La Maldicion de la Espada Negra

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

 

Elric de Melniboné, el príncipe albino de un pueblo desaparecido, dirige el vuelo de los dragones que pertenecieron a la orgullosa Melniboné a través de los cielos de los Reinos Jóvenes. Una horda de bárbaros, guiados por la ignorancia, intenta conquistar lugares queridos por Elric, y el Príncipe de la Túnica Escarlata se dispone a descargar el venenoso fuego de su ira sobre ellos, dominado por emociones que escapan por completo a su control.

Michael Moorcock

La maldición de la espada negra

Ciclo de Elric 7

ePUB v1.0

Volao
 
18.05.11

La maldición de la Espada Negra

Michael Moorcock

Título original: The Bane of he Black Sword

Traducción de Celia Filipetto

Cubierta: Llorenç Martí

Ilustración: © Michael Whelan /vía Agentur Schlück

© 1967, 1970, 1977, Michael Moorcock

© 1991, Ediciones Martínez Roca. Colección Fantasy nº 20.

ISBN 84-270-1533-X.

Depósito legal B. 24.011-1991.

Edición digital de Elfowar. Revisado por Umbriel. Junio de 2002.

En memoria de Hans Stefan Santesson, corrector

de gran paciencia y amabilidad, quien afínales de

1950, junto con L. Sprague de Camp, me

animó a que escribiera fantasía heroica. Su

revista, Fantastic Universe, dejó de publicarse,

muy a mi pesar, antes de que yo pudiese

contribuir en ella, pues en mi opinión, era una

de las mejores revistas de fantasía.

LIBRO PRIMERO. El ladrón de almas

En el que EIric vuelve a trabar conocimiento con la reina Yishana de Jharkor, y Theleb K'aarna de Pan Tang, y por fin recibe satisfacción.

1

En la ciudad llamada Bakshaan, que era lo bastante rica como para hacer que todas las demás ciudades del noreste pareciesen pobres, una noche, en una taberna de altas torres, Elric, señor de las ruinas humeantes de Melniboné, sonrió como un tiburón y bromeó fríamente en compañía de cuatro poderosos príncipes mercaderes a quienes tenía intención de desplumar al cabo de uno o dos días.

Moonglum, el Forastero, compañero de Elric, contempló al albino con aire preocupado y admirativo a la vez. Que Elric riera y bromeara era cosa rara, pero que compartiese su buen humor con hombres dedicados al comercio, era algo inaudito. Moonglum se congratuló de ser amigo de Elric, y se preguntó cuál sería el resultado de aquel encuentro. Como de costumbre, Elric poco había comentado a Moonglum acerca de su plan.

—Necesitamos tus cualidades especiales como espadachín y hechicero, señor Elric, y como es natural, te pagaremos bien. —Pilarme, engalanado en exceso, larguirucho y vehemente, actuaba como portavoz del grupo.

—¿Y cómo pagaréis, caballeros? —inquirió Elric amablemente, sin dejar de

sonreír.

Los colegas de Pílarmo enarcaron las cejas e incluso su portavoz se sintió ligeramente sorprendido. Con un ademán atravesó el aire humeante de la taberna, ocupada únicamente por los seis hombres.

—Con oro... o gemas —respondió Pilarmo.

—Con cadenas —acotó Elric—. Nosotros, los viajeros libres no necesitamos cadenas de ese tipo.

Moonglum se inclinó hacia adelante y salió de entre las sombras donde estaba sentado; su expresión mostraba claramente que estaba en desacuerdo con la aseveración de Elric.

Pilarmo y los otros mercaderes también estaban francamente asombrados.

—Entonces, ¿cómo vamos a pagarte?

—Lo decidiré más tarde —repuso Elric con una sonrisa—. Pero ¿para qué hablar de ello antes de tiempo..., qué queréis que haga?

Pilarmo carraspeó e intercambió unas miradas con sus camaradas. Ellos asintieron. Bajando la voz, Pilarmo dijo muy despacio:

—Señor Elric, habrás notado que el comercio es sumamente competitivo en esta ciudad. Muchos mercaderes rivalizan entre sí para asegurarse la fidelidad de la gente. Bakshaan es una ciudad rica y, en general, la plebe tiene un buen pasar.

—Eso es de todos conocido —convino Elric, mientras en secreto veía a los acomodados ciudadanos de Bakshaan como si fuesen ovejas y él se veía como el lobo que atacaría al rebaño. Debido a estos pensamientos, sus ojos carmesíes se colmaron de un humor que Moonglum sabía malévolo e irónico.

—En esta ciudad existe un mercader que controla más almacenes y tiendas que ninguno —prosiguió Pilarmo—. Y dada la dimensión y la fuerza de sus caravanas, puede permitirse el lujo de importar mayor cantidad de bienes, y venderlos a precios más bajos. Es prácticamente un ladrón..., nos arruinará con sus injustos métodos. —Pilarmo se mostró verdaderamente molesto y agraviado.

—¿Te refieres a Nikorn de limar? —inquirió Moonglum, situado siempre tras la espalda de Elric.

Pilarmo asintió con un movimiento de cabeza. Elric frunció el ceño y dijo:

—Este hombre dirige sus propias caravanas..., se enfrenta a los peligros de desiertos, bosques y montañas. Se ha ganado el lugar que ocupa.

—Eso no viene al caso —le espetó el gordo Tormiel, con los dedos llenos de anillos, el rostro empolvado y las carnes temblorosas.

—No, evidentemente, no. —El lisonjero de Kelos dio unas palmadas de consuelo en el brazo de su amigo—. Pero espero que todos admiremos la bravura.

Sus amigos asintieron. El callado Deinstaf, el último de los cuatro, carraspeó y movió la cabeza peluda. Posó sus malsanos dedos en la empuñadura enjoyada de un puñal ornamentado pero prácticamente inservible y se encogió de hombros.

—Pero —prosiguió Kelos, echándole una mirada de aprobación a Deinstaf—, Nikorn no corre riesgo alguno al vender sus productos más baratos... nos mata con sus bajos precios.

—Nikorn es una espina clavada en nuestro costado —añadió Pilarmo a modo de innecesaria explicación.

—Entonces, he de suponer, caballeros, que queréis que mi compañero y yo os quitemos esa espina —manifestó Elric.

—En pocas palabras, sí.

Pilarmo sudaba. Se mostraba algo más que precavido ante el sonriente albino. Las leyendas que hablaban de Elric y de sus horrendas y fatales hazañas eran muchas y muy detalladas. Habían buscado su ayuda únicamente porque estaban desesperados. Necesitaban de alguien que conociera las artes nigrománticas y al mismo tiempo fuera diestro en el manejo de la espada. La llegada de Elric a Bakshaan constituía una posible tabla de salvación.

—Queremos destruir el poder de Nikorn —prosiguió Pilarmo—. Y si ello implica destruir a Nikorn mismo, pues... —Se encogió de hombros y ensayó una sonrisa sin dejar de observar el rostro de Elric.

—Los asesinos comunes son muy fáciles de contratar, particularmente en Bakshaan —señaló Elric con suavidad.

—Eeh..., es cierto —convino Pilarmo—. Pero Nikorn ha comprado los servicios de un mago..., y un ejército particular. El mago lo protege a él y a su palacio mediante sus artes. Y si la magia fallara, un cuerpo de guardia de hombres del desierto se encarga de aplicar métodos naturales a tal efecto. Infinidad de asesinos intentaron eliminar al comerciante, pero por desgracia, no han tenido suerte.

Elric se echó a reír.

—Qué decepcionante, amigos míos. Sin embargo, los asesinos suelen ser los miembros más prescindibles de la comunidad, ¿no es así? Y sus almas habrán servido para aplacar a algún demonio que, de lo contrario, habría fastidiado a personas más honestas.

Los mercaderes rieron sin ánimos y, en ese momento, Moonglum sonrió aviesamente; se divertía allí, oculto entre las sombras.

Elric escanció vino para los otros cinco. Era de una cosecha que, según las leyes de Bakshaan, la plebe tenía prohibido beber. Un exceso volvía loco al bebedor; no obstante, Elric había consumido grandes cantidades sin acusar sus malos efectos. Se llevó una copa del dorado vino a los labios y la bebió con avidez, respirando profundamente y con satisfacción a medida que el líquido bajaba por su garganta. Los demás sorbieron el suyo con precaución. Los mercaderes ya comenzaban a arrepentirse de haberse apresurado a ponerse en contacto con el albino. Tenían la sensación de que las leyendas no sólo eran ciertas, sino que no le hacían justicia a aquel hombre de extraños ojos que querían emplear.

Elric se sirvió más vino dorado en la copa, la mano le tembló ligeramente y se pasó la lengua reseca por los labios. A medida que bebía, la respiración se le hizo más acelerada. Había tomado tal cantidad que otros hubieran farfullado como idiotas, pero esos pocos síntomas fueron la única señal de que la bebida le había hecho efecto.

Aquél era un vino para quienes desearan soñar con mundos diferentes, menos tangibles. Elric lo bebía con la esperanza de poder, aunque fuera por una noche, dejar de soñar.

—¿Y quién es ese poderoso hechicero, maese Pilarmo? —inquirió Elric.

—Se llama Theleb K'aarna —respondió Pilarmo con nerviosismo.

Los ojos carmesíes de Elric se entrecerraron cuando preguntó:

—¿El hechicero de Pan Tang?

—Así es..., de esa isla viene.

Elric dejó la copa sobre la mesa, se puso en pie acariciando la hoja de su negro acero, la espada rúnica Tormentosa, y dijo con convicción:

—Os ayudaré, caballeros. —Al final había decidido no desplumarlos. Un plan nuevo y mucho más importante comenzó a forjarse en su mente.

«Theleb K'aarna —pensó—. De modo que has hecho de Bakshaan tu guarida,

eh?»

Theleb K'aarna rió entre dientes; era un sonido obsceno, pues provenía de la garganta de un hechicero de no pocas habilidades. Combinaba mal con su rostro sombrío, de negras barbas, y su silueta alta, envuelta en una roja túnica. No era un sonido propio de alguien poseedor de su suprema sabiduría.

Theleb K'aarna rió entre dientes y contempló con ojos soñadores a la mujer tendida indolentemente a su lado, en el lecho. Le susurró torpes palabras de amor al oído y ella sonrió, indulgente, al tiempo que le acariciaba el largo cabello negro, como quien acaricia el lomo a un perro.

—Tanta sabiduría y eres un tonto, Theleb K'aarna —murmuró la mujer mientras sus ojos entornados observaban los brillantes tapizados verdes y anaranjados que cubrían los muros de piedra de sus aposentos.

Y pensó que una mujer no podía hacer otra cosa que aprovecharse de cualquier hombre que se pusiera a su alcance.

—Yishana, eres una perra —dijo Theleb K'aarna entre dientes—, y no bastaría todo el saber de este mundo para combatir el amor. Te amo. —Habló con simpleza, de forma directa, sin comprender a la mujer que yacía a su lado. Había atisbado las negras entrañas del infierno para regresar con la cordura intacta, conocía secretos que habrían hecho trizas la mente de cualquier hombre comente. Pero en ciertas artes era tan poco versado como el más joven de sus acólitos. El arte de amar era una de ellas—. Te amo —repitió, y se preguntó por qué ella no le hacía caso.

Yishana, reina de Jharkor, apartó de su lado al hechicero, se incorporó bruscamente, y sacó del lecho sus piernas desnudas y bien torneadas. Era una mujer hermosa, con una cabellera tan negra como su alma; a pesar de que su juventud languidecía, poseía una extraña cualidad que atraía y repelía al mismo tiempo a los hombres. Sabía cómo lucir las sedas multicolores que flotaban a su alrededor, con ligera gracia, cuando se dirigió a la ventana protegida de barrotes del aposento, y se quedó mirando fijamente hacia la noche negra y turbulenta. Intrigado, el hechicero la observó entornando los ojos, decepcionado por aquella interrupción de su juego amoroso.

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