Brazofuerte (13 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Le instó luego a ingerir un brebaje que le permitiría dormir profundamente, y cuando se cercioró de que lo hacía, trató de descubrir en el alto techo de hojas de palma el escondrijo de los murciélagos, aunque pronto llegó a la conclusión de que con la caída de la noche le resultaría muy difícil atraparlos, por lo que dedicó más de una hora a urdir la forma de obligarlos a descender de su escondite.

Recordó entonces uno de los juegos predilectos de las siamesas Quimari y Ayapel, y tras rebuscar en su bolsa extrajo tres gruesos cigarros de los que solía portar una generosa provisión, desmenuzándolos para prenderles fuego en una vasija de barro.

Diez minutos más tarde la mal ventilada estancia aparecía invadida por un denso humo que ascendía lentamente hacia el punto en que los murciélagos descansaban, y otros diez minutos después el primero de ellos se desprendió de la viga como una fruta madura para comenzar a volar descontrolado, golpeándose una y otra vez contra los muros.

Constituyó una escena en verdad hilarante, en la que el propio
Cienfuegos
no pudo por menos de reírse de sí mismo al verse dando saltos en pos de unos murciélagos semiborrachos que rebotaban contra las paredes como locas pelotas vivientes, hasta que por último, y con ayuda de una capa, logró atraparlos uno por uno para concluir por encerrarlos en un cesto.

Los ocultó entre unas matas, al pie de un árbol cercano, para tumbarse luego sobre la arena de la playa, a dormir a pierna suelta el resto de la noche.

Cuando el maltrecho Baltasar Garrote abrió los ojos bien entrada la mañana, lo primero que vio fue un crucifijo tras el cual el sonriente rostro del gomero señalaba seguro de sí mismo:

—¡No han venido! Con esto los mantuve toda la noche a raya y no han venido.

El Turco
no pudo contenerse y le besó la mano como un santo.

—¡Dios os bendiga! —exclamó—. ¡Dios y la Virgen María!

—¿Cómo os encontráis?

—¡Mejor! Mucho mejor.

—¡Magnífico! Ahora os sacaré a tomar el sol, os traeré algo de comer, y si esta noche consigo vencer también a los demonios consideraos salvado.

—¿Lo creéis así?

—¡Dadlo por hecho! —La desfachatez del descarado gomero no parecía conocer límites, por lo que su entusiasmo acabó por contagiar a un ser desesperado que estaba pidiendo a gritos la más mínima ayuda.

Un largo día de descanso, sopitas, buen vino y toda una noche de dormir sin sobresaltos y sin el riesgo de que asquerosos ratones alados acudiesen a robarle la sangre, obraron el milagro de que
El Turco
Baltasar Garrote comenzara a recuperar el color y las fuerzas, y comenzara sobre todo a recuperar la confianza en no pasar toda la eternidad entre las llamas del infierno.

—En cuanto me encuentre bien, iré a postrarme a los pies de la Virgen —musitó sin apartar los ojos del tranquilo atardecer dominicano que teñía de rojo las colinas de un verde lujuriante que se deslizaban hacia un mar de un azul traslúcido—. ¡Fijaos en eso! —añadió—. Antes jamás me detenía a contemplar la belleza de una puesta de sol, y ahora empiezo a darme cuenta de que existen mil portentos en los que apenas reparaba.

—Vivir es muy hermoso —admitió el gomero—. Pero tened presente que antes de acudir a postraros ante la Virgen deberíais hacerlo ante
Doña Mariana Montenegro
.

—¿Y eso?

—Es a ella a la que estáis causando un daño irreparable, y mientras no obtengáis su perdón temo que las cosas no terminen de arreglarse.

—¿Queréis decir que pueden volver los demonios?

—¿Quién sabe?

—¡Dios Bendito! —sollozó el maltrecho mercenario—. ¡Eso sí que no! Me vuelvo loco tan sólo de pensarlo. —Se pasó las manos por unos cabellos que se le habían encanecido de forma harto visible en pocos días, confiriéndole el aspecto de un anciano—. Haré lo que digáis, aunque no creo que me permitan visitar a
Doña Mariana
. Está en «La Fortaleza».

—¿Conocéis a alguien allí?

—A nadie que se atreva a desafiar a «La Chicharra».

—Tal vez el cura os permita verla.

—¿Fray Bernardino? —se asombró
El Turco
—. ¡Ni loco! Me mandaría encadenar si se enterara. Sospecha que es «El Maligno» el que está influyendo sobre mí, y eso complica las cosas.

—¿En qué sentido? —se alarmó
Cienfuegos
al vislumbrar un nuevo sesgo del problema del que no había tomado conciencia hasta ese instante.

—Mi actitud le incita a imaginar que
Doña Mariana
puede ser sierva del demonio.

—¡Mierda!

—¿Cómo decís?

—He dicho mierda —se impacientó el gomero—. ¿Es que acaso no os dais cuenta de lo que os puede suceder si ese maldito fraile decide abrir el proceso y la condenan?

—¿Volverían…? —aventuró tembloroso el mercenario.

—Y para siempre. Tenedlo por seguro.

El canario paseó de un lado a otro de la playa como una bestia enjaulada, pues una vez más llegaba a la conclusión de que todos sus esfuerzos, por arriesgados que fueran, acabarían por estrellarse contra la fría realidad de que enfrentarse a la temida Inquisición significaba tanto como tratar de abrirse camino por una roca a cabezazos, dado que su férrea y monolítica constitución no ofrecía ni el asomo de un resquicio por el que introducir siquiera la punta de un cuchillo.

Ni aun el mismísimo Hijo de Dios que descendiese de la Cruz para proclamar la inocencia de una víctima de aquel inflexible y frío monstruo, conseguiría abrir una brecha en su armazón, ni obtendría el perdón para quien no decidiera perdonar a su capricho.

No quedaba por tanto más que el camino de la fuerza, y al contemplar desde lejos las altivas torres del siniestro presidio del que nadie había conseguido escapar hasta el presente, el abatido
Cienfuegos
se preguntó una vez más qué clase de ejército haría falta para sacar de su interior a la mujer que amaba.

«No puedo contar más que conmigo mismo —se dijo—. Y tal vez, con suerte, con esta piltrafa humana, el renco, y algún que otro iluso.»

Regresó a tomar asiento junto a su maltrecha víctima que espiaba con ansiedad cada uno de sus gestos.

—Siento tener que abandonaros en tan difícil trance. —Comenzó con un tono de voz que sonaba en verdad compungido—. Pero este asunto se complica, y al fin y al cabo poco tengo que ver en tan peligrosa aventura. —Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Temo que si no obtenéis por cualquier medio la libertad de esa pobre mujer, estaréis condenado para siempre, pero lo cierto que no veo cómo puedo ayudaros sin poner en peligro mi propia cabeza.

—¿Me abandonáis? —sollozó el otro con lágrimas en los ojos—. Me arrojáis de nuevo a las llamas del infierno cuando empezaba a imaginar que me libraba de ellas.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —se lamentó el canario—. Os he tomado aprecio en estos días, y me sentía orgulloso de haber contribuido a libraros de tan horrendo destino, pero comprendo que el hecho de intentar rescatar de su mazmorra a esa tal
Doña Mariana
implica tales riesgos, que incluso yo, que alardeaba de no espantarme ante nada, me aterrorizo.

Jamás fue nadie tan falso y al propio tiempo convincente, y jamás existió un actor más consagrado de lo que pudo serlo el gomero en tan largo discurso, pues ni siquiera un interlocutor menos amedrentado y falto de raciocinio de lo que pudiera serlo Baltasar Garrote en aquellos angustiosos momentos, hubiera estado en capacidad de sospechar que todo constituía un diabólico engaño.

—¿Y qué será de mí?

No hubo respuesta, puesto que el cabizbajo
Cienfuegos
, que jugueteaba con la arena como si buscara con ello evitar una respuesta demasiado amarga, mantuvo largo rato su silencio, consciente de que en tales circunstancias convenía dejar que la desatada fantasía del
Turco
respondiese mejor que él mismo a su pregunta.

—¿Qué será de mí? —insistió el otro al fin sin avergonzarse por llorar a lágrima viva—. Si me abandonáis, «El Angel Negro» será mi único dueño hasta el fin de los siglos. ¡Ni aun de la muerte me cabe esperar consuelo!

—¡Me conmovéis!

—De piedra habríais de ser si no alcanzaran a conmoveros mis pesares, porque a fe que jamás hombre alguno aventuró a vislumbrar destino tan sombrío.

¿Creéis que si decidiera ingresar en un convento, el Señor y la Virgen se apiadarían de mí?

—¡No tal! —se alarmó el cabrero temiendo haber llegado demasiado lejos en su negra descripción del futuro—. Los muros del más sólido de los conventos no bastan para frenar a las huestes del «Maligno», y no creo que os diera tiempo a demostrar un total arrepentimiento. —Chasqueó la lengua y abrió las manos en clara alusión a que aquél no era el camino cierto—. Lo único que podéis hacer, a mi entender, es intentar poner en libertad a
Doña Mariana
.

—¿Cómo?

—Buscaremos el medio.

—¿Luego me ayudaréis? —exclamó alborozado
El Turco
.

—Hasta cierto punto —fingió darse por vencido
Cienfuegos
—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? —Le observó con fijeza—. ¿Conocéis al Alférez Pedraza?

—Superficialmente.

—Tengo entendido que es uno de los oficiales de guardia en «La Fortaleza».

—Suele ser gente difícil y desconfiada.

—Lo sé, pero me debe algún dinero.

—¿De la famosa apuesta del mulo?

—Exactamente. Tal vez pueda convencerle para que os permita ir a pedirle perdón a
Doña Mariana
.

—Habéis dicho que no basta con eso —le hizo notar el mercenario.

—Quizás —admitió el gomero—. Pero al menos habréis dado un primer paso: verla, suplicar su perdón, saber cómo y dónde se encuentra, y conocer su estado de ánimo se me antoja importante.

—Sin duda lo es.

—¿Os gustaría que lo intentara?

—¡Por favor!

Era eso lo que
Cienfuegos
pretendía; que a la hora de plantearle el problema al receloso Alférez Pedraza, pudiera hacerlo como favor a un amigo que atravesaba una dificilísima situación a la que él parecía ajeno por completo.

—¿Sabéis lo que me estáis pidiendo? —se alarmó el militar cuando al día siguiente le tanteó al respecto—. Un prisionero de la Santa Inquisición debe estar mil veces mejor guardado que si lo fuera del Gobernador o del mismísimo Rey Fernando. No sólo me juego el puesto. Me juego la vida.

—Lo supongo. Y si de mí se tratara ni siquiera se me ocurriría insinuároslo. Pero se trata del mismísimo Baltasar Garrote, que fue quien la denunció. Necesita pedirle perdón. Es un caso de conciencia.

—Debió pensarlo antes.

—Ya se lo he dicho, pero ante el sincero arrepentimiento de un hombre destrozado, cualquier reproche resulta una pérdida de tiempo. ¡Deberíais verle! Se le diría al borde mismo de la tumba.

—Ahí nos veríamos todos si aceptara vuestra propuesta.

—Lo siento —se lamentó
Cienfuegos
poniéndose en pie como si con ello se resignase a aceptar la negativa—. Tenía mucho interés en ayudar a ese desgraciado, y estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que me pusieseis.

—¿Cualquier condición? —se interesó de inmediato el Alférez Pedraza reteniéndole por el brazo para que no se alzase aún—. ¿Cuál, por ejemplo?

—Nombrar una.

—El «pagaré».

—Hecho. En el momento en que
El Turco
se arrodille ante esa mujer, yo mismo os haré entrega del «pagaré».

—¿Palabra de caballero?

—Palabra de caballero.

El niño comenzaba a moverse.

Vivía, y sentir esa vida en su interior le llenaba de alegría y le angustiaba al propio tiempo, pues un hijo de
Cienfuegos
constituía la máxima aspiración de su existencia, pero la incertidumbre del destino que le esperaba era como si todo el peso de la gigantesca prisión se abatiera sobre sus frágiles espaldas hundiéndola en la más negra desolación y desespero.

Nadie le había aclarado nunca, quizá porque jamás se le había pasado siquiera por la mente con anterioridad, si la larga mano de la justicia inquisitorial alcanzaba también a los nonatos, y si la bestialidad de quienes parecían disfrutar torturando a inocentes se extendía al hecho de torturar a unas criaturas que permanecían aún en el seno de sus madres.

De hecho, ya sufría.

Siendo como era parte de ella, la más importante de su cuerpo; el centro y la razón de su supervivencia; el punto desde el que manaba la fuente de energía que le permitía soportar con entereza tanta desdicha, resultaba harto improbable que pudiera mantenerse al margen de las terribles convulsiones que destrozaban su espíritu, y no estuviera padeciendo, tal como padecía hasta el último de sus cabellos, por la amarguísima experiencia que le estaban obligando a soportar.

Ella y su hijo eran aún una sola persona, y por más que lo intentara no conseguía evitar transmitirle sus estados de ánimo.

Y el niño se iba formando en un clima de terror.

Nada existió nunca más terrorífico que una mazmorra inquisitorial, pues al castigo del cuerpo solía ir unida la aniquilación del alma por parte de quienes se consideraban únicos dueños de los destinos de tales almas, y el simple hecho de imaginar que su futuro era morir en la hoguera como paso previo a la eterna condenación, trastornaba a los reos situándoles con frecuencia al otro lado del umbral de la locura.

Acurrucada en la penumbra, observando las idas y venidas de las ratas, Ingrid Grass acostumbraba a preguntarse cómo era posible que un hijo concebido con tanto amor y alegría estuviese abocado a un destino tan trágico y tan corto, y por enésima vez se repetía si resultaba lógico que el hecho de haberse enamorado del hombre más hermoso que puso Dios sobre la tierra, bastara para atraer sobre su cabeza tan interminable cúmulo de desgracias.

Nueve largos años de incertidumbre y dolorosa separación no habían sido suficientes para enjuagar sus culpas, y tras apenas cuatro meses de intensa felicidad, una maldición aún más terrible amenazaba con destruirla.

Y con ella a su hijo.

Quizá los quemaran juntos, o tal vez permitieran que naciera para arrebatárselo en el acto, y en las más oscuras noches, cuando tendida en el camastro las tinieblas amenazaban con devorarla y no escuchaba más sonido que las lejanas voces de atención de los centinelas, era tanta su desesperación que rogaba a los cielos que no le obligaran a ver un nuevo día, permitiéndole encaminarse en compañía de su hijo hacia otros mundos muy lejanos en los que el amor venciera siempre en su eterna batalla con el odio.

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