La Maldicion de la Espada Negra (10 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

—Pasad, forasteros, y sed bienvenidos —dijo con tono nada amistoso.

El pesado puente levadizo de madera se levantó en el aire para que pudieran entrar; los caballos avanzaron con dificultad por el barro y llegaron al patio de la ciudadela.

En el cielo gris, unos negros nubarrones se desplazaban a toda velocidad hacia el horizonte, como deseosos de huir de los horrendos límites de Org y del asqueroso Bosque de Troos.

El patio aparecía cubierto por una capa del mismo cieno apestoso que les había dificultado la entrada en la ciudadela. Unas sombras pesadas e inmóviles se cernían sobre él. A la derecha de Elric, un tramo de escalera conducía a una entrada en arco, tapizada por los mismos líquenes siniestros que había visto en las paredes exteriores y también en el Bosque de Troos.

Por ese arco, salió un hombre alto que después de acariciar los líquenes con una mano pálida y cargada de anillos, se detuvo en lo alto de la escalera a contemplar a los visitantes con los ojos entrecerrados. A diferencia de los otros, era apuesto, tenía una cabeza imponente, leonina, con una cabellera larga tan blanca como la de Elric, aunque el cabello de aquel hombre corpulento parecía más bien sucio, enmarañado y poco cuidado. Vestía un pesado coleto de cuero repujado y acolchado, un tonelete amarillo largo hasta los tobillos y llevaba una daga de hoja ancha, sin vaina, prendida al cinto. Era mayor que Elric; tendría entre cuarenta y cincuenta años, y su rostro poderoso, aunque un tanto decadente, estaba surcado por las arrugas y plagado de las marcas dejadas por la viruela.

Los observó en silencio sin darles la bienvenida; después, le hizo señas a uno de los guardias de las almenas para que bajara el puente levadizo. Éste descendió con estruendo, obstruyéndoles la salida.

—Matad a los hombres y quedaos con la mujer —ordenó el hombre corpulento con voz monótona.

Elric había oído a los muertos hablar del mismo modo.

Tal como habían planeado, Elric y Moonglum se colocaron a ambos lados de Zarozinia y allí se quedaron, de brazos cruzados.

Unas criaturas asombradas se acercaron a ellos arrastrando los pies cautelosamente, mientras sus pantalones sueltos tocaban el lodo y sus manos permanecían ocultas bajo las largas mangas de sus mugrientos vestidos. Lanzaron sus destrales. Elric notó un leve golpe cuando un arma le alcanzó en un brazo con un ruido seco, pero eso fue todo. A Moonglum le ocurrió otro tanto.

Los hombres retrocedieron; sus rostros bestiales reflejaban asombro y confusión.

El hombre alto abrió los ojos desmesuradamente. Se llevó una mano cubierta de anillos a los gruesos labios y se mordió una uña.

—¡Nuestras armas no surten efecto en ellos, Rey! No se cortan ni sangran. ¿De qué están hechos? Elric lanzó una carcajada teatral:

—No somos seres corrientes, pequeño humano, de eso puedes estar seguro. Somos mensajeros de los dioses y hemos traído a tu Rey un mensaje de nuestros amos. No temáis, no os haremos nada, pues no corremos peligro de que nos hagáis daño. Apartaos y dadnos la bienvenida.

Elric notó que el Rey Gutheran se mostraba asombrado, aunque lo que acababa de decirle no le había engañado del todo. Se maldijo. Había medido la inteligencia de aquellos seres basándose en los que él había visto. Aquel rey, loco o no, era mucho más inteligente, y sería mucho más difícil de engañar. Se acercó a la escalera, donde se encontraba el ceñudo Gutheran.

—Salve, Rey Gutheran. Los Dioses han vuelto por fin a Org y desean que lo

sepáis.

—Org no tiene Dioses que adorar por toda la eternidad —repuso Gutheran con voz hueca, se dio la vuelta y entró en la ciudadela—. ¿Por qué habríamos de aceptarlos ahora?

—Sois impertinente, Rey Gutheran.

—Y tú muy audaz. ¿Cómo sé yo que vienes de parte de los Dioses? — inquirió mientras los conducía a través de unos pasillos de techo bajo.

—Has visto ya que las armas de tus súbditos no nos causan daño alguno.

—Es verdad. Por el momento, consideraré ese incidente como prueba de ello. Supongo que habrá que celebrar un banquete en vuestro..., en vuestro honor. Ordenaré que lo dispongan todo. Sed bienvenidos, mensajeros. —Sus palabras carecían de toda gracia, pero resultaba prácticamente imposible detectar nada por la voz de Gutheran, puesto que mantenía siempre el mismo tono.

Elric se apartó de los hombros la pesada capa de montar y dijo alegremente:

—Hablaremos a nuestros señores de tu amabilidad.

La Corte era un lugar de sombríos pasillos y risas falsas, y aunque Elric formuló muchas preguntas a Gutheran, el rey no se dignó contestarlas, y si lo hacía, utilizaba frases ambiguas que nada significaban. No les fueron asignados unos aposentos donde poder refrescarse, por lo que hubieron de permanecer durante varias horas en el salón principal de la ciudadela, y mientras Gutheran estuvo con ellos sin dar órdenes para el banquete, permaneció despatarrado sobre su trono mordiéndose las uñas, sin prestarles la menor atención.

—Agradable hospitalidad —susurró Moonglum.

—Elric, ¿cuánto durarán los efectos de la droga? —inquirió Zarozinia que no se apartaba del costado del albino.

El albino le rodeó los hombros con un brazo y repuso:

—No lo sé. No mucho más. Pero ha cumplido con su propósito. Dudo que traten de atacamos otra vez. Sin embargo, os pido que estéis atentos pues podrían realizar otros intentos más sutiles.

El salón principal, que tenía un techo más alto que el resto y estaba rodeado por una galería que se alzaba a bastante distancia del suelo, era frío e incómodo. El fuego no ardía en las diversas chimeneas que eran abiertas y estaban excavadas en el suelo, y las paredes, que rezumaban humedad y carecían de todo adorno, eran de piedra dura y gastada por el tiempo. En el suelo ni siquiera había alfombras de junco, y dondequiera que se mirara, se veían huesos y restos de comida putrefacta.

—Se ocupan muy poco de la ciudadela, ¿verdad? —comentó Moonglum mirando a su alrededor con asco y echando un vistazo al pensativo Gutheran que, al parecer, se había olvidado de su presencia.

Un sirviente entró en el salón arrastrando los pies y susurró unas cuantas palabras al oído del rey. Éste asintió, se puso en pie y abandonó el Gran Salón.

Al cabo de unos instantes, entraron unos hombres con bancos y mesas y comenzaron a distribuirlos por la estancia.

El banquete iba a comenzar. En el aire flotaba el peligro.

Los tres visitantes se sentaron juntos, a la derecha del Rey, que se había colocado la capa adornada de joyas, signo de su reinado, mientras su hijo y varias mujeres pálidas, pertenecientes a la familia real, ocupaban los asientos de la izquierda sin dirigirse la palabra.

El Príncipe Hurd, un joven de rostro taciturno, que parecía detestar a su padre, jugueteó con la comida de aspecto poco apetitoso que les fue servida a todos.

Bebió ávidamente el vino que apenas tenía sabor, pero que era fuerte y contribuía a caldear un poco el ambiente.

—¿Y qué quieren los dioses de la pobre gente de Org? —inquirió Hurd mirando fijamente a Zarozinia con un interés algo más que amistoso.

—No piden más que vuestro reconocimiento —respondió Elric—. A cambio de ello, os ayudarán de vez en cuando.

—¿Es todo? —preguntó Hurd echándose a reír—. Mucho más de lo que nos ofrecen los de la Colina, ¿eh, padre?

Gutheran volvió lentamente su enorme cabeza para contemplar a su hijo.

—Sí —murmuró, y esa sola palabra parecía contener una advertencia.

—La Colina..., ¿qué es eso? —inquirió Moonglum.

Nadie le respondió. Se oyó entonces una carcajada histérica que provenía de la entrada del Gran Salón. Apareció allí un hombre delgado y macilento, con la mirada fija en la lejanía. A pesar de tener el rostro demacrado, sus rasgos se parecían mucho a los de Gutheran. Llevaba un instrumento de cuerdas y cada vez que lo tocaba, se oía un sonido lastimero que resonaba con insistente melancolía.

—Mira, padre, es el ciego Veerkad —dijo Hurd, despectivo—, tu hermano, el juglar. ¿Le hacemos cantar para nosotros?

—¿Cantar?

—¿Le hacemos cantar sus canciones, padre? La boca de Gutheran tembló y se retorció en una mueca; al cabo de un momento, dijo:

—Puede entretener a nuestros huéspedes con una balada heroica si así lo desea, pero...

—Pero no debe cantar ciertas canciones... —continuó Hurd con una sonrisa maliciosa. Daba la impresión de que deseaba atormentar deliberadamente a su padre por algo que Elric no alcanzaba a adivinar. Hurd le gritó al ciego—: ¡Vamos, tío Veerkad... canta!

—Hay unos extraños aquí presentes —dijo Veerkad y sus palabras resonaron por encima del lamento de su propia música—. Hay extraños en Org.

Hurd rió entre clientes y bebió más vino. Gutheran miraba ceñudo y no dejaba de temblar y de morderse las uñas.

—Nos gustaría oír una canción, trovador —gritó Elric.

—Entonces, forasteros, os cantaré la canción de los Tres Reyes en la Oscuridad, así oiréis la espantosa historia de los Reyes de Org.

—¡No! —gritó Gutheran, poniéndose en pie de un salto, pero Veerkad ya se había puesto a cantar.

Tres Reyes en la oscuridad yacen,

Gutheran de Org y yo,

bajo un cielo triste y sin sol.

El tercero bajo la Colina yace.

Cuándo se levantará el tercero,

sólo cuando muera otro...

—¡Basta! —aulló Gutheran presa de un ataque de ira; se puso en pie, abandonó la mesa a los tumbos, presa del terror y con el rostro blanco como el papel, se acercó al ciego y lo golpeó. Dos golpes y el juglar cayó al suelo y allí quedó sin moverse—. ¡Sacadlo de aquí! Y que no vuelva a entrar—, chilló el rey con los labios cubiertos de espuma.

Hurd, que por un momento recuperó la sobriedad, saltó al otro lado de la mesa volcando platos y copas y aferró a su padre del brazo.

—Cálmate, padre. He pensado en otro modo de divertirnos.

—¡Tú lo único que pretendes es arrebatarme el trono! Has sido tú quien animó a Veerkad para que cantara su horrible canción. Sabes que no puedo escucharla sin que... —Se interrumpió y miró hacia la puerta—. Un día, la leyenda se hará realidad y el Rey de la Colina vendrá. Entonces yo, tú y Org pereceremos.

—Padre —insistió Hurd con una sonrisa espantosa—, permite que la mujer que nos visita baile para nosotros una danza en honor de los dioses.

—¿Qué?

—Que permitas que la mujer baile para nosotros, padre.

Elric lo oyó. A esas alturas, los efectos de la droga debían de haberse disipado ya. No podía arriesgarse a desvelar su juego ofreciéndole a sus compañeros otra dosis. Se puso en pie.

—Vuestras palabras son un sacrilegio, Príncipe.

—Os hemos ofrecido diversión. En Org la costumbre dicta que los visitantes también han de divertirnos de algún modo.

Se respiraba la amenaza. Elric se arrepintió de haber ideado aquel plan para engañar a los hombres de Org. Pero ya nada podía hacer. Había pretendido exigirles un tributo en nombre de los Dioses, pero era evidente que aquellos hombres enloquecidos temían mucho más otros peligros más inmediatos y tangibles que los representados por cualquiera de los Dioses.

Había cometido un error, había puesto en peligro las vidas de sus amigos así como la suya propia. ¿Qué hacer? Zarozinia murmuró:

—En Ilmiora el arte de la danza le es enseñado a todas las damas. Déjame bailar para ellos. Quizá aplaque sus ánimos, y con suerte, podré engatusarlos para facilitar nuestro trabajo.

—Arioco sabe que nuestra tarea es harto difícil. Fui un tonto al concebir este plan. Está bien, Zarozinia, baila para ellos, pero hazlo con cuidado. — Dirigiéndose a Hurd, añadió—: Nuestra compañera bailará para vosotros y os mostrará la belleza que los Dioses han creado. Luego deberéis pagar vuestro tributo, pues nuestros amos se están impacientando.

—¿El tributo? —inquirió Gutheran levantando la cabeza—. No habías dicho nada de un tributo.

—Debéis expresar vuestro reconocimiento a los Dioses con metales y piedras preciosas, Rey Gutheran. Creí que así lo habíais entendido.

—Os asemejáis más a unos ladrones corrientes que a unos mensajeros sobrenaturales, amigos míos. Las gentes de Qrg somos pobres y no tenemos nada que ofrecer a los charlatanes.

—¡Mide tus palabras, Rey! —La voz clara de Elric resonó, amenazante, en la estancia.

—Veamos la danza y luego juzgaremos la verdad de lo que nos has dicho.

Elric tomó asiento, y cuando Zarozinia se puso en pie, le aferró la mano por debajo de la mesa para infundirle valor.

La muchacha se dirigió con paso seguro y agraciado hasta el centro del salón y allí comenzó a bailar. Elric, que la amaba, quedó asombrado por su gracia y su maestría. Bailó las antiguas y hermosas danzas de Ilmiora, dejando arrobados incluso a los estúpidos hombres de Org; mientras así danzaba, la enorme y dorada Copa de los Huéspedes fue introducida en la estancia. Hurd se inclinó por delante de su padre y le dijo a Elric:

—La Copa de los Huéspedes, mi señor. La costumbre dicta que nuestros invitados han de beber de ella en señal de amistad.

Elric asintió; estaba visiblemente molesto de que interrumpieran su contemplación de la maravillosa danza; sus ojos seguían a Zarozinia mientras ésta se movía por la estancia. En el salón se produjo un silencio.

Hurd le entregó la copa y el albino se la llevó distraídamente a los labios, al ver que Zarozinia se había subido a la mesa y comenzaba a acercarse hacia donde él estaba sentado. Cuando Elric tomó el primer sorbo, Zarozinia lanzó un grito y de una patada le arrancó la copa de la mano. El vino se derramó sobre Gutheran y Hurd, quien se levantó, sorprendido.

—Contiene veneno, Elric. ¡Lo han envenenado! Hurd la abofeteó en plena cara. La muchacha cayó de la mesa y quedó tendida en el suelo mugriento.

—¡Perra! ¿Acaso un poco de vino envenenado puede dañar a los mensajeros de los Dioses?

Enfurecido, Elric apartó a Gutheran de un empellón y golpeó a Hurd con tal furia que le hizo escupir un chorro de sangre. Pero el veneno comenzaba a surtir efecto. Gutheran gritó algo y Moonglum desenvainó el sable al tiempo que miraba hacia arriba. Elric comenzó a tambalearse; empezaba a perder el sentido y la escena adquirió ante sus ojos una cualidad irreal. Alcanzó a ver que unos sirvientes aferraban a Zarozinia, pero no logró ver cómo reaccionaba Moonglum. Sintió náuseas y un terrible mareo que le impedían continuar en pie.

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