Más allá de la tierra, en un mundo que no respondía a las leyes físicas del tiempo y el espacio que gobernaban el planeta, brillando en un profundo calor azul y ámbar, una criatura antropoide se estiró y bostezó, dejando ver unos dientecitos puntiagudos. Frotó la cabeza lánguidamente contra su hombro peludo y escuchó.
La voz que oía no pertenecía a uno de los suyos, la especie que amaba y protegía. Pero reconoció la lengua en que hablaba.
Sonrió para sus adentros cuando recordó y sintió la agradable sensación de la camaradería. Recordó una raza que, a diferencia de otros humanos (a los que desdeñaba) había compartido sus cualidades, una raza que, al igual que él, amaba el placer, la crueldad y la sofisticación. La raza de los melniboneses.
Meerclar, Señor de los Gatos, Protector de los Felinos, se dirigió con gracia hacia el lugar de donde provenía aquella voz.
—¿Cómo puedo ayudarte?—ronroneó.
—Meerclar, buscamos a uno de los tuyos, que está cerca de aquí.
—Sí, siento ya su presencia. ¿Qué quieres de él?
—Nada que le pertenezca... pero tiene dos almas, y una de ellas no es suya.
—Es verdad..., su nombre es Fiarshern, y pertenece a la gran familia de Trrechoww. Lo llamaré. Acudirá a mí.
Afuera, los bárbaros pugnaban por dominar el miedo a los acontecimientos sobrenaturales que tenían lugar en el carro. Terarn Gashtek lanzó una maldición y les gritó:
—Son unos pocos contra cinco mil de los nuestros. ¡Prendedles al punto!
Sus guerreros comenzaron a avanzar cautelosamente. Fiarshern, el gato, oyó una voz; su instinto le indicó que se— ría una tontería desobedecerla. Y echó a correr hacia el lugar de donde provenía.
—¡Mirad..., es el gato! ¡Agarradlo, deprisa!
Dos de los hombres de Terarn Gashtek se lanzaron a cumplir con las órdenes de su jefe, pero el pequeño felino los esquivó y ligero, saltó al interior del carro.
—Fiarshern, devuélvele su alma al humano—, le ordenó Meerclar con voz suave. El gato avanzó hacia su amo humano y hundió los dientecitos delicados en las venas del hechicero.
Poco después, Drinij Bara lanzó una salvaje carcajada.
—He recuperado mi alma. Gracias, gran Señor de los Gatos. ¡Deja que te recompense!
—No es preciso —respondió Meerclar con una sonrisa burlona—, de todos modos, percibo que tu alma ya está vendida. Adiós, Elric de Melniboné. Ha sido un placer acudir a tu llamado, aunque noto que ya no practicas el antiguo oficio de tus antepasados. No obstante, y en nombre de nuestras viejas lealtades, no te he escatimado este servicio. Adiós, regreso a un sitio más cálido que este lugar inhóspito.
El Señor de los Gatos se esfumó para regresar al mundo del calor azul y ámbar, donde continuó con su sueño interrumpido.
—Vamos, Hermano Hechicero —gritó Drinij Bara, exultante—. Cobrémonos la venganza que nos pertenece.
Terarn Gashtek y sus hombres se enfrentaron a ellos. Muchos llevaban los arcos dispuestos para disparar sus largas flechas.
—¡Matadlos, deprisa! —aulló el Portador del Fuego—, ¡Matad—los antes de que tengan tiempo de invocar más demonios!
Una lluvia de flechas cayó sobre ellos silbando. Drinij Bara sonrió, y pronunció unas cuantas palabras mientras movía las manos de forma descuidada. Las flechas se detuvieron en pleno vuelo, dieron media vuelta y, cada una de ellas fue a clavarse en la garganta del arquero que la había disparado. Terarn Gashtek se quedó boquiabierto, giró sobre sus talones, se abrió paso a empellones entre sus hombres y, al retirarse, ordenó a sus bárbaros que atacasen a los cuatro hombres.
Impulsados por la certeza de que si echaban a correr estarían perdidos, la turba de bárbaros los encerró.
Amanecía, la luz comenzaba a iluminar el cielo cubierto de nubes cuando Moonglum miró hacia arriba y señalando con el dedo, gritó:
—¡Mira, Elric!
—Son sólo cinco —dijo el albino—. Sólo cinco... pero quizá basten.
Interceptó los mandobles de varios aceros con su propia espada y, aunque estaba dotado de una fuerza sobrehumana, esa fuerza parecía haber abandonado su espada convirtiéndola en un arma corriente. Sin dejar de luchar, relajó el cuerpo y notó que la fuerza lo abandonaba para fluir de vuelta a Tormentosa.
La espada rúnica volvió a gemir y, sedienta, buscó las gargantas y los corazones de los bárbaros.
Drinij Bara no iba armado, pero no le hacía falta, pues utilizaba métodos más sutiles para su defensa. A su alrededor quedaban esparcidos los horribles efectos: masas deshuesadas de carne y tendones.
Los dos hechiceros, Moonglum y el mensajero se abrieron paso entre los enloquecidos bárbaros que desesperadamente intentaban vencerles. En medio de tanta confusión, resultaba imposible elaborar un plan de acción coherente. Moonglum y el mensajero despojaron a unos cadáveres de sus cimitarras y se unieron a la lucha.
A la larga, lograron llegar a los límites exteriores del campamento. Gran número de bárbaros habían huido a todo galope en dirección al oeste. En ese momento, Elric vio a Terarn Gashtek armado con un arco. Adivinó en seguida las intenciones del Portador del Fuego y advirtió a gritos al otro hechicero, que se encontraba de espaldas al bárbaro. Vociferando un encantamiento perturbador, Drinij Bara se volvió de lado, se interrumpió, intentó comenzar otro encantamiento, pero la flecha lo alcanzó en un ojo.
—¡No! —gritó.
Y cayó muerto.
Al ver que habían matado a su aliado, Elric se detuvo un instante, miró hacia el cielo y vio unas enormes bestias voladoras que reconoció de inmediato.
Dyvim Slorm, hijo de Dyvim Tvar, primo de Elric y Amo de los Dragones, había conducido a los legendarios dragones de Imrryr en auxilio de su pariente. Pero la mayoría de las inmensas bestias dormían, y seguirían durmiendo durante otro siglo, pues sólo cinco dragones estaban despiertos. Pero Dyvim Slorm nada podía hacer aún por temor a dañar a Elric y a sus compañeros.
Terarn Gashtek también había visto a las magníficas bestias. Sus grandes planes de conquista comenzaban a derrumbarse; entonces se inclinó hacia adelante y echó a correr hacia Elric.
—¡Basura de rostro pálido! —aulló—. ¡Tú tienes la culpa de todo esto... y pagarás al Portador del Fuego por lo que le has hecho!
Elric lanzó una carcajada al levantar a Tormentosa para protegerse del insensato bárbaro. Y señalando hacia el cielo, dijo:
—A ésos también se les puede llamar Portadores del Fuego, Terarn Gashtek. ¡Y ellos son más dignos de ese apelativo que tú!
Enterró entonces su infernal espada en el cuerpo de Terarn Gashtek; el bárbaro lanzó un gemido entrecortado cuando el acero le bebió el alma.
—Seré un destructor, Elric de Melniboné —dijo con un hilo de voz—, pero mis métodos eran más limpios que el tuyo. ¡Malditos seáis tú y cuanto te sea querido, malditos por toda la eternidad!
Elric lanzó otra carcajada, pero la voz le tembló ligeramente al ver el cadáver del bárbaro.
—En otras ocasiones me he librado ya de maldiciones parecidas, amigo mío. Y creo que la tuya tendrá poco efecto. —Hizo una pausa y añadió—: Por Arioco, espero no equivocarme. Creí que mi destino estaba libre de penas y maldiciones, pero quizá me equivocara...
La horda de bárbaros había montado ya a caballo y huía en dirección al oeste. Había que detenerlos, pues al paso que iban, no tardarían en llegar a Karlaak, y sólo los Dioses sabían qué harían aquellos salvajes cuando llegaran a la ciudad desprotegida.
Elric oyó entonces el batir de unas alas de nueve metros y percibió el olor familiar de los enormes reptiles voladores que años antes lo habían perseguido cuando, al frente de la flota de ladrones, había conducido el asalto a su ciudad natal. Oyó entonces las curiosas notas del Cuerno para Dragones y vio que Dyvim Slorm estaba sentado a lomos de la bestia que encabezaba el grupo; en la enguantada mano derecha llevaba un aguijón en forma de lanza.
El dragón descendió en espiral; cuando su cuerpo inmenso se posó sobre el suelo a unos cuantos metros de distancia, dobló las alas correosas. El Amo de los Dragones saludó a Elric brazo en alto.
—Salve, Rey Elric, veo que casi no llegamos a tiempo.
—Tu llegada no podía ser más oportuna, amigo mío —sonrió Elric—. Es un placer volver a ver al hijo de Dyvim Tvar. Por un momento temí que no acudieras a mi llamada.
—Las viejas diferencias quedaron olvidadas en la Batalla de Bakshaan, cuando Dyvim Tvar, mi padre, perdió la vida al ayudarte en el asedio de la fortaleza de Nikorn. Lamento que sólo las bestias más jóvenes estuviesen listas para ser despertadas. Como recordarás, las otras fueron utilizadas hace apenas unos años.
—Lo recuerdo —dijo Elric—. ¿Puedo rogarte que me hagas otro favor, Dyvim
Slorm?
—¿De qué se trata?
—Que me dejes montar el dragón jefe. Conozco las artes del Amo de los Dragones y tengo buenos motivos para ir tras los bárbaros... pues no hace mucho, nos vimos obligados a presenciar una matanza insensata, y si fuera posible, quisiera pagarles con la misma moneda.
Dyvim Slorm asintió y bajó de su montura. La bestia se agitó, inquieta, y retiró los labios de su hocico ahusado para mostrar unos dientes gruesos como los brazos de un hombre, y largos como una espada. Su lengua bifurcada se movió, veloz, y volvió la cabeza para mirar a Elric con sus fríos ojos.
Elric le cantó en la antigua lengua melnibonesa, aferró el aguijón y el Cuerno para Dragones que le tendía Dyvim Slorm y luego, con sumo cuidado, se subió a la silla, colocada en la base del cuello del dragón. Colocó los pies enfundados en botas en los enormes estribos de plata.
—Y ahora, vuela, hermano dragón —cantó—, vuela alto, muy alto, y ten preparado tu veneno.
Oyó restallar las alas en el aire cuando la bestia comenzó a batirlas; el animal se elevó en el encapotado cielo gris.
Los otros cuatro dragones siguieron al primero y, mientras Elric ganaba altura haciendo sonar unas notas específicas en el cuerno, desenvainó la espada.
Siglos antes, los antepasados de Elric, montados en sus dragones, se habían lanzado a la conquista de todo el Mundo Occidental. Entonces, las Cuevas de los Dragones habían albergado una infinidad de estos animales. Pero eran pocos los que habían quedado, y de esos pocos, sólo los más jóvenes habían dormido lo suficiente como para ser despertados.
Los enormes reptiles se elevaron en el cielo ventoso; el largo pelo blanco de Elric y su negra capa manchada volaban tras él, mientras cantaba la exultante Canción de los Amos de los Dragones, urgiendo a las bestias a volar hacia el oeste.
Salvajes caballos del viento, seguid el rastro de las nubes,
el impío cuerno os guía con su canto.
¡Vosotros y nosotros fuimos los primeros en la conquista,
vosotros y nosotros seremos los últimos!
Los pensamientos de amor, de paz, de venganza incluso, se perdían en aquel vuelo intrépido sobre los cielos brillantes que cubrían la antigua Era de los Reinos Jóvenes. Elric, orgulloso, arquetípico y desdeñoso, seguro de que hasta su sangre imperfecta era la sangre de los Reyes Hechiceros de Melniboné, adoptó un aire indiferente.
No poseía lealtades, ni amigos y, si se encontraba bajo el dominio del mal, entonces se trataba de un mal puro, brillante, no contaminado por los impulsos humanos.
Los dragones siguieron volando en lo alto hasta que allá abajo apareció la masa negra que obstruía el paisaje, la horda de bárbaros impulsados por el miedo, la horda que, en su ignorancia, había pretendido conquistar las tierras amadas por Elric de Melniboné.
— ¡Eh, hermanos dragones..., soltad vuestro veneno..., quemadlo todo..., quemadlo! ¡Y que vuestro fuego purifique el mundo!
Tormentosa se unió al grito salvaje que lanzaron los dragones al iniciar el descenso en picado, para abalanzarse sobre los enloquecidos bárbaros y soltar sobre ellos ríos de venenoso combustible que el agua no lograba apagar; el olor a carne quemada comenzó a elevarse a través del fuego y las llamas, convirtiendo aquel paisaje en una escena del Infierno..., y el orgulloso Elric fue el Señor de los Demonios en busca de venganza.
El regocijo que sintió no era malsano, pues se había limitado a hacer lo que era preciso, nada más. Dejó de gritar, obligó a su dragón a retroceder y elevarse, haciendo sonar el cuero para llamar a los otros reptiles. A medida que subía, el regocijo lo abandonó para dar paso a un gélido horror.
«Sigo siendo un melnibonés —pensó—, y no puedo deshacerme de lo que soy. Y a pesar de toda mi fuerza, sigo siendo débil, y por eso, ante cualquier emergencia, estoy siempre dispuesto a usar a esta maldita.» Profiriendo un grito de odio, lanzó su espada al vacío. El acero chilló como una mujer y cayó en picado hacia la tierra lejana.
—Se acabó, ya está hecho.
Después, ya más calmado, volvió al lugar donde había dejado a sus amigos y guió al reptil hacia el suelo.
—¿Dónde está la espada de tus antepasados, Rey Elric? —inquirió Dyvim
Slorm.
El albino no le contestó y se limitó a agradecer a su pariente por haberle permitido montar al dragón jefe. Volvieron todos a ocupar sus sillas, a lomos de los reptiles, y emprendieron el vuelo de regreso hacia Karlaak para darles las buenas nuevas.
Al ver a su señor montando en el primer dragón, Zarozinia supo que Karlaak y el Mundo Occidental estaban a salvo, y que el Mundo Oriental había sido vengado. Cuando se reunieron en las afueras de la ciudad, a pesar de que Elric había adoptado una postura orgullosa, su rostro se mostraba serio y sombrío. Zarozinia notó que volvía a sentir la pena que su amado creía ya olvidada. Corrió a su encuentro, y él la aferró entre sus brazos, sin decir palabra.
Elric se despidió de Dyvim Slorm y de sus amigos imrryrianos y después, seguido de cerca por Moonglum y el mensajero, entró en la ciudad, y se dirigió luego a su casa, molesto por las congratulaciones que los ciudadanos le ofrecían.
—¿Qué te ocurre, mi señor? —inquirió Zarozinia cuando lo vio echarse sobre el gran lecho y suspirar—, ¿Crees que hablar te ayudaría?
—Estoy cansado de hechizos y de espadas, Zarozinia, es todo. Pero por fin me he deshecho de una vez por todas de esa espada infernal, a la que me creía atado por el resto de mi existencia.
—¿Te refieres a Tormentosa!
—¿A quién si no?
Zarozinia se quedó callada. Nada le dijo de la espada que, al parecer, por propia voluntad, había entrado gritando en Karlaak para ir a colocarse, en la oscuridad del arsenal, en el antiguo sitio que había ocupado.