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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (3 page)

De lo alto del pabellón más grande, de tonos dorados y carmesíes, ondeaba un estandarte en cuyo fondo aparecía un dragón echado en azul sobre blanco. Era la tienda de Dyvim Tvar y de ella salió a toda prisa el Amo de los Dragones, abrochándose el cinturón de la espada, mientras en sus ojos inteligentes se reflejaba el asombro y la cautela.

Dyvim Tvar era un poco mayor que Elric y llevaba el sello de la nobleza melnibonesa. Su madre había sido princesa, prima de la madre de Elric. Tenía los pómulos altos y delicados, los ojos ligeramente almendrados, mientras que su cabeza era estrecha y se afinaba hacia las mandíbulas. Como Elric, tenía las orejas pequeñas, casi desprovistas de lóbulo y un tanto puntiagudas. Sus manos —la izquierda se cerraba alrededor de la empuñadura de su espada— tenían unos dedos largos y, al igual que su piel, eran pálidas, aunque no tanto como el blanco mortecino de las del albino. A grandes zancadas se acercó al Emperador de Melniboné, controlando sus emociones. Cuando se halló a escasos metros de Elric, Dyvim Tvar se inclinó despacio, con la cabeza gacha y el rostro oculto. Cuando volvió a levantar la vista, sus ojos se encontraron con los de Elric.

—Dyvim Tvar, Señor de las Cuevas de los Dragones, saluda a Elric, Señor de Melniboné, Exponente de sus Artes Secretas. —El Amo de los Dragones pronunció el antiquísimo saludo ritual con tono severo.

Elric no se sentía tan confiado como parecía cuando replicó:

—Elric, Señor de Melniboné, saluda a su leal súbdito y exige a Dyvim Tvar que le otorgue audiencia.

No resultaba adecuado, según las antiguas normas melnibonesas, que el rey solicitase audiencia a uno de sus súbditos, y el Amo de los Dragones lo comprendió al instante.

—Sería para mí un honor si mi señor me permitiera acompañarle a mi pabellón.

Elric desmontó y se dirigió hacia el pabellón de Dyvim Tvar. Moonglum también desmontó e hizo ademán de seguirlo, pero Elric lo contuvo con un gesto. Los dos nobles imrryrianos entraron en la tienda.

En el interior, una pequeña lámpara de aceite aumentaba la sombría luz del día que se filtraba a través de la colorida tela. La tienda estaba amueblada con sencillez; en ella aparecían una dura cama de soldado, una mesa y varios taburetes de madera. Dyvim Tvar hizo una reverencia y en silencio le indicó a Elric que se sentara en uno de los taburetes.

Los dos hombres permanecieron callados durante unos momentos. Ninguno dejó que las emociones se reflejaran en sus facciones controladas. Simplemente permanecieron allí sentados, mirándose a la cara. Al cabo de un rato, Elric dijo:

—Me tienes por un traidor, un ladrón, un asesino de mi propio linaje y de mis compatriotas, Amo de los Dragones. Dyvim Tvar asintió y repuso:

—Con permiso de mi señor, he de decir que estoy de acuerdo con él.

—En los viejos tiempos, cuando hablábamos a solas, nunca fuimos tan formales —le recordó Elric—. Olvidémonos del ritual y de las tradiciones. Melniboné ya no existe y sus hijos son vagabundos. Nos reunimos como solíamos hacerlo antes, es decir, como iguales..., aunque sólo ahora es esto enteramente cierto. Somos iguales. El Trono de Rubí se desplomó entre las cenizas de Imrryr y ahora no hay emperador que pueda ocuparlo.

—Es verdad, Elric —admitió Dyvim Tvar con un suspiro—. Pero ¿por qué has venido? Estábamos contentos de olvidarte. Y a pesar de que los deseos de venganza seguían latentes, no hicimos nada por ir tras de ti. ¿Has venido a burlarte?

—Sabes bien que jamás haría una cosa así, Dyvim Tvar. Últimamente duermo muy poco, y cuando lo hago, tengo unas pesadillas tan horrendas que prefiero la vigilia. Sabes que Yyrkoon me obligó a hacer lo que hice cuando usurpó el trono por segunda vez, después de que yo confiara en él como Regente, y cuando, por segunda vez, sumió a su hermana, a quien yo amaba, en un sueño hechizado. Secundar a esa flota ladrona era mi única esperanza de obligarle a deshacer su embrujo y liberar a Cymoril. Actué impulsado por la venganza, pero fue Tormentosa, mi espada, y no yo, quien mató a Cymoril.

—Ya, ya lo sé. —Dyvim Tvar volvió a suspirar y con una mano enjoyada se frotó la cara—. Pero eso no explica por qué has venido. No deberías tener contacto alguno con tu gente. Nos inspiras precaución, Elric. Y aunque permitiéramos que volvieras a guiarnos, seguirías tu malhadado camino y nos arrastrarías contigo. Allí no hay futuro ni para mí ni para mis hombres.

—Es verdad. Pero necesito tu ayuda sólo por esta vez... después, nuestros caminos podrán volver a separarse.

—Deberíamos matarte, Elric. Pero ¿qué crimen sería más nefasto? ¿El no hacer justicia matando a nuestro traidor..., o un regicidio? Me planteas un problema en un momento en el que ya tengo demasiados. ¿He de tratar de resolverlo?

—No he hecho más que cumplir un papel en la historia —dijo Elric con convicción—, A la larga, el tiempo habría hecho lo mismo que yo. No hice más que adelantar el día... y lo hice cuando tú y tu gente os mostrabais más preparados para combatirlo y adoptar una nueva forma de vida.

—Ése es un punto de vista, Elric —dijo Dyvim Tvar con una irónica sonrisa—. Debo admitir que hay en ello algo de verdad. Pero ve a decírselo a los hombres que perdieron casa y familia por tu culpa. Ve a decírselo a los guerreros que tuvieron que ocuparse de sus compañeros mutilados, a los hermanos, padres y esposos, cuyas esposas, hijas y hermanas, esas orgullosas mujeres melnibonesas, hubieron de acostumbrarse a complacer a los bárbaros despojadores.

—Es verdad —dijo Elric, y bajó la vista. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz muy queda—: Nada puedo hacer para devolver cuanto ha perdido nuestro pueblo... aunque quisiera. Con frecuencia añoro a Imrryr, y sus mujeres, sus vinos y diversiones. Pero puedo ofrecerte un botín. Puedo ofrecerte el palacio más rico de Bakshaan. Olvida las viejas heridas y sígueme por esta sola vez.

—¿Acaso vas tras las riquezas de Bakshaan? ¡Nunca fuiste muy amante de joyas y metales preciosos! ¿Qué te impulsa esta vez, Elric?

Elric se pasó las manos por los blancos cabellos. Sus ojos carmesíes reflejaban su preocupación.

—Una vez más, la venganza, Dyvim Tvar. Estoy en deuda con un brujo de Pan Tang..., un tal Theleb K'aarna. Habrás oído hablar de él. Es bastante poderoso para pertenecer a una estirpe relativamente joven.

—Entonces, uniremos nuestras fuerzas, Elric —dijo Dyvim Tvar sombríamente—. ¡No eres el único melnibonés que está en deuda con Theleb K'aarna! Por culpa de esa reina ramera, Yishana de Jharkor, hace unos años, uno de nuestros hombres halló la muerte de un modo sucio y horrendo. Murió a manos de Theleb K'aarna porque prodigaba sus caricias a Yishana, que buscaba a alguien con quien sustituirte. Podemos unirnos para vengar esa sangre, Rey Elric, y será una excusa apropiada para quienes preferirían mojar en tu sangre sus cuchillos.

Elric no se alegró. De pronto tuvo la premonición de que aquella afortunada coincidencia tendría resultados graves e imprevisibles. Pero sonrió. 

3

En un abismo humeante, más allá de los límites del tiempo y el espacio, una criatura comenzó a moverse. A su alrededor, las sombras se agitaron. Eran las sombras de las almas de los hombres; y esas sombras que se agitaban en la brillante oscuridad eran dueñas de la criatura. Ella les permitía dominarla, con tal de que pagaran un precio. En la lengua de los hombres, esa criatura tenía un nombre. Se llamaba Quaolnargj acudía cuando se invocaba su nombre.

En esos momentos se movía. Oyó como su nombre traspasaba las barreras que normalmente bloqueaban su comunicación con la Tierra. La invocación del nombre abría temporalmente un sendero entre esas barreras intangibles. Volvió a moverse cuando su nombre fue invocado por segunda vez. La criatura no sabía por qué la llamaban ni qué la llamaba. Sólo era confusamente consciente de un hecho. Cuando se abriera el sendero, podría alimentarse. No comía carne ni bebía sangre, sino que se alimentaba de las mentes y las almas de hombres y mujeres adultos. De vez en cuando, como aperitivo, se deleitaba con los bocados de la fuerza vital inocente que extraía de los niños. Los animales no le llamaban la atención, puesto que en ellos no había conciencia suficiente como para saborear. A pesar de su estupidez, la criatura era una gastrónoma y una conocedora.

Su nombre fue invocado por tercera vez. Volvió a moverse y fluyó hacia adelante. Se acercaba el momento en el cual, una vez más, podría alimentarse...

Theleb K'aarna se estremeció. Básicamente, se consideraba un hombre pacífico. Él no tenía la culpa de que su avaricioso amor por Yishana le hubiera conducido a la locura. Él no tenía la culpa si, por ella, controlaba a varios demonios poderosos y malévolos que, a cambio de los esclavos y los enemigos con que los alimentaba, protegían el palacio de Nikorn, el mercader. Sentía la profunda convicción de que él no tenía la culpa de todo aquello. Fueron las circunstancias las que lo condenaron. Entristecido, deseó no haber conocido nunca a Yishana, no haber regresado a su lado después de aquel desgraciado episodio en las afueras de las murallas de Tanelorn. Volvió a estremecerse en el interior de la estrella de cinco puntas mientras invocaba a Quaolnargn. Su embrionario talento para la precognición le había permitido atisbar el futuro inmediato y sabía que Elric se preparaba para enfrentarse a él. Theleb K'aarna aprovechaba para invocar toda la ayuda que pudiese controlar. Quaolnargn debía ser enviado a destruir a Elric, si podía hacerlo, antes de que el albino se acercase al castillo. Theleb K'aarna se congratuló por haber conservado el mechón de blancos cabellos que, en el pasado, le permitió enviar hasta Elric a otro demonio, ahora desaparecido.

Quaolnargn sabía que se acercaba a su amo. Se impulsó indolentemente hacia adelante y al penetrar en el extraño continuo sintió un dolor punzante. La criatura sabía que el alma de su amo estaba suspendida ahí delante, pero por algún motivo decepcionante, resultaba inalcanzable. Algo cayó ante la criatura.

Después de olisquearlo, Quaolnargn supo qué debía hacer. Aquello formaba parte de su alimento. Agradecida, la criatura se fue tras su presa antes de que el dolor, propio de una estancia prolongada en un sitio extraño, aumentara demasiado.

Elric cabalgaba al frente de sus compatriotas. A su derecha iba Dyvim Tvar, el Amo de los Dragones, y a su izquierda, Moonglum de Elwher. Tras él cabalgaban doscientos hombres, y a continuación iban los carros con el botín, las máquinas de guerra y los esclavos.

La caravana resplandecía con sus estandartes orgullosos y las largas lanzas brillantes de Imrryr. Iban vestidos de acero, con afiladas espinilleras, yelmos y hombreras. Sus petos estaban pulidos y lanzaban destellos allí donde se abrían sus largos coletos de pieles. Sobre los coletos llevaban brillantes capas de telas imrryrianas, que centelleaban bajo la pálida luz del sol. Los arqueros cabalgaban muy cerca de Elric y sus compañeros. Llevaban potentes arcos de hueso desencordados, que sólo ellos sabían usar. Sobre las espaldas cargaban las aljabas repletas de flechas con plumas negras. A continuación iban los lanceros, con sus brillantes lanzas inclinadas para que no chocasen contra las ramas bajas de los árboles. Tras ellos cabalgaba la fuerza principal: los soldados espadachines imrryrianos que llevaban largas espadas y armas blancas cortas, que eran demasiado cortas para ser verdaderas espadas y demasiado largas para llevar el nombre de cuchillos. Cabalgaban rodeando Bakshaan, hacia el palacio de Nikorn, que se encontraba al norte de la ciudad. Aquellos hombres cabalgaban en silencio. No sabían qué decir, pues Elric, su Señor, los conducía a la batalla por primera vez en cinco años.

Tormentosa, la espada negra de los infiernos, tintineaba bajo la mano de Elric, y esperaba ansiosa la matanza. Moonglum se removía en la silla, nervioso ante la inminencia del combate en el cual intervendría la magia negra. Moonglum no se sentía en absoluto atraído por las artes mágicas ni las criaturas que engendraban. Para él, los hombres debían entablar sus batallas sin ninguna ayuda. Cabalgaban nerviosos y tensos.

Tormentosa se agitó al costado de Elric. Un débil quejido emanó del metal; el tono era de advertencia. Elric levantó una mano y los caballos detuvieron el paso.

—Se acerca algo a lo cual sólo yo puedo enfrentarme —le informó a sus hombres—. Continuaré solo.

Espoleó a su caballo hasta que alcanzó un medio galope y mantuvo la vista al frente. La voz de Tormentosa se hizo más audible y aguda..., un grito ahogado. El caballo tembló; Elric tenía los nervios a flor de piel. No esperaba que las dificultades aparecieran tan pronto y rogó porque, fuera cual fuese el mal que se agazapaba en el bosque, no estuviera dirigido a él.

—Arioco, no me abandones —suplicó con un hilo de voz—. Ayúdame ahora y te ofreceré en sacrificio una veintena de guerreros. Ayúdame, Arioco.

Un olor pestilente penetró en la nariz de Elric. Tosió y se cubrió la boca con las manos, mientras sus ojos buscaban el origen del hedor. El caballo relinchó. Elric saltó de la silla y le dio una palmada en la grupa a su cabalgadura para que regresase por el sendero. Se agazapó con cautela y empuñó a Tormentosa—, la espada negra temblaba desde la punta hasta el pomo.

Notó la presencia de la criatura con la visión mágica de sus antepasados antes de verla con sus propios ojos. Reconoció su forma. Él mismo era uno de sus amos. Pero esta vez no poseía control alguno sobre Quaolnargn: no se encontraba en el centro de una estrella de cinco puntas y su única protección eran su espada y su ingenio. Pero también conocía la fuerza de Quaolnargn, por eso se estremeció. ¿Sería capaz de vencer semejante horror sin ayuda?

—¡A rioco! ¡A rioco! ¡Ayúdame! Fue un grito agudo y desesperado.

—¡Arioco!

No había tiempo para conjurar un hechizo. Quaolnargn se encontraba ante él: era un enorme escuerzo verde que se acercaba saltando obscenamente por el sendero, mientras se quejaba en silencio del dolor fomentado por la Tierra. Se alzó ante Elric y el albino quedó envuelto por su sombra incluso cuando la criatura se hallaba aún a diez pasos de él. Elric respiró veloz y volvió a gritar:

—¡Arioco! ¡Sangre y almas para ti si me ayudas ahora mismo!

De pronto, el demonio—escuerzo saltó.

Elric se hizo a un lado, pero una pata de largas uñas lo alcanzó y lo lanzó volando contra la maleza. Quaolnargn se volvió torpemente y abrió, ávido, la sucia boca dejando al descubierto un agujero desdentado del que emanaba un hedor repugnante.

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