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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (20 page)

—Señores, nos enorgullecemos de haber venido a veros para aprender las verdades más simples, que son las únicas verdades..., las que vosotros podáis enseñarnos.

El portavoz sonrió modestamente y repuso:

—No somos quiénes para definir la verdad, lo único que podemos hacer es ofreceros nuestros pensamientos incompletos. Quizá podrían resultaros interesantes o ayudaros a encontrar vuestras propias verdades.

—Así es —dijo Rackhir sin saber a ciencia cierta con qué estaba de acuerdo, pero juzgó que era lo mejor—. Nos preguntábamos si no tendríais alguna sugerencia que hacernos en relación con el asunto que nos preocupa..., la protección de nuestra Tanelorn.

—Seríamos incapaces de mostrarnos tan orgullosos como para imponer nuestros criterios. No somos intelectos superiores —repuso el portavoz, imperturbable—. Además, no confiamos en nuestras propias decisiones; quién sabe si no pueden llegar a ser equivocadas o a fundamentarse en informaciones falsas.

—Ciertamente —dijo Lamsar, considerando que debía adularlos utilizando para ello la humildad de la que hacían gala—, y es una suerte para nosotros, Señores míos, que no confundamos el orgullo con el conocimiento, pues es el hombre callado, que observa y dice poco, quien más ve. Por tanto, aunque sabemos que no confiáis en que vuestras sugerencias o vuestra ayuda puedan ser útiles, a pesar de ello, tomamos ejemplo de vuestra conducta y humildemente os preguntamos si conocéis alguna forma en la que podamos rescatar a Tanelorn.

Rackhir apenas había podido seguir las complejidades del argumento aparentemente cándido de Lamsar, pero notó que los Señores Grises estaban satisfechos. Entretanto, por el rabillo del ojo observaba a Sorana. La mujer sonreía para sí, y resultaba evidente, por las características de su sonrisa, que se estaban comportando del modo correcto. Sorana escuchaba atentamente, y Rackhir maldijo para sus adentros que los Señores del Caos estuvieran al tanto de todo y que, aunque él y Lamsar lograsen obtener la ayuda de los Señores Grises, pudiesen prever y detener cualquier acción que emprendiesen para salvar a Tanelorn.

El portavoz conferenció con sus compañeros en una lengua diáfana y finalmente dijo:

—Son raras las ocasiones que se nos presentan de tratar con hombres tan valientes e inteligentes. ¿Cómo pueden nuestras mentes insignificantes auxiliaros de un modo ventajoso?

Rackhir se dio cuenta de repente de que, después de todo, los Señores Grises no eran demasiado listos, y a punto estuvo de echarse a reír. Gracias a sus adulaciones habían obtenido la ayuda que buscaban.

—Narjhan del Caos —repuso— capitanea un inmenso ejército de escoria humana, un ejército de pordioseros, y ha jurado destruir Tanelorn y matar a sus habitantes. Necesitamos la ayuda de algún tipo de magia para combatir a alguien tan poderoso como Narjhan y derrotar a los pordioseros.

—Pero Tanelorn no puede ser destruida... —dijo uno de los Señores

Grises.

—Es eterna —dijo otro.

—Pero esta manifestación —murmuró el tercero—. Ah..., sí...

—En Kaleef hay unos escarabajos —añadió un Señor Gris que no había hablado hasta ese momento— que poseen un veneno peculiar.

—¿Escarabajos, mi señor? —inquirió Rackhir.

—Son grandes como mamuts —dijo el tercer Señor—, pero pueden cambiar de tamaño... y alterar también el tamaño de su presa si es demasiado grande para sus gaznates.

—Con respecto a ese asunto —dijo el portavoz—, existe una quimera que vive en las montañas, al sur de aquí... También puede cambiar de forma y lleva dentro de sí un gran odio hacia el Caos, pues el Caos fue quien la alimentó y la abandonó sin una forma propia.

—En Himerschal hay cuatro hermanos dotados de poderes mágicos — dijo el segundo Señor, para ser interrumpido por el primero.

—Esa magia no les sirve si abandonan su dimensión —dijo—. Sin embargo, había pensado en revivir al Mago Azul.

—Es demasiado peligroso. Además, está fuera de nuestros poderes —dijo su compañero.

Continuaron discutiendo durante un rato; Rackhir y Lamsar esperaban en silencio.

Al cabo de un tiempo, el portavoz dijo:

—Hemos decidido que los Barqueros de Xerlerenes son quizá los mejores equipados para ayudaros en la defensa de Tanelorn. Debéis ir a las montañas de Xerlerenes y encontrar allí su lago.

—Un lago —dijo Lamsar—, en una cadena de montañas. Ya.

—No —dijo el Señor Gris—, su lago se encuentra encima de las montañas. Buscaremos a alguien que os acompañe. Quizá los Barqueros puedan ayudaros.

—¿No podéis garantizarnos nada más?

—No, nada más..., no es nuestra misión entrometernos. Ellos son quienes han de decidir si desean ayudaros o no.

—Ya —dijo Rackhir—, gracias.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que se marchara de Tanelorn? ¿Cuánto faltaba para que el ejército de pordioseros de Narjhan llegara a la ciudad? ¿Acaso habría llegado ya?

De pronto tuvo una idea. Buscó a Sorana, pero la muchacha había abandonado la tienda.

—¿Dónde se encuentra Xerlerenes? —inquirió Lamsar.

—No está en nuestro reino —repuso uno de los Señores Grises—, acompañadme, os buscaremos un guía.

Sorana pronunció las palabras necesarias que la llevaron de inmediato al medio mundo azul con el que tan familiarizada estaba. En él no había más colores, sólo las infinitas tonalidades del azul. Allí esperó hasta que Eequor se percató de su presencia. En aquella eternidad, no supo precisar cuánto tiempo había esperado.

La horda de pordioseros se detuvo disciplinada y lentamente al recibir una señal de su jefe. Del yelmo que estaba siempre cerrado salió una voz hueca.

—Mañana marcharemos contra Tanelorn..., el momento que habíamos esperado está muy cerca. Acampad ahora. Mañana Tanelorn será castigada y las piedras de sus casas serán polvo en el viento.

El millón de pordioseros cacareó de contento y se pasó la lengua por los labios delgados. Ni uno solo de ellos preguntó por qué habían viajado hasta tan lejos, y eso se debió al poder de Narjhan.

En Tanelorn, Brut y Zas, el Manco, discutían en tonos pacíficos y medidos acerca de la naturaleza de la muerte. Los dos estaban tristes, menos por ellos que por Tanelorn, que no tardaría en perecer. Afuera, un ejército digno de compasión intentaba formar un cordón alrededor de la ciudad, pero no lograba rellenar los huecos entre los hombres, porque había muy pocos. En las casas ardía la lumbre como si fuera por última vez, y la llama de las velas oscilaba con pesar.

Sorana, que sudaba como solía hacerlo en circunstancias parecidas, regresó al plano ocupado por los Señores Grises y descubrió que Rackhir, Lamsar y su guía se disponían a partir. Eequor le había dicho lo que debía hacer: debía ponerse en contacto con Narjhan. Los Señores del Caos se encargarían del resto. La muchacha le lanzó un beso a su antiguo amante cuando lo vio salir al galope del campamento e internarse en la noche. Él le sonrió, desafiante, pero cuando volvió la cara y ella ya no lo veía, frunció el ceño; los tres jinetes cabalgaron en silencio hacia el Valle de las Corrientes, donde entraron en el mundo en el que se encontraban las Montañas de Xerlerenes. En cuanto llegaron, se les presentó el peligro.

Su guía, un peregrino llamado Timeras, señaló hacia el cielo nocturno que se veía perfilado contra los peñascos escalpados.

—En este mundo dominan los espíritus del aire —dijo—. ¡Mirad!

Vieron una bandada de búhos, de enormes ojos brillantes, que se lanzaba en picado ominosamente. Sólo cuando se hubieron acercado, los hombres se dieron cuenta de que se trataba de unos búhos enormes, casi del tamaño de una persona. Sin desmontar, Rackhir tensó el arco.

—¿Cómo han podido enterarse tan pronto de nuestra presencia? —inquirió Timeras.

—Sorana —repuso Rackhir, sin dejar de preparar su arco—, debió de advertir a los Señores del Caos, y ellos han enviado a estos horribles pájaros.

Cuando la primera de estas aves se abalanzó sobre su presa, mostrando sus enormes garras, con el inmenso pico abierto, él le disparó una flecha al cuello, y el búho lanzó un chillido y se elevó en el aire. De su arco arrullador salieron muchas flechas que dieron en el blanco; Timeras había sacado su espada y se defendía de ellos, agachándose cuando los búhos bajaban en picado.

Lamsar observaba la batalla sin tomar parte en ella, parecía pensativo en un momento en que debía reaccionar.

—Si en este mundo dominan los espíritus del aire —dijo—, entonces no les gustará nada encontrarse con una fuerza más poderosa de otros espíritus. —Y mientras esto decía, se devanaba los sesos tratando de recordar un encantamiento.

A Rackhir sólo le quedaban dos flechas en el carcaj cuando por fin lograron ahuyentar a los búhos. Era evidente que los pájaros no habían sido utilizados nunca contra presas que se defendieran, y por eso, no habían luchado con demasiado lucimiento a pesar de su superioridad numérica.

—Nos esperan más peligros —dijo Rackhir un tanto tembloroso—, pues los Señores del Caos utilizarán otros medios para detenernos. ¿A qué distancia se encuentra Xerlerenes?

—No muy lejos —repuso Timeras—, pero el camino es difícil.

Continuaron cabalgando seguidos de Lamsar, que iba sumido en sus pensamientos.

Picaron espuelas obligando a sus caballos a subir por un empinado sendero de montaña; abajo quedaba un profundísimo precipicio. Rackhir, a quien no le hacían demasiada gracia las alturas, se mantuvo lo más pegado posible a la ladera de la montaña. De haber tenido dioses a los cuales rogar, les habría implorado ayuda.

Los enormes peces se acercaron a ellos volando, o nadando, cuando doblaron una curva. Eran semiluminosos, grandes como tiburones pero con aletas más amplias que utilizaban para planear en el aire como si fueran rayas. Resultaba evidente que se trataba de peces. Timeras desenvainó la espada, pero Rackhir sólo tenía dos flechas, que de todos modos no le habrían servido de nada, pues había cientos de peces.

Lamsar se echó a reír y con voz de falsete dijo:

—¡Crackhor... pishtasta salallar!

En el cielo negro aparecieron unas enormes bolas de fuego multicolor que fueron adquiriendo unas extrañas formas bélicas que se lanzaron sobre los peces.

Las formas ígneas quemaron a los enormes peces y éstos cayeron incinerados al precipicio en medio de terribles chillidos.

—¡Espíritus del fuego! —exclamó Rackhir.

—Los espíritus del aire temen a estos seres —dijo Lamsar tranquilamente.

Los seres ígneos los acompañaron el resto del trayecto hasta Xerlerenes y aún seguían con ellos cuando amaneció, pues tu— vieron que ahuyentar a los muchos otros peligros que los Señores del Caos habían enviado contra ellos.

Al alborear vieron las barcas de Xerlerenes, ancladas en un cielo sereno con las velas plegadas; las nubes algodonosas jugueteaban alrededor de sus estilizadas quillas.

—Los Barqueros viven a bordo de sus barcas —anunció Time—ras—, porque son ellas las que desafían las leyes de la naturaleza, no ellos.

limeras ahuecó ambas manos, las acercó a la boca y gritó en el tranquilo aire de la montaña:

—¡Barqueros de Xerlerenes, hombres libres del aire, he aquí unos huéspedes en busca de ayuda!

Una cara negra y barbuda apareció por encima de la borda de una de las embarcaciones rojo doradas. El hombre se llevó una mano a la frente para protegerse del sol naciente y miró hacia abajo, donde ellos se encontraban. Luego volvió a desaparecer.

Al cabo de un rato, una escalera de finas tiras de cuero bajó serpenteando hasta donde se encontraban sus caballos, en la cima de la montaña, limeras la aferró, tiró para comprobar su firmeza y comenzó a subir. Rackhir tendió la mano y sujetó la escalera para que el guía ascendiera mejor. Parecía demasiado delgada para aguantar el peso de un hombre, pero en cuanto la tuvo entre las manos, se dio cuenta de que era la escalera más fuerte que había visto.

Lamsar gruñó cuando vio que Rackhir le hacía señas para que subiera, pero lo hizo con mucha destreza. Rackhir fue el último; fue tras sus compañeros y ascendió la escalera elevándose en el cielo entre los escarpados peñascos, hacia la embarcación que navegaba en el aire.

La flota estaba compuesta por unas veinte o treinta naves y Rackhir pensó que con su ayuda había bastantes posibilidades de rescatar a Tanelorn..., si Tanelorn continuaba en pie. Porque, de todos modos, Narjahn estaría al tanto de la naturaleza de la ayuda que buscaba.

Los perros hambrientos recibieron el amanecer con sus ladridos famélicos, y la horda de pordioseros, que ya comenzaba a ponerse en marcha, vio que Narjhan había montado en su caballo y hablaba con una recién llegada, una muchacha ataviada con negras túnicas cuyos pliegues volaban a su alrededor como agitados por el viento, pero no había viento. De su largo cuello pendía una joya.

Cuando hubo concluido su conversación con la recién llegada, Narjhan dio órdenes para que le trajeran un caballo, y la muchacha lo siguió a poca distancia cuando el ejército de pordioseros avanzó para cubrir la última etapa de su detestable viaje a Tanelorn.

Cuando vieron la hermosa Tanelorn y lo mal vigilada que estaba, los pordioseros se echaron a reír, pero Narjhan y la recién llegada miraron hacia el cielo.

—Quizá hayamos llegado a tiempo —dijo la voz hueca, y dio la orden de

atacar.

Aullando, los pordioseros echaron a correr hacia Tanelorn. El ataque había comenzado.

Brut se irguió en la silla de montar; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y hacían brillar su barba. En una mano enguantada empuñaba la enorme hacha de guerra y en la otra sostenía la maza con púas, cruzada sobre la silla. Zas, el Manco, aferró el pesado chafarote con el dorado león rampante del pomo apuntando hacia abajo. Con ese acero había logrado conquistar una corona en Andlermaigne, pero dudaba que lograse defender con éxito la paz que había conseguido en Tanelorn. A su lado, Uroch de Nieva, pálido pero iracundo, contemplaba el implacable avance de la horda de harapientos.

Aullando como posesos, los pordioseros se encontraron con los guerreros de Tanelorn, y a pesar de que éstos estaban en inferioridad de condiciones, lucharon desesperadamente pues defendían algo más que la vida o los amores: defendían aquello que les había dado un motivo para vivir.

Narjhan observaba la batalla montado en su cabalgadura, con Sorana a su lado, pues no podía tomar parte activa en la lucha, debía limitarse a mirar y, de ser necesario, utilizar la magia para ayudar a sus rehenes humanos o defender su persona.

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