Breve historia del mundo (10 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

Los funcionarios supremos de Roma se llamaban cónsules. Siempre había dos al mismo tiempo, y ejercían su cargo sólo durante un año. Luego, tenían que dimitir. Además de los patricios había, por supuesto, otros habitantes. Pero éstos no tenían antepasados ilustres, poseían menos campos y, por tanto, no eran personas de categoría. Se les llamaba plebeyos. Constituían casi una casta propia, parecida a las del Estado indio. Un plebeyo no podía casarse con una patricia. Y menos aún, desde luego, llegar a cónsul. En realidad, ni siquiera le estaba permitido depositar su voto en las asambleas, celebradas en el campo de Marte, a las afueras de la ciudad. Pero, como los plebeyos eran muchos y, además, personas tan duras y voluntariosas como los patricios, no aceptaron todo aquello tan fácilmente como los apacibles indios. En varias ocasiones amenazaron con marcharse, si no se les trataba mejor y no se les concedía también una participación en los campos y pastizales conquistados, reservados hasta entonces para sí por los patricios. Finalmente, tras una lucha implacable que duró varios siglos, los plebeyos consiguieron tener en el Estado romano exactamente los mismos derechos que los patricios. Uno de los dos cónsules debía ser patricio; y el otro, plebeyo. Eso era lo justo. El final de esta lucha larga y enrevesada coincidió, aproximadamente, con la época de Alejandro Magno.

Si te fijas en esa lucha podrás ver, más o menos, qué clase de personas fueron los romanos. No eran tan rápidos de pensamiento e inventiva como los atenienses. Tampoco disfrutaban tanto con los objetos bellos, las construcciones, las estatuas y los cantos; la reflexión sobre el mundo y la vida no era tampoco tan importante para ellos. Pero, una vez que se proponían algo, lo lograban. Aunque tardaran 200 años. Eran, ni más ni menos, unos auténticos campesinos asentados desde antiguo, y no unos marinos inestables como los atenienses. Sus posesiones, sus rebaños y sus tierras eran el objeto de su preocupación. No recorrieron mucho mundo, y tampoco fundaron colonias. Amaban su tierra natal y su ciudad. Querían que ella fuera poderosa, y todo lo hacían por ella: luchar y morir. Aparte de su tierra natal sólo existía otra cosa que les pareciera importante: su derecho. No el derecho de la justicia, ante el que todas las personas son iguales, sino el derecho plasmado en la ley, el derecho escrito. Sus leyes estaban inscritas en doce tablas de bronce colocadas en la plaza del mercado. Lo que aparecía en ellas, en palabras escuetas y severas, se aplicaba. Sin excepción. Y también sin compasión, sin concesiones, pues eran las leyes de su antigua patria. Y por eso mismo se trataba de leyes justas.

Hay muchas historias antiguas y hermosas que hablan de ese amor de los romanos por su patria y de su fidelidad a las leyes. Historias de padres que, en su función de jueces, condenaron a muerte a sus propios hijos sin pestañear, porque la ley lo ordenaba así. Historias de héroes que se sacrificaron sin dudar por sus compatriotas en combates o en prisión. Todas esas historias no tienen por qué ser ciertas al pie de la letra, pero demuestran qué era lo más importante para los romanos al enjuiciar a una persona: la dureza y el rigor consigo y con los demás cuando se trataba del derecho o de la patria. Ninguna desgracia podía atemorizar a aquellos romanos. No cedieron ni siquiera cuando su ciudad fue tomada e incendiada por un pueblo llegado del norte, los galos, en el año 390 a.C. La volvieron a reconstruir, la fortificaron de nuevo y obligaron progresivamente a las pequeñas ciudades vecinas a obedecerles.

En la época posterior a Alejandro Magno no les bastaron ya las pequeñas guerras con pequeñas ciudades y comenzaron seriamente a conquistar toda la península. Pero no en una única gran campaña triunfal, como Alejandro, sino bastante despacio. Trozo a trozo; ciudad a ciudad; país a país. Con la tenacidad y firmeza que constituían su principal característica. En general, solía suceder así: como Roma se había convertido en una ciudad poderosa, las demás ciudades italianas se habían aliado a ella. Los romanos aceptaban gustosos aquellas alianzas. Pero, si sus aliados tenían alguna vez una opinión distinta de la suya y no les seguían, se declaraba la guerra. Las compañías romanas, llamadas legiones, vencieron casi siempre. En cierta ocasión, una ciudad de Italia meridional llamó en su ayuda contra los romanos a un príncipe y caudillo griego, Pirro. Pirro avanzó con elefantes de guerra, tal como los griegos habían aprendido de los indios, y venció con ellos a las legiones romanas. Pero fueron tantos los que sucumbieron entre los suyos que, al parecer, dijo: «Otra victoria como ésta, y estoy perdido». Por eso, cuando un triunfo se cobra demasiadas víctimas, se sigue hablando aún hoy de victoria pírrica.

Pirro se retiró también muy pronto de Italia y, de ese modo, los romanos fueron señores de todo el sur de la península. Pero aquello no les bastó. Querían someter también la isla de Sicilia, especialmente fértil. Allí crecían magníficos cereales y había ricas colonias griegas. Pero Sicilia no pertenecía ya a los griegos sino a los fenicios.

Recordarás que los fenicios habían fundado por todas partes, antes aún que los griegos, delegaciones comerciales y ciudades, sobre todo en España y el norte de África. Una de esas ciudades fenicias norteafricanas era Cartago, la ciudad más rica y poderosa en un amplio radio. Sus habitantes eran fenicios, y en Roma se les llamaba púnicos. Sus barcos navegaban a grandes distancias por el mar y llevaban a todas partes mercancías de cualquier país. Y como habitaban tan cerca de Sicilia, tomaban de allí el grano que necesitaban.

Así, los cartagineses fueron los primeros grandes adversarios de los romanos. Y, además, unos adversarios muy peligrosos. Es cierto que casi nunca luchaban ellos mismos, como los romanos, pero tenían suficiente dinero como para hacer que combatieran por ellos soldados extranjeros. En la guerra que estalló entonces en Sicilia comenzaron ganando, sobre todo porque los romanos no tenían barcos y tampoco estaban habituados a navegar y combatir por mar. Tampoco sabían nada de construcción de naves. Pero, en cierta ocasión, encalló en Italia un barco cartaginés y los romanos lo tomaron como modelo y construyeron a toda prisa, en dos meses, muchas naves como aquélla. Entregaron todo su dinero para los barcos y, con su joven flota, vencieron a los cartagineses, que se vieron obligados a dejar Sicilia para los romanos. Aquello ocurrió en el 241 a.C.

Pero sólo era el principio de la lucha entre ambas ciudades. Los cartagineses pensaban: si nos quitan Sicilia, conquistaremos España. Allí no había romanos, sino sólo tribus feroces. Pero los romanos no quisieron tampoco permitirlo. En aquel momento, los cartagineses tenían en España a un general, Hanón, cuyo hijo, Aníbal, era un hombre extraordinario. Había crecido entre soldados y conocía la guerra como ningún otro. Estaba acostumbrado al hambre, el frío, el calor y la sed y a marchar durante días y noches. Era valiente y sabía mandar; astuto cuando quería engañar a un enemigo, e increíblemente resistente cuando deseaba destruirlo. No era un hombre arrojado, como hay muchos, sino una persona que en la guerra pensaba en todo, como un buen jugador de ajedrez.

Además, eran un buen cartaginés. Odiaba a los romanos, que querían mandar sobre su ciudad natal. Y en aquel momento en que los romanos se inmiscuían en España, pensó que las cosas habían ido demasiado lejos. Así pues, partió de España con un gran ejército y volvió a llevar consigo elefantes de guerra. Se trataba de un arma terrorífica. Cruzó toda Francia y tuvo que pasar con todos sus elefantes por ríos y montañas y, finalmente, por encima de los Alpes para llegar a Italia. Probablemente atravesó el puerto llamado actualmente Mont Cenis. Yo mismo estuve allí en cierta ocasión. Hoy corre por él una amplia carretera con muchas curvas. Pero resulta totalmente incomprensible cómo Aníbal pudo abrirse paso entonces a través de aquellas montañas salvajes y sin caminos. En ellas se abren abruptos valles, desfiladeros cortados a pico y resbaladizas pendientes de hierba. No me gustaría ir por allí con un elefante, y menos con 40. Además, ya era septiembre y había caído nieve en las cumbres. Pero Aníbal se abrió camino, él y su ejército, y bajó a Italia. Los romanos se le enfrentaron, pero el cartaginés triunfó sobre sus tropas en una batalla sangrienta. Un segundo ejército romano cayó sobre su campamento de noche, pero Aníbal se salvó con una argucia. Ató en los cuernos de un rebaño de bueyes antorchas encendidas y los lanzó monte abajo, desde el lugar donde se encontraba su campamento. En medio de la oscuridad, los romanos creyeron que los soldados de Aníbal avanzaban con antorchas y les siguieron. Cuando los alcanzaron se dieron cuenta de que eran bueyes. ¡Con qué ojos debieron de mirarlos!

Los romanos tenían un general muy inteligente, llamado Quinto Fabio Máximo, que no deseaba atacar a Aníbal. Pensaba que, en un país extranjero, éste acabaría impacientándose y cometería alguna necedad. Pero a los romanos no les gustaba esperar. Se burlaron de Quinto Fabio Máximo, lo llamaron Cunctator, es decir, el Vacilante, y atacaron a Aníbal en un lugar denominado Cannas. Y sufrieron un espantoso descalabro. Los romanos tuvieron 40.000 muertos. Aquella batalla del año 217 a.C. fue su derrota más terrible. Sin embargo, Aníbal no marchó entonces contra Roma. Era prudente. Quiso esperar a que le enviaran tropas desde su patria, y ésa fue su desgracia, pues los cartagineses no mandaron refuerzos. Y sus soldados fueron abandonando poco a poco la disciplina entre saqueos y robos en las ciudades italianas. Los romanos no le atacaron ya directamente, pues le temían, pero llamaron a filas a todos los hombres válidos para la guerra. A todos, incluidos los muchachos y los esclavos. Todo italiano se convirtió en un soldado; y no se trataba de soldados contratados, como los de Aníbal, sino de romanos. Ya sabes qué significa esto. Lucharon contra los cartagineses en Sicilia y España; y donde no tenían por adversario a Aníbal, vencían siempre.

Al final, Aníbal hubo de regresar de Italia a África después de 14 años porque sus paisanos lo necesitaban allí. Los romanos habían llegado a las puertas de Cartago mandados por su general Escipión. El año 202 a.C., los romanos vencieron a Cartago. Los cartagineses se vieron obligados a quemar toda su flota y a pagar, además, una imponente compensación por daños de guerra. Aníbal tuvo que huir y, más tarde, se suicidó envenenándose para no caer prisionero de los romanos.

Roma se había hecho tan poderosa con aquella victoria que conquistó también Grecia, sometida aún al dominio macedonio, pero dividida y desgarrada, como era habitual. Los romanos se llevaron a su patria las obras de arte más bellas de la ciudad de Corinto y la incendiaron.

Roma se extendió también hacia el norte, hacia el país de los galos que la habían destruido 200 años antes. Los romanos conquistaron la comarca llamada actualmente Italia septentrional. Pero esto no les parecía todavía suficiente a algunos de ellos. No podían soportar que Cartago siguiera existiendo. Se dice, en especial, de un patricio llamado Catón, un hombre famoso por su empecinamiento, pero justo y honorable, que en cada una de las deliberaciones del consejo de Estado romano (el Senado), solía decir, viniera o no a cuento: «Por lo demás, creo que debemos destruir Cartago». Finalmente, los romanos lo hicieron. Recurrieron a un pretexto para atacarla. Los cartagineses se defendieron a la desesperada. Cuando los romanos habían tomado ya la ciudad, tuvieron que seguir luchando en las calles durante seis días casa por casa. A continuación, todos los cartagineses fueron muertos o hechos prisioneros. Se derribaron las viviendas, y el lugar donde antes se había alzado Cartago fue asolado y se pasó el arado por encima. Aquello ocurrió en el año 146 a.C. Fue el final de la ciudad de Aníbal. Roma se había convertido en la ciudad más poderosa del mundo de entonces.

UN ENEMIGO DE LA HISTORIA

Si la historia te ha aburrido hasta aquí, ahora vas a sentirte feliz.

En efecto; por los años en que Aníbal se encontraba en Italia (es decir, después del 220 a.C.) hubo en China un emperador que no podía soportar la historia, de modo que, el 213 a.C., ordenó quemar todos los libros de historia y todas las actas y noticias antiguas, así como todos los libros de cantos y todos los escritos de Confucio y Lao-tsé; en resumen, todos aquellos objetos sin una finalidad práctica. Sólo permitiría libros que tratasen del cultivo del campo y de algunas otras materias útiles. Quien poseyera otro tipo de libro debía ser ajusticiado.

Este emperador se llamaba Qin Shi Huangdi y fue uno de los mayores héroes guerreros que haya habido jamás. No vino al mundo como príncipe imperial, sino como hijo de uno de los príncipes de quienes ya he hablado. La provincia que gobernaba se llamaba Tsin (Qin), y así se llamaba también su familia. Es probable que el nombre actual de todo el país, «China», derive del suyo, aunque te parezca que «Tsin» y «China» suenan muy diferentes. Sin embargo, «chinos» y «tsinos» suenan parecido, ¿no es cierto?

Hay motivos más que suficientes para llamar a China por el nombre del príncipe de Tsin, pues no sólo llegó a ser con sus conquistas señor de toda ella, sino que estableció además un nuevo orden en todo. Expulsó a los demás príncipes y volvió a dividir el gigantesco imperio. Por eso, precisamente, quiso borrar cualquier recuerdo de tiempos anteriores, para poder comenzar de verdad desde el principio, ya que China debía ser enteramente obra suya. El emperador construyó carreteras a lo largo del país e inició una obra grandiosa: la muralla china, que en la actualidad es un poderoso muro fronterizo elevado y de más de 2.000 kilómetros de longitud, con almenas y torres, que recorre llanuras y valles y trepa por montes y colinas empinadas siguiendo un trazado regular. El emperador Qin Shi Huangdi la hizo construir para proteger China y a sus numerosos ciudadanos y agricultores laboriosos y pacíficos de los pueblos salvajes de la estepa, de las bandas de jinetes guerreros que recorrían sin rumbo las inmensas llanuras del interior de Asia. La enorme muralla debía mantener alejadas del imperio a esas hordas que caían sobre China una y otra vez para saquear, robar y asesinar. Y para ese fin fue, realmente, apropiada. Ha resistido durante milenios, aunque, como es natural, ha tenido que ser reparada a menudo, y todavía sigue en pie.

El propio emperador Qin Shi Huangdi no gobernó durante mucho tiempo. Tras él ascendió pronto al trono de los hijos del cielo otra familia. Era la familia de los Han. Los Han mantuvieron gustosos todo lo bueno llevado a cabo por el emperador Qin Shi Huangdi. Bajo ellos, China siguió siendo un Estado firme y unido. Pero los Han no eran ya enemigos de la historia. Al contrario. Recordaron cuánto debía China a las enseñanzas de Confucio. Se buscaron por todas partes antiguos escritos y resultó que, a pesar de todo, muchas personas habían tenido el valor de no quemarlos. A partir de entonces se coleccionaron y apreciaron el doble. Y sólo quien conociera bien esos escritos podía y debía llegar a ser funcionario en China.

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