incluso cariño. Que me hacían tanta falta que deseaba conseguirlos a toda costa.

Pero que piensen lo que quieran. No necesito recurrir a estrategias tan patéticas. Sé lo que es el amor. Si quiero amor, lo encuentro en una sola frase: los hermosos días que pasamos en Kilburn.

Lavé el bolso de Immy y se lo llevé. Me sobresalté cuando le salió un bichito reptando de la manga, pero no me enfureció, como hubiera ocurrido en otra época. Me limité a recogerlo y a ponerlo en el suelo. Después nos sentamos los dos juntos y yo le acaricié el pelo algodonoso como hacía en el viejo y cálido Queen's Park. Nevó esa noche y me pareció tan perfecto que ni siquiera me molesté en volver a casa. A la mañana siguiente, al entrar, tranquilicé a Casey diciéndole que me había quedado trabajando toda la noche.

—Ten cuidado, Dominic —dijo—, o te dará un colapso.

—Ja, ja —reí, y abracé a mi mujer.

Después de la muerte de Ivan, Catherine vendió la casa de Rathfarnham y se mudó, no sé adónde. Yo fui un día y no estaba. No diré que no me sorprendiera. A pesar de toda mi vigilancia y de todas mis ingeniosas maquinaciones, no había previsto esa eventualidad.

Pienso que la debe de haber vendido por cuatro perras.

Me sentaba en el pub del otro lado de la calle y pensaba en aquellos tiempos, en los días lejanos en los que andaban por allí cortando rosas con tijeras e Imogen se reía de los chistes que le contaba Ivan. Un par de veces, después del cierre del pub, aunque sabía que lo que hacía era temerario, salté por encima de la puerta del jardín y me senté en el neumático, pensando… pensando en el Muñeco de Nieve que caminaba por los aires, que caminaba por el cielo iluminado por la luna.

Aparte de estar con Casey, no había nada que me gustara más que ir a bosque frío. Para tratar de explicar a Imogen mis aprietos y justificar de algún modo mi embarazosa conducta el día de aquel viaje en coche. Una cosa es segura: nunca volveré a gritarle. De todos modos, nunca tuve intención de hacerlo. Pero la Ribena se iba desparramando sobre el asiento. Sé que ahora todo ha terminado y que da exactamente igual, pero a quien más sigo echando la culpa es a Piper Alpha. Todavía me acuerdo del enorme susto cuando levanté la mirada y vi que iba hacia el mostrador. Me dio una palmada en la espalda y me miró de aquel modo empalagoso y servicial.

—¡Hola, Dominic! ¿Vuelves a la residencia?

—¡Dios mío! —recuerdo haber gritado.

Me dominaba con su estatura, mientras meneaba el petate que llevaba al hombro. Era evidente que se sentía muy satisfecho de sí mismo. No tardó ni un segundo en informarme de por qué.

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