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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (11 page)

Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Elric derribó a Hurd de un tremendo puñetazo. Después perdió el conocimiento. 

3

Sintió en las muñecas la fría garra de las cadenas; sobre su cara caía una fina llovizna que le provocaba escozor allí donde las uñas de Hurd le habían arañado.

Miró a su alrededor. Se hallaba encadenado entre dos menhires de piedra, en lo alto de un túmulo funerario de gigantescas proporciones. Era de noche, y del cielo colgaba una pálida luna. Miró hacia abajo, en dirección al grupo de hombres. Hurd y Gutheran se encontraban entre ellos. Le sonrieron, burlones, —Adiós, mensajero. ¡Nos resultarás muy útil para aplacar a los Habitantes de la Colina! —le gritó Hurd al tiempo que en compañía de los otros se apresuraba a regresar hacia la ciudadela, que aparecía recortada contra el cielo, a corta distancia de allí.

¿Dónde estaba? ¿Qué habría sido de Zarozinia y de Moonglum? ¿Por qué le habían encadenado de aquel modo en...? De pronto recordó que se encontraba en la Colina.

Se estremeció de impotencia ante las fuertes cadenas que le sujetaban. Empezó a tirar de ellas con desesperación, pero no cedían. Se devanó los sesos en busca de algún plan, pero el tormento y la preocupación por la seguridad de sus amigos le impedían pensar con claridad. De abajo le llegó el sonido de una carrera, y vio una blanca silueta fantasmal escudarse veloz entre las sombras. Volvió a tirar con furia de las cadenas que le sujetaban.

En el Gran Salón de la ciudadela, la ruidosa celebración alcanzaba el grado de una exaltada orgía. Gutheran y Hurd estaban completamente borrachos y reían como posesos por su victoria.

Desde fuera del Salón, Veerkad escuchaba y los odiaba en silencio. Detestaba sobre todo a su hermano, el hombre que le había depuesto y provocado su ceguera, para impedirle que estudiara magia y que la utilizara para resucitar al Rey sepultado debajo de la Colina.

—Por fin ha llegado la hora —susurró para sí y detuvo a un sirviente que pasaba a su lado.

—Dime dónde tienen a la muchacha.

—En los aposentos de Gutheran, amo.

Veerkad soltó al hombre y palpando las paredes comenzó a avanzar por los sombríos pasillos; subió la escalera sinuosa, hasta que llegó al cuarto que buscaba. Cuando se encontró ante la puerta, sacó una llave de las muchas que había hecho sin que Gutheran se enterase, y abrió.

Zarozinia vio entrar al ciego pero nada pudo hacer. La habían amordazado y atado con su propio vestido, y todavía se encontraba aturdida por el golpe que Hurd le había asestado. Ya le habían hablado de la suerte que había corrido Elric, pero Moonglum había logrado escapar, y los guardias lo perseguían por los pasillos malolientes de Org.

—He venido a llevarte con tu compañero, señora —le anunció el ciego Veerkad, y asistido por la fuerza que le daba la locura, la levantó en brazos; luego, tanteando las paredes buscó la puerta. Conocía los pasadizos de Org a la perfección, porque había nacido y se había criado en ellos.

Pero en el pasillo, ante los aposentos de Gutheran, se encontraban dos hombres. Uno de ellos era Hurd, Príncipe de Org. Éste, que quería a la muchacha para sí, estaba muy molesto con su padre por haberla encerrado. Vio a Veerkad llevando a la mujer en brazos y esperó en silencio a que pasara su tío.

El otro hombre era Moonglum, que observaba cuanto ocurría protegido por las sombras donde se había ocultado de los guardias que le perseguían. Cuando Hurd siguió a Veerkad con paso sigiloso, Moonglum fue tras él.

Veerkad abandonó la ciudadela por una pequeña puerta del costado y condujo su carga hacia la Colina Funeraria.

Al pie del monstruoso túmulo se amontonaba una multitud de espectros leprosos que presentían la presencia de Elric, el sacrificio a ellos ofrecido por las gentes de Org.

Fue entonces cuando Elric lo comprendió.

Aquéllas eran las criaturas a las que Org temía más que a los dioses. Aquéllos eran los muertos vivientes, los antepasados de aquellas personas que, en ese momento, celebraban en el Gran Salón. Quizá aquél fuera el Pueblo Condenado. ¿Cuál era su condena? ¿No descansar jamás? ¿No morir jamás? ¿Degenerar hasta transformarse en unos espectros sin inteligencia? Elric se estremeció.

La desesperación le devolvió la memoria. Su voz era un lamento agónico dirigido al cielo encapotado y a la tierra palpitante.

—¡Arioco! Destruye las piedras. ¡Salva a tu siervo! ¡Arioco, mi amo..., ayúdame!

No bastaba. Los espíritus devoradores se reunieron y comenzaron a ascender el túmulo a la carrera, en dirección al sitio donde se encontraba el albino indefenso.

—¡Arioco! ¡Estas cosas abandonarían tu memoria! ¡Ayúdame a destruirlas!

La tierra tembló y el cielo se oscureció más aún, ocultando la luna pero no a los espíritus devoradores de pálidos rostros exangües, que ya se disponían a lanzarse sobre él.

En lo alto se formó entonces una enorme bola de fuego, y hasta el cielo mismo pareció sacudirse y bullir a su alrededor. Con un rugido tremendo, de la bola partieron dos rayos que pulverizaron las piedras dejando en libertad a Elric.

El albino se puso en pie, pues sabía que Arioco exigiría su tributo, cuando los primeros espíritus devoradores se acercaron a él.

No retrocedió, sino que impulsado por la ira y la desesperación saltó en medio de ellos, revoleando con ímpetu las cadenas que colgaban de sus brazos. Los espíritus devoradores cayeron al suelo y huyeron en desbandada; balbuceando asustados y rabiosos, bajaron la colina y entraron en el túmulo.

Elric advirtió entonces que en el túmulo que se hallaba más abajo había una entrada, negra contra la negrura circundante. Respirando pesadamente, descubrió que no le habían quitado el morral que llevaba prendido del cinturón. De él sacó un trozo de delgado alambre de oro con el que intentó abrir los cerrojos de los grilletes.

Veerkad rió entre dientes, y al oírlo, Zarozinia casi enloqueció de terror. El ciego no paraba de repetirle babosamente al oído:

—¿Cuándo se levantará el tercero? Sólo cuando muera el otro. Cuando la sangre de ese otro fluya roja... oiremos las pisadas de los muertos. Tú y yo le ayudaremos a resucitar para que haga caer sobre mi maldito hermano todo el peso de la venganza. Tu sangre, querida mía, será la que le permita salir. —Veerkad notó que los espíritus devoradores se habían marchado y juzgó que ya estarían aplacados—. Tu amado me ha sido útil —le dijo entre carcajadas cuando se disponía a entrar en el túmulo. El olor a muerte estuvo a punto de hacer desfallecer a la muchacha, cuando el ciego la condujo hacia el corazón de la Colina.

El aire frío le había devuelto a Hurd una cierta sobriedad; el Príncipe se sintió horrorizado cuando vio adonde se dirigía Veerkad. El túmulo, la Colina del Rey, era el sitio más temido de la tierra de Org. Hurd se detuvo ante la negra entrada y se volvió, dispuesto a echar a correr. En ese momento vio la silueta de Elric, que descendía, enorme y ensangrentada, por la pendiente del túmulo, impidiéndole el paso.

Lanzando un grito enloquecido, se precipitó por el pasadizo de la Colina.

Elric no se había percatado aún de la presencia del Príncipe, por lo que el grito lo sorprendió; intentó entonces ver quién lo había proferido pero ya era demasiado tarde. Bajó corriendo la pendiente en dirección a la entrada del túmulo. De la oscuridad salió precipitadamente otra silueta.

— ¡Elric! ¡Gracias a las estrellas y a todos los dioses de la Tierra que sigues

vivo!

—Agradécele a Arioco, Moonglum. ¿Dónde está Zarozinia?

—Ahí abajo..., ese juglar demente se la ha llevado y Hurd va tras ellos. Estos reyes y príncipes están todos locos, no le encuentro ningún sentido a sus actos.

—Tengo el presentimiento de que el juglar no le hará ningún bien a Zarozinia. Date prisa, debemos ir tras ellos.

— ¡Por las estrellas, qué hedor a muerte! Jamás había olido nada semejante..., ni siquiera en la gran batalla del Valle de Eshmir, donde los ejércitos de Elwher se encontraron con los de Kaleg Vogun, príncipe usurpador del Tanghensi, cuando medio millón de cadáveres cubrieron el valle de un confín al otro.

—Si no tienes estómago...

—Ojalá me faltara. De ese modo no me resultaría tan repugnante. Andando...

Se introdujeron en el pasadizo, y fueron guiándose por los sonidos lejanos de la risa enloquecida de Veerkad, y por los movimientos más cercanos del aterrorizado Hurd, que se encontraba atrapado entre dos enemigos y más asustado aún de un tercero. Hurd avanzaba a tumbos en medio de la oscuridad, sollozando de miedo.

En el fosforescente Sepulcro Central, rodeado por los cadáveres momificados de sus antepasados, Veerkad entonó el canto ritual de resurrección ante el gran ataúd del Rey de la Colina, un catafalco gigantesco, la mitad de alto que Veerkad, que ya de por sí era enorme. Impulsado por la sed de vengarse de su hermano Gutheran, Veerkad no reparó en su propia seguridad. Levantó una larga daga sobre Zarozinia, que estaba acurrucada en el suelo, cerca del ataúd.

El derramamiento de la sangre de Zarozinia culminaría con el ritual y después...

Después, se desataría el Infierno. O al menos así lo pensaba Veerkad. Concluyó su canto y levantó la daga justo en el momento en que Hurd entraba en el Sepulcro Central profiriendo un alarido y desenvainando la espada. Veerkad se volvió con el rostro ciego contraído por la ira.

Sin detenerse un solo instante, y con un brutal salvajismo, Hurd enterró la espada en el cuerpo de Veerkad, y empujó con fuerza para que la hoja se hundiera hasta la empuñadura y la punta apareciera por el otro lado. Pero el ciego, impulsado por los espasmos de la muerte, aferró entre sus manos el cuello del Príncipe, y apretó con fuerza.

De algún modo, los dos hombres conservaron durante unos instantes un hilo de vida, y mientras luchaban, fueron interpretando la macabra danza de la muerte moviéndose por la sala fulgurante. El ataúd del Rey de la Colina comenzó a sacudirse ligeramente, con un movimiento apenas perceptible.

Así fue como Elric y Moonglum hallaron a Veerkad y a Hurd. Al comprobar que ambos estaban al borde de la muerte, Elric. atravesó a la carrera el Sepulcro Central hasta donde yacía Zarozinia, inconsciente, con lo cual se había ahorrado el espanto de aquella macabra escena. Elric la cogió entre sus brazos y se dispuso a regresar.

De reojo, vio que el ataúd se estremecía.

—Date prisa, Moonglum. Ese maldito ciego ha invocado a los muertos. Deprisa, amigo mío, antes de que las huestes del Infierno caigan sobre nosotros.

—¿Adonde vamos ahora, Elric?

—Deberemos arriesgarnos a volver a la ciudadela. Nuestros caballos y nuestros bienes están allí. Necesitamos de nuestras cabalgaduras para poder marcharnos de aquí a toda prisa pues, si mi instinto no me engaña, me temo que pronto se producirá una terrible matanza.

—Dudo que encontremos demasiada resistencia, Elric. Cuando me marché yo estaban todos borrachos. Por eso logré huir de ellos con tanta facilidad. A estas alturas, si continuaron bebiendo como cuando los dejé, no podrán moverse siquiera.

—Entonces démonos prisa.

Dejaron atrás la Colina y echaron a correr en dirección a la ciudadela. 

4

Moonglum no se había equivocado. En el Gran Salón los encontraron a todos tumbados, sumidos en un sueño beodo. En las chimeneas abiertas habían encendido el fuego y los leños ardían dibujando unas sombras que se proyectaban, saltarinas, por todo el Salón.

—Moonglum, ve con Zarozinia hasta los establos y prepara nuestros caballos —ordenó Elric en voz baja—. Yo ajustaré cuentas con Gutheran. ¿Ves? Han apilado el botín sobre la mesa, para regodearse en su aparente victoria.

Tormentosa yacía, sobre un montón de sacos rotos y alforjas que contenían el botín robado al tío, a los primos de Zarozinia, a Elric y a Moonglum.

Zarozinia, que ya había vuelto en sí, pero que continuaba aturdida, se fue en compañía de Moonglum a buscar los establos, mientras Elric, sorteando los cuerpos de los hombres de Org, tirados en el suelo y rodeando los fuegos ardientes, se acercó a la mesa y, agradecido, recuperó su espada rúnica.

Saltó entonces sobre la mesa y se disponía a aferrar a Gutheran, que todavía conservaba colgada al cuello la cadena con piedras preciosas, símbolo de su reinado, cuando las enormes puertas del Salón se abrieron de par en par y una ráfaga de viento helado hizo danzar el fuego de las antorchas. Olvidándose de Gutheran, Elric dio media vuelta con los ojos desmesuradamente abiertos.

Enmarcado en el vano de la puerta se alzaba el Rey de Debajo de la Colina.

El monarca que llevaba mucho tiempo muerto había vuelto a la vida gracias a Veerkad, cuya propia sangre había completado la resurrección. Ahí estaba, envuelto en sus vestidos putrefactos, con sus huesos carcomidos cubiertos por restos de piel reseca y cuarteada. El corazón no le latía, porque carecía de corazón; no respiraba, porque sus pulmones habían sido devorados por las criaturas que se deleitaban con tales cosas. Pero, por horrible que pareciera, estaba vivo...

El Rey de la Colina. Había sido el último gran gobernante del Pueblo Condenado que, en su furia, había destruido media Tierra y creado el Bosque de Troos. Tras el Rey muerto se apiñaban las espantosas huestes que habían sido sepultadas a su lado en el pasado legendario.

¡Y comenzó la matanza!

Elric apenas alcanzaba a adivinar qué secreta venganza se estaba llevando a cabo, pero fuera cual fuese su motivo, el peligro era muy real.

Elric desenvainó a Tormentosa mientras las hordas resucitadas descargaban sus iras sobre los vivos. El Salón se llenó con los gritos horrorizados de los infortunados hombres de Org. Medio paralizado por el horror, Elric permaneció junto al trono. Gutheran despertó en ese momento y vio al Rey de la Colina y a sus huestes. Lanzando un grito casi agradecido, dijo:

—¡Por fin podré descansar!

Y cayó muerto de un ataque, privando a Elric de su venganza.

El eco de la sombría canción de Veerkad se repitió en la memoria de Elric. Los Tres Reyes en la Oscuridad, Gutheran, Veerkad y el Rey de Debajo de la Colina. Sólo continuaba vivo el último..., después de haber estado muerto durante milenios.

Los ojos fríos del Rey recorrieron el Salón y descubrieron a Gutheran despatarrado sobre su trono, con la antigua cadena, símbolo de su reinado, colgada de su cuello. Elric la arrancó del cuerpo y retrocedió mientras el Rey de Debajo de la Colina avanzaba. Chocó contra una columna y se vio rodeado de espíritus devoradores.

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