Brazofuerte (11 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

¿Pero qué tiene eso que ver con mi debilidad? ¿Quién puede habérmelo hecho?

—El demonio.

—¿El demonio? —balbuceó el otro entre incrédulo y horrorizado—. ¿Qué pretendéis decir con eso del demonio?

—Que os está matando a base de robaros la sangre.

—¿Os habéis vuelto loco? —estalló Baltasar Garrote histérico—. ¿Quién diantres sois, y por qué venís a contarme tales memeces?

—Soy Guzmán Galeón y si os digo esto, es porque hace dos años asistí a un caso semejante. Un primo mío fue atacado de igual modo, y en trance de muerte estuvo, salvándose de auténtico milagro, gracias a que le advirtieron a tiempo del peligro que corría.

—¡Pero eso es absurdo!

—¿Absurdo? —fingió escandalizarse el cabrero—.

¿Qué tiene de absurdo? ¿Es cierto o no que a media tarde comenzáis a encontraros mejor y dormís a gusto pero al despertar os sentís como si os hubieran arrancado las fuerzas?

—Es cierto.

—¿Y es cierto o no que día a día experimentáis una mayor fatiga, como si de pronto tuvierais cien años?

—También lo es.

—Y también debe ser cierto que tenéis esas mismas marcas en el dedo gordo del pie si es que dormís sin botas.

—No me he dado cuenta.

—Pues comprobadlo.

El aterrorizado Baltasar Garrote se despojó casi tembloroso de las pesadas botas para comprobar que, efectivamente, en el dedo gordo del pie izquierdo se distinguían dos diminutos agujeros con una gota de sangre coagulada.

—¡Dios Bendito! exclamó casi a punto de desmayarse.

—¿Os convencéis ahora? A mi pobre primo le ocurrió exactamente lo mismo.

—¿Pero por qué? ¿Por qué yo?

—Eso Vos lo sabréis… —El gomero hizo una estudiada pausa, miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie podía oírle, y bajando mucho la voz, susurró apenas—: ¿Por ventura no estaréis enemistado con el demonio?

—¿Enemistado con el demonio? —repitió el otro estupefacto—. Se supone que todo buen cristiano debe estar por lógica enemistado con el demonio.

—¡Desde luego! —admitió el canario—. ¡De eso no cabe duda! Pero siempre existe quien, en su celo, se propasa. ¿Le habéis ofendido?

—¿Maldiciéndole quizás? —aventuró el otro.

—Más bien atacándole. A él, o a alguno de los suyos. Ya se sabe que quien hace daño a un siervo de «El Maligno» suele sufrir terribles consecuencias.

—Noooo.

—¡Naturalmente! ¿Es que no lo sabíais?

—No tenía la menor idea.

—¡Pues así es! —sentenció muy serio
Cienfuegos
—.

Y os irá arrebatando la sangre noche tras noche hasta mataros… —Se inclinó sobre él—. ¡Haced memoria!

¿Por ventura habéis atacado a alguien que pudiera tener relación con «El Maligno»?

El Turco
Baltasar Garrote pareció ir hundiéndose poco a poco en su asiento como si se desinflara, y tras lanzar un hondo suspiro, admitió con un débil hilo de voz:

—Hace poco denuncié a una bruja.

—¡No es posible!

—¿Acaso no habéis oído hablar de
Doña Mariana Montenegro
, a la que probablemente juzgue la Inquisición? —Sacudió la cabeza pesimista—. Yo fui el acusador.

—¡Santo Cielo! —exclamó el gomero lanzando un leve silbido de admiración—. Eso lo explica todo: habéis incurrido en las iras de Satanás.

—¿Significa eso que
Doña Mariana
es sierva suya? —quiso saber el otro, incrédulo.

—No necesariamente —fue la astuta respuesta—.

Puede darse el caso de que sea inocente, pero que hayáis enfurecido al «Maligno» por el simple hecho de usar su nombre en vano y pretender utilizarle. ¿Creíais en verdad que esa mujer, como quiera que se llame, era culpable de brujería?

El Turco
dudó, pues resultaba evidente que aquél era un delicadísimo tema que prefería evitar, pero se le advertía tan impresionado por todo lo que acababan de decirle y por las inexplicables marcas que se había descubierto, que concluyó por admitir:

—No. En realidad no estaba del todo seguro.

—¿Entonces? ¿Por qué la denunciasteis?

—Causó la muerte de varios de mis hombres, y es una larga historia difícil de explicar…

—Que puede conduciros a una muerte horrible y una eterna condena en los infiernos. ¿Habéis advertido manchas de sangre en la almohada?

—Ayer —admitió el otro, sorprendido—. Pero en verdad es que no supe a qué atribuirlas.

—A que Lucifer la chupa y la escupe. —
Cienfuegos
hizo una pequeña pausa y por último añadió con increíble aplomo—: En realidad no se trata de Lucifer en persona, sino de pequeños demonios que envía a cumplir tales menesteres, aunque el resultado es el mismo —añadió con una seguridad y una firmeza que no admitían dudas.

—¿Y qué se puede hacer contra ellos?

—No mucho, francamente.

—¿Y si probara a dormir con un crucifijo?

—¿En los pies?

—No. En los pies no, desde luego —se impacientó el otro al que se le advertía aterrado ante la posibilidad de estar siendo víctima de los ataques de los discípulos de Satanás—. En el cuello o en la cabecera de la cama. En los pies conservaría las botas.

—¿Y pasaríais el resto de vuestra vida durmiendo con las botas puestas y un crucifijo al cuello? —inquirió con intención el gomero—. No lo veo muy práctico.

—¿Qué puedo hacer entonces? ¿Cómo se salvó vuestro primo?

—Hizo las paces con el demonio.

—¿Las paces con el demonio? —repitió el pobre hombre incrédulo—. ¿Queréis explicarme cómo diantres se hacen las paces con el demonio? Para ponerse a bien con Dios basta con confesarse, pero no creo que el demonio tenga abierto al público un lugar al que ir a pedir perdón.

—No —admitió
Cienfuegos
fingiendo un desconcierto que estaba a punto de obligarle a echarse a reír—. Supongo que no. Pero alguna forma habrá de arreglar las cosas.

—¿Haciendo una mala acción?

—¿Una mala acción? —ahora sí que se desconcertó de veras—. ¿Qué pretendéis decir con eso?

—Que si cuando el Señor te pone una penitencia normalmente tienes que hacer una buena acción, por lógica «El Maligno» exigirá una mala acción compensatoria.

—En verdad que no se me había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista —reconoció el canario—. Pero dudo que sea lo más indicado.

—¿Qué sugerís entonces?

—No estoy muy seguro, pero si veis que continúan atacándoos, quizá lo más prudente sería retirar la denuncia contra esa bruja.

—¿Retirar la denuncia? —se alarmó Baltasar Garrote al que el mundo parecía habérsele venido encima—. ¡Imposible!

—¿Por qué imposible?

—Razones mías. Y muy poderosas.

—Si existe una razón más poderosa que la vida y la eterna condenación, la respeto. En caso contrario, creo que deberíais pensároslo. Yo ya he cumplido con mi obligación al advertiros del peligro que corréis, y a fe que sois el último hombre de este mundo en cuyo pellejo me gustaría encontrarme… ¡Caballero!

Se puso en pie, saludó ceremonioso, le dirigió una larga mirada de conmiseración, como si estuviese contemplando a un moribundo, y dando media vuelta abandonó el local con el aire de quien no quiere ser testigo por más tiempo de tanta desdicha.

Por su parte, el destrozado Baltasar Garrote permaneció allí clavado, como una estatua de hielo por cuyas venas no corriera ya ni una gota de sangre, presa de un pánico del que nadie podía culparle, puesto que para un malagueño del 1500, más lógico resultaba aceptar la intervención de las legiones demoníacas, que la de unos caprichosos murciélagos que en lugar de alimentarse de frutas o insectos, como solían hacer allá en Andalucía, se dedicasen al asqueroso deporte de robarle la sangre a los pacíficos durmientes.

Hasta setenta gramos podía absorber y expulsar al mismo tiempo uno de aquellos repelentes ratones alados en una noche, y era tal su habilidad para no aproximarse nunca a sus víctimas hasta que se encontraran dormidas y la velocidad con que le inyectaba de inmediato un ligero anestésico, que resultaba por completo imposible sorprenderles mientras se alimentaban, al igual que resultaba luego muy difícil descubrir sus escondrijos.

El astuto
Cienfuegos
lo sabía, sabía también que esa noche el aterrorizado
Turco
volvería a servir de cena a sus invisibles huéspedes, y por lo tanto no le sorprendió comprobar que a la mañana siguiente, apenas el sol hizo su aparición en la línea del horizonte,
El Turco
estuviese golpeando ya la puerta de la mansión del Capitán De Luna.

—¡No puedes retirar la denuncia! —fue lo primero que dijo éste cuando su lugarteniente le puso al corriente de sus planes—. Si lo haces, ese hediondo frailuco de mierda creerá que te estoy obligando por miedo a lo que pueda ocurrirme si condenan a Ingrid.

—Me importa poco lo que crea —fue la seca respuesta—. Se trata de mi vida y de mi alma.

—¡Con la Inquisición no se juega!

—Con el diablo menos —le mostró dos nuevas marcas en la oreja—. Esta noche he dormido con la puerta atrancada y el ventanuco cerrado. Casi me ahogo y ni un mosquito podría haber entrado en mi dormitorio, pero al despertarme descubrí esto, y un charco de sangre a mi lado. —Negó con la cabeza, a punto casi de echarse a llorar—. ¿Qué otra explicación cabe? —añadió—. ¡Tan sólo los espíritus atraviesan las paredes! —Extendió las temblorosas manos—. Ya no tengo fuerzas ni para sostener una copa. ¿Qué puede importarme la maldita «Chicharra»?

—¿Y yo? ¿Qué culpa tengo?

—¿Vos? —replicó el otro con acritud—. La de haberme metido en este lío sin advertirme que esa maldita bruja era sierva de «El Maligno».

—¿De veras lo crees?

—¿Es que no lo veis? Convirtió aquel lago en una sucursal del Infierno, y ahora me echa encima a los demonios —escupió con rabia—. Nunca le temí a moros, negros o cristianos, tengo el cuerpo plagado de cicatrices, y he visto a «La Parca» cara a cara cientos de veces, pero una cosa es morir con la espada en la mano, y otra permitir que Satanás te desangre.

—¿Y quién es ese que te advirtió del peligro que corrías?

—Un buen hombre. Un alcarreño al que llaman
Brazofuerte
porque mata mulos a puñetazos.

—He oído hablar de él. ¿Es tan fuerte como dicen?

—No lo parece, pero debe serlo puesto que ganó la apuesta y ni siquiera el herrero quiere enfrentarse a él. —Lanzó un hondo suspiro—. Pero volvamos a lo nuestro —suplicó—. No es mi deseo perjudicaros, pero tengo que mirar por mí mismo. Le diré a Fray Bernardino que lo he pensado mejor, ya no estoy tan seguro de lo que vi aquella tarde, y mejor sería no seguir adelante con el proceso.

—¿Y si no le convences?

—Al menos «El Maligno» comprenderá que lo he intentado, y que no quiero que siga considerándome su enemigo.

—¿Y si el cura insinúa que soy yo quien te presiona?

—Le haré ver que se equivoca.

—¿Cómo? ¿Contándole que los demonios te acosan? ¿Imaginas lo que puede ocurrirte si la Santa Inquisición averigua que los siervos de Lucifer se alimentan cada noche de tu sangre porque presentaste una falsa denuncia?

—Prefiero no imaginarlo.

—Lo más probable es que acabáramos todos en la hoguera: tú, Ingrid, yo, e incluso la misma Fermina, si me apuras.

—Tal vez la hoguera no sea peor que el calvario que estoy padeciendo —puntualizó el otro resignado—. El fuego purifica y mi alma se presentaría ante el Creador limpia y renovada. —Chasqueó la lengua—. Más vale arder por unos minutos, que por toda la Eternidad.

—No estoy de acuerdo —protestó con viveza el Vizconde de Teguise—. El fuego eterno es algo muy remoto de cuya auténtica existencia nadie ha dado cumplida fe hasta el presente, pero los que arden en las hogueras de «La Chicharra» son de carne y hueso, doy fe de eso puesto que ya he visto ajusticiar a varios.

—Tened algo muy presente, Capitán —concluyó Baltasar Garrote con la firmeza de quien ha tomado una decisión de la que no acepta ser disuadido—. Nadie teme más que yo a la Inquisición, sus torturas y sus métodos, pero si esta noche vuelvo a recibir la visita de esos malditos, mañana, con la primera claridad del alba, iré a arrojarme a los apestosos pies de ese frailuco para pedirle que me ayude a salvar al menos mi alma.

El día en que
El Turco
Baltasar Garrote acudió a comunicarle a Fray Bernardino de Sigüenza que retiraba la denuncia contra
Doña Mariana Montenegro
, el franciscano reaccionó de una forma un tanto contradictoria, ya que tal hecho no venía a facilitarle las cosas dando por concluido el tema, sino a complicárselas aún más, puesto que no alcanzaba a entender las razones de tan brusco cambio de actitud.

—¿Por qué? —quiso saber casi agresivamente.

—Vos mismo me obligasteis a reflexionar —argumentó
El Turco
—. Quizá me precipité en mis conclusiones, y existan otro tipo de razonamientos que expliquen lo ocurrido.

—¿Como cuáles?

—Lo ignoro.

—Si lo ignoráis, significa que la posible alianza de
Doña Mariana
con «El Maligno» sigue siendo una opción tan válida como cualquier otra —le hizo notar el fraile.

—Desde luego —admitió el mercenario un tanto confuso—. Pero lo único que intento es haceros comprender que es posible que las fuerzas del mal nada tengan que ver con todo esto.

—¿Y el Capitán De Luna? ¿En qué forma ha influido en tan sorpresiva decisión?

—En ninguna —se apresuró a protestar el otro—. Más bien, por el contrario, me ha advertido del peligro que corro, y de la comprometida situación en la que le coloco por el hecho de que os obligue a imaginar que ha influido sobre mí.

—¡Lógico! —admitió Fray Bernardino—. Resulta sospechoso que a los pocos días de haberle advertido de que en caso de que
Doña Mariana
fuese condenada la Inquisición le confiscaría sus bienes, acudáis a retirar la denuncia.

—Os doy mi palabra de honor de que el Capitán está al margen de este asunto.

—Esa palabra de poco vale en este negocio, Don Baltasar —fue la agria respuesta—. Por vuestra culpa esa mujer lleva meses encerrada, sus amigos en fuga, los habitantes de la isla soliviantados, y yo mismo aquejado de profundas dudas que me quitan el sueño. ¿Creéis aún que debe merecerme alguna garantía?

—¡Lo siento!

—¡No basta con sentirlo! —El violento tono de voz resultaba casi inconcebible en un hombre por lo general tan comedido—. Habéis causado mucho daño, necesito saber las auténticas razones del porqué de vuestra aventurada acusación, y ahora, y quizá más importante, del porqué de arriesgaros a un durísimo castigo al retractaros sin motivo aparente.

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