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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (8 page)

Moonglum frunció la nariz, inclinó la cabeza en dirección al sitio por el que habían llegado e inquirió:

—¿Regresamos ya? Podemos evitar Troos, cortar camino por un extremo de Org y llegar a Bakshaan en poco más de un día. ¿Qué me dices, Elric?

—No dudo que en Bakshaan seríamos recibidos con el mismo calor que nos recibieron en Nadsokor —repuso Elric frunciendo el entrecejo—. Recordarán aún la destrucción que provocamos, y las riquezas que les arrancamos a sus mercaderes. No, tengo ganas de explorar un poco el bosque. He oído muchas historias sobre Org y su monstruoso bosque, y me gustaría conocer la verdad. Mi espada y mi magia nos protegerán si fuera preciso.

Moonglum lanzó un suspiro y le dijo:

—Elric, por esta vez te pido que no nos expongamos al peligro.

Elric le sonrió gélidamente. Sus ojos carmesíes brillaban con una intensidad peculiar en su rostro mortalmente pálido.

—¿El peligro? No puede traer más que la muerte.

—Pues la muerte no es lo que más deseo en estos momentos, —dijo Moonglum—. Los antros de placer de Bakshaan, o si lo prefieres, Jadmar, que por otra parte...

Pero Elric ya había espoleado a su caballo para que se internara en el bosque. Moonglum lanzó otro suspiro y fue tras él.

Unas flores negras no tardaron en ocultar gran parte del cielo, que ya estaba bastante oscuro, y los jinetes no lograron ver más que a pocos pasos de distancia. El resto del bosque parecía vasto e irregular; en realidad, todo esto lo presentían, puesto que la oscuridad impenetrable ocultaba a la vista gran parte de cuanto les rodeaba.

Moonglum reconoció el bosque por las descripciones que había oído de labios de viajeros enloquecidos que se emborrachaban en la oscuridad de las tabernas de Nadsokor.

—Éste es el Bosque de Troos, no hay duda —le dijo a Elric—. Se habla de cómo el Pueblo Condenado descargó sobre la tierra unas fuerzas tremendas que provocaron terribles cambios en hombres, animales y plantas. Este bosque es su última creación, y el último en perecer. Hay ciertas ocasiones en que los hijos siempre odian a los padres —concluyó Elric, misterioso.

—Unos hijos con los que habría que ser sumamente cautelosos, diría yo — repuso Moonglum—. Hay quienes dicen que cuando alcanzaron la cima de su poder, carecían de Dioses que les infundieran miedo.

—Un pueblo en verdad osado —replicó Elric con una leve sonrisa—. Es digno de mi respeto. Pero ahora, el temor y los Dioses han regresado y en cierto modo, eso resulta reconfortante.

Moonglum reflexionó un instante sobre este último punto, pero no dijo

nada.

Comenzaba a sentirse inquieto.

Aquel lugar estaba plagado de susurros y murmullos malignos, aunque por lo que podían ver, no estaba habitado por animal alguno. Había una desconcertante ausencia de pájaros, roedores e insectos, y a pesar de que a ninguno de los dos les gustaban esas criaturas, habrían agradecido su compañía en aquel bosque inquietante.

Con voz temblorosa, Moonglum comenzó a entonar una canción con la esperanza de que lo animase y le ayudara a olvidar aquel bosque acechante.

La sonrisa y la palabra son mi ofício;

con ellas consigo mi beneficio.

Aunque mi cuerpo es breve y mi valor reducido,

mi fama tardará mucho en perecer.

Y así cantando, Moonglum recuperó su natural amabilidad, mientras cabalgaba tras el hombre que consideraba su amigo, un amigo que ejercía sobre él una especie de dominio, aunque ninguno de los dos lo reconociera.

Elric sonrió al oír la canción de Moonglum y dijo:

—Dudo que cantarle a la propia brevedad física y a la propia ausencia de valor sirva de mucho para mantener alejado al enemigo, Moonglum.

—Pero de este modo no ofrezco provocación alguna —le espetó. Moonglum, desenvuelto—. Si le canto a mis defectos, estoy a salvo. Pero si me jactara de mis talentos, alguien podría considerarlo como un reto y decidir darme una lección.

—Es cierto —asintió Elric—, serio—, y tus palabras son acertadas.

Comenzó a señalar ciertas flores y hojas y a hacer comentarios sobre su extraño color y textura, a referirse a ellas con palabras que Moonglum apenas comprendía, aunque sabía que las palabras formaban parte del vocabulario de un hechicero. Al albino no parecían asaltarle los mismos temores que acosaban al Oriental, pero en ocasiones, Moonglum había comprobado que en Elric las apariencias solían ocultar exactamente lo opuesto de lo que indicaban.

Se detuvieron a descansar un momento, mientras Elric examinaba una serie de muestras que había arrancado de árboles y plantas. Las depositó cuidadosamente en el morral que llevaba colgado del cinturón, sin darle a Moonglum ninguna explicación.

—Andando —le ordenó—, los misterios de Troos nos esperan. En ese instante, una voz de mujer les dijo desde la oscuridad:

—Ahorraos el viaje para otro día, forasteros.

Elric refrenó a su caballo, y llevó la mano a la empuñadura de Tormentosa. La voz había ejercido en él un efecto inusual. Se trataba de una voz grave y profunda que, por un momento, le había hecho palpitar el corazón con más fuerza. Presintió que se encontraba al inicio de uno de los senderos del Destino, pero ignoraba adonde le conduciría. Se apresuró a controlar su mente y luego su cuerpo, y miró hacia las sombras de donde provenía aquella voz.

—Sois muy amable al ofrecernos vuestro consejo, señora —dijo, empecinado—. Dejad que os veamos y explicadnos...

La mujer avanzó despacio, montada sobre un negro caballo castrado que corveteaba con un ímpetu que apenas lograba sofrenar. Moonglum se quedó boquiabierto, pues a pesar de poseer unos rasgos muy acentuados, aquella mujer era increíblemente hermosa. Su rostro y su porte eran aristocráticos; tenia los ojos de un tono verde grisáceo, y en ellos se combinaban el enigma y la inocencia. Era muy joven. A pesar de su femineidad y belleza evidentes, Moonglum calculó que tendría poco más de diecisiete años.

—¿Cabalgáis sola? —inquirió Elric frunciendo el ceño.

—Ahora sí —repuso la muchacha tratando de disimular el asombro que le provocaba el color del albino—. Necesito ayuda..., protección. Es preciso que algún hombre me escolte, para llegar a salvo hasta Karlaak. Una vez allí, será recompensado.

—¿Karlaak, junto al Erial de los Sollozos? Se encuentra al otro lado de Ilmiora, a cien leguas y a una semana de viaje yendo a buen paso. —Elric no esperó a que la muchacha respondiera—. No somos mercenarios, mi señora.

—Entonces debéis obediencia a los votos que, como caballero habéis hecho, señor, y no podéis negarme lo que os pido.

—¿Caballero, señora? —Elric lanzó una breve carcajada—. No provenimos de las advenedizas naciones del Sur con sus extraños códigos y normas de comportamiento. Somos nobles de antigua cuna, cuyos actos sólo obedecen a los mandatos de nuestro propio deseo. No nos pediríais eso en que tanto insistís si conocierais nuestros nombres.

La muchacha se humedeció los labios plenos y con timidez preguntó:

—¿Quiénes sois... ?

—Elric de Melniboné, señora; en el Oeste me llaman también Elric, Asesino de Mujeres; y éste que aquí veis es Moonglum de Elwher, que carece de conciencia.

—Me han llegado ciertas leyendas —dijo la muchacha—, que hablan del ladrón de rostro pálido, del brujo engendrado por los infiernos, poseedor de una espada que se bebe las almas de los hombres...

—Son ciertas. Y aunque las sucesivas narraciones le hayan añadido detalles, esas leyendas apenas logran describir las oscuras verdades que subyacen en sus orígenes. Y ahora, señora, decidme, ¿aún queréis nuestra ayuda? —La voz de Elric era amable, nada amenazante, porque advirtió que la muchacha estaba muy asustada, aunque había logrado controlar los indicios del miedo y había apretado los labios con ánimo decidido.

—No me queda más remedio. Estoy a vuestra merced. Mi padre, el Senador Superior de Karlaak, es muy rico. Como ya sabréis, Karlaak recibe también el nombre de Ciudad de las Torres de Jade, y poseemos ámbar y jade a montones; parte de esas riquezas podría ser vuestra.

—Tened cuidado, señora, no provoquéis mis iras —le advirtió Elric, pero en los ojos de Moonglum brilló la avaricia—. No somos jamelgos en alquiler, ni mercancías a la venta. —Sonrió con desdén y añadió—: Además, provengo de la arrasada Imrryr, la Soñada, de la Isla del Dragón, centro de la Antigua Melniboné, y sé muy bien lo que es la belleza. Vuestras fruslerías no pueden tentar a alguien que ha contemplado el blanco Corazón de Arioco, la enceguecedora iridiscencia que despide el Trono de Rubí, los lánguidos e inefables colores de la piedra Actorios engarzada en el Anillo de los Reyes. Son más que joyas, señora..., contienen la vida del universo.

—Os pido disculpas, Señor Elric, y a vos, Señor Moonglum. Elric se echó a reír casi con afecto.

—Somos unos bufones sombríos, señora, pero los Dioses de la Suerte nos han asistido en nuestra huida de Nadsokor, y estamos en deuda con ellos. Os escoltaremos hasta Karlaak, Ciudad de las Torres de Jade, y exploraremos el

Bosque de Troos en otra ocasión. El agradecimiento de la muchacha se vio moderado por la expresión cauta de sus ojos.

—Y ahora que ya hemos hecho las presentaciones .—dijo Elric—, quizá tengáis la amabilidad de darnos vuestro nombre y contarnos vuestra historia.

—Soy Zarozinia de Karlaak, una de las hijas de Voashoon, el clan más poderoso del sudeste de Ilmiora. Tenemos parientes en las ciudades mercantiles de las costas de Pikarayd, y había ido en compañía de dos primos y mi tío a visitarlos.

—Un viaje peligroso, lady Zarozinia.

—Es verdad, y no sólo existen peligros naturales, señor. Hace dos semanas, nos despedimos y emprendimos el viaje de regreso. Atravesamos sin dificultad el Estrecho de Vilmir; una vez allí, empleamos a unos soldados para formar una caravana y poder así continuar viaje a través de Vilmir y luego a Ilmiora. Evitamos Nadsokor, porque habíamos oído decir que la Ciudad de los Pordioseros es poco hospitalaria con los viajeros honrados...

—Y a veces también con los ímprobos, tal como hemos podido apreciar — añadió Elric con una sonrisa.

Una vez más, la expresión de la muchacha indicó que le resultaba difícil asociar el evidente buen humor de Elric con su mala reputación.

—Cuando dejamos atrás Nadsokor —prosiguió la muchacha—, vinimos en esta dirección y llegamos a los confines de Org, donde se encuentra Troos. Viajamos con suma precaución, pues conocíamos la negra fama de Org, por ello nos mantuvimos siempre en los límites del bosque. Fue entonces cuando caímos en una emboscada y nuestros soldados nos abandonaron.

—Una emboscada, ¿eh? —intervino Moonglum— ¿Obra de quién, señora?

—Por su desagradable aspecto y sus siluetas bajas y rechonchas, parecían nativos. Cayeron sobre la caravana; mi tío y mis primos lucharon valerosamente pero fueron asesinados. Uno de mis primos le asestó una fuerte palmada en las ancas a mi caballo, que salió al galope con tanto ímpetu que fui incapaz de controlarlo. Me llegaron... unos aullidos terribles..., unos gritos enloquecidos y unas risas impúdicas... Cuando por fin logré refrenar a mi caballo, no supe dónde me encontraba. Más tarde, os oí acercaros y esperé a que os alejarais, pues temía que también fueseis de Org, pero al oír vuestros acentos y parte de vuestra conversación, pensé que quizá podríais ayudarme.

—Y os ayudaremos, señora —dijo Moonglum, inclinándose galantemente en la silla de montar—. Estoy en deuda con vos por haber convencido a mi señor Elric de que nos necesitabais. De no haber sido por vos, en estos momentos nos encontraríamos en el corazón de este horrible bosque, sin duda sometidos a espantosos terrores. Os ofrezco mis condolencias por la muerte de vuestros parientes, y os aseguro que a partir de ahora seréis protegida por algo más que espadas y corazones valientes, pues de ser preciso, se echará mano de la magia.

—Esperemos que no sea preciso —dijo Elric frunciendo el entrecejo—. Amigo Moonglum, para ser un hombre que detesta ese arte, hablas de la magia de un modo muy alegre.

Moonglum sonrió, irónico.

—Consolaba a la joven dama, Elric. Debo reconocer que he tenido ocasión de estar agradecido a tus horribles poderes. Y ahora sugiero que acampemos para pasar la noche, y poder partir al amanecer con recobradas fuerzas.

—Apruebo tu idea —dijo Elric al tiempo que miraba de reojo a la muchacha, presa de una cierta incomodidad.

Volvió a notar que el corazón le palpitaba con fuerza y le resultó más difícil controlarlo.

La muchacha también parecía fascinada por el albino. Entre los dos existía una atracción que podía llegar a ser lo bastante fuerte como para lanzar el destino de ambos por unos senderos notablemente distintos de cuanto habían imaginado.

La noche volvió a caer rápidamente, pues en aquellas regiones los días eran cortos. Mientras Moonglum se ocupaba del fuego, atisbando nervioso a su alrededor, Zarozinia, cuya capa ricamente bordada de oro relucía a la luz de la fogata, se dirigía con gracia hacia donde Elric estaba sentado, clasificando las hierbas que había recogido. La muchacha lo observó, cautelosa, y al ver que estaba absorto, se dedicó a mirarlo con manifiesta curiosidad.

Elric levantó la vista y sonrió levemente; por una vez, sus ojos no estaban a la defensiva, y su extraño rostro pareció franco y agradable.

—Algunas de estas hierbas tienen poderes curativos —le explicó—, otras se utilizan para invocar a los espíritus. Las hay que otorgan una fuerza sobrenatural a quien las bebe y vuelven locos a los hombres. Me resultarán útiles.

La muchacha se sentó a su lado, y con la mano de gruesos dedos se apartó de la cara la negra cabellera. Sus pequeños pechos subían y bajaban rápidamente.

—Señor Elric, ¿en verdad sois el terrible hacedor de males del que tanto hablan las leyendas? Porque me resulta difícil creerlo.

—He llevado el mal a muchos lugares, pero con frecuencia había allí maldades comparables a la mía. No pretendo justificarme, porque sé lo que soy. y sé lo que he hecho. He asesinado a brujos malévolos y destruido a opresores, pero también he sido responsable de la muerte de hombres cabales, de una mujer, de mi primo, a quien yo amaba, y los maté..., o bien lo hizo mi espada.

—¿Y sois vos quien domina vuestra espada?

—Algunas veces no lo sé. Pero sin ella, soy impotente. —Posó la mano sobre la empuñadura de Tormentosa—. Debería estarle agradecido. —Una vez más, sus ojos carmesíes se tornaron más profundos y ocultaron alguna amarga emoción enraizada en el fondo de su alma.

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