Breve historia del mundo (11 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

China es, en realidad, el único país del mundo donde, durante muchos siglos, no gobernaron los nobles ni los soldados, ni tampoco los sacerdotes, sino los eruditos. No importaba que alguien fuera de origen distinguido o de baja cuna. Quien superase los exámenes se convertía en funcionario. El que mejor pasaba las dificilísimas pruebas recibía el cargo más elevado. Pero estos exámenes no eran sencillos. Había que saber escribir muchos miles de signos ideográficos. Y ya sabes que esto no es nada fácil en China. Pero, además, había que conocer de memoria el mayor número posible de libros y poder recitar, también de memoria y sin equivocarse nunca, las doctrinas y reglas de Confucio y otros antiguos sabios.

Así, la quema de libros de Qin Shi Huangdi no sirvió de nada; y la alegría que quizá te produjo fue inútil. Probablemente no sirve de nada prohibir la historia a uno mismo y a los demás. Quien quiera hacer algo nuevo debe conocer profundamente lo antiguo.

LOS DUEÑOS DEL MUNDO OCCIDENTAL

A los romanos no se les ocurrió jamás nada parecido a las ideas de Alejandro Magno. No pretendieron hacer con los países conquistados un gran imperio único donde todas las personas gozaran de los mismos derechos. No; los países conquistados por las legiones romanas —y el imperio crecía cada vez más deprisa— se convirtieron en provincias romanas. Eso significaba la presencia en sus ciudades de tropas y funcionarios romanos, que se comportaban con gran superioridad frente a los indígenas, aunque se tratara de fenicios, judíos o griegos, es decir, de pueblos con culturas muy antiguas. A los ojos de los romanos sólo estaban en este mundo para pagar. Tenían que abonar una enorme cantidad de impuestos y enviar a Roma cereales con la mayor frecuencia posible.

Si lo hacían así, se les dejaba en paz, hasta cierto punto. Tenían derecho a conservar su religión y a hablar su propia lengua. Además, los romanos les aportaban todo tipo de cosas buenas. Sobre todo, construían carreteras, un gran número de carreteras magníficamente pavimentadas que, partiendo de Roma, recorrían las llanuras y atravesaban los más lejanos puertos de montaña. Los romanos no lo hacían precisamente por amor a los habitantes de parajes remotos, sino para poder enviar muy deprisa noticias y tropas a todas las partes del imperio. También eran expertos en edificios prácticos.

Los romanos construyeron en especial magníficas conducciones de agua que partían de montañas lejanas y descendían a los valles, hasta las ciudades, donde se instalaban luego fuentes claras y baños para que los funcionarios romanos tuvieran también en el extranjero lo que estaban habituados a tener en su patria.

El ciudadano de Roma era siempre alguien completamente distinto del indígena. Su vida se regía por el derecho romano. En cualquier lugar del imperio en que se hallase podía dirigirse a un funcionario romano. La frase: «¡Soy ciudadano romano!», era entonces una especie de fórmula mágica. Si hasta entonces no se le había prestado atención, en cuanto alguien podía pronunciarla veía cómo todo el mundo se mostraba enseguida educado y amable con él.

Pero los auténticos señores del mundo eran propiamente los soldados romanos. Mantenían unido aquel inmenso imperio, reprimían a los nativos levantiscos y castigaban terriblemente a todos cuantos se les oponían. Al ser valientes y orgullosos y estar habituados al combate, conquistaban cada década un nuevo país al norte, al sur o al este. Cuando llegaban sus formaciones entrenadas y ejercitadas marcando el paso, con sus corazas de cuero cubiertas de metal, sus escudos y jabalinas, sus hondas y sus espadas y sus máquinas de guerra para disparar flechas y piedras era inútil que alguien se les resistiera. La guerra era su profesión favorita. Y una vez que habían vuelto a triunfar, entraban en Roma con sus generales al frente y llevando consigo todos los prisioneros y el botín. De ese modo hacían su entrada a través de pórticos y arcos de triunfo entre música festiva de trompetas y aclamados por el pueblo. Portaban retratos y cuadros en los que se podían ver sus victorias como en carteles. El general iba de pie en su carro, revestido con un traje púrpura bordado de estrellas, con la corona de laurel en la cabeza y llevando el mismo ropaje sagrado que Júpiter, el padre de los dioses, en su imagen del templo. De ese modo ascendía como un segundo Júpiter por la empinada calle hacia el templo situado en la ciudadela de Roma, el Capitolio. Y mientras ofrecía allí arriba solemnemente al dios una víctima en agradecimiento, los jefes de los enemigos vencidos eran ajusticiados más abajo.

Quien triunfaba a menudo de ese modo como general, quien obtenía mucho botín para sus tropas y les entregaba fincas en el campo al hacerse viejos y haber cumplido sus años de servicio, conseguía que los soldados le tuvieran afecto como a un padre. Estaban dispuestos a hacer todo por él, no sólo en tierras enemigas, sino también en la patria. En efecto, pensaban, un héroe tan maravilloso sabría también imponer, sin duda, orden en casa, lo cual solía ser a menudo necesario pues las cosas no iban siempre bien en Roma, que se había convertido en una gigantesca ciudad con mucha gente pobre sin nada para vivir. Si alguna vez las provincias dejaban de enviar grano a Roma, se desataba una hambruna en la ciudad.

En cierta ocasión, en torno al año 130 a.C. (es decir, 16 años después de la destrucción de Cartago), dos hermanos intentaron preocuparse por estas masas humanas pobres y hambrientas y asentarlas como labradores en la lejana África. Aquellos dos hermanos eran los Gracos. Pero ambos fueron muertos en el curso de las luchas políticas.

Al igual que los soldados, esas masas humanas se hallaban siempre dispuestas a hacer cualquier cosa por un hombre con tal de que les diera grano y les ofreciera hermosos festivales, pues a los romanos les encantaban los juegos festivos. No eran, desde luego, como los de los griegos, en los que los propios ciudadanos distinguidos practicaban el deporte e interpretaban cánticos en honor del padre de los dioses. Aquello habría parecido ridículo a los romanos. ¿Qué hombre serio y respetable se pondría a cantar o se despojaría de su ropaje solemne con sus numerosos pliegues, la toga, para lanzar una jabalina en presencia de otra gente? Ese tipo de cosas se reservaba para los prisioneros, a quienes se obligaba a combatir a brazo y con armas en el teatro en presencia de miles y miles de personas, y a luchar contra fieras salvajes y representar auténticas batallas. Los combates se desarrollaban tremendamente en serio y de forma muy sangrienta. Precisamente, lo que entusiasmaba a los romanos no era sólo que se hiciera combatir en el teatro a deportistas entrenados, sino también que se arrojara a condenados a muerte a las fieras salvajes, leones y osos, tigres y elefantes.

El que podía ofrecer al pueblo un gran número de esa clase de peleas fastuosas y repartir mucho grano era querido en la ciudad y podía permitirse cualquier cosa. Ya puedes imaginar que fueron muchos quienes lo intentaron. A veces, una de esas personas tenía de su parte al ejército y a los romanos distinguidos, mientras que otra contaba con las masas de los ciudadanos y los labradores empobrecidos. En tales casos, ambos luchaban durante largo tiempo por el poder, y tan pronto se imponía uno como el otro. Dos de estos enemigos fueron Mario y Sila. Mario había combatido en África y liberado, más tarde, con su ejército al imperio romano de un terrible peligro. El año 113 a.C., unos pueblos guerreros volvieron a invadir Italia desde el norte (como lo habían hecho en su momento los dorios en Grecia o los galos en Roma, 700 años después). Se llamaban cinabrios y teutones y estaban emparentados con los actuales alemanes. Luchaban con tanto valor que hicieron huir incluso a las legiones romanas. Sólo Mario, junto con su ejército, logró detenerlos y derrotarlos por completo.

De ese modo se convirtió en el hombre más elogiado de Roma. Pero, mientras tanto, Sila había seguido luchando en África y alcanzado la categoría de triunfador. Entonces, ambos combatieron entre sí. Mario hizo matar a todos los amigos de Sila. Y éste a su vez preparó largas listas con todos los romanos afectos a Mario y ordenó asesinarlos. En un gesto de generosidad, legó todos sus bienes al Estado. Luego, gobernó con sus soldados sobre el imperio hasta el año 79 a.C.

Los romanos habían experimentado grandes cambios durante aquella terrible confusión. Ya no eran labradores. Algunos ricos habían comprado las posesiones de los pequeños agricultores y pusieron a trabajar a esclavos en sus gigantescas fincas. Los romanos se acostumbraron en general a que todo lo hicieran los esclavos. No sólo los trabajos en minas y canteras; hasta los mismos profesores particulares de los hijos de la gente de categoría eran en su mayoría esclavos, prisioneros de guerra o descendientes de ellos. Se les trataba como si fueran mercancía. Y se compraban y vendían como bueyes u ovejas. Quien adquiría un esclavo pasaba a ser su dueño. Podía hacer con él lo que quisiera; incluso matarlo. Los esclavos no tenían ningún derecho. Algunos señores los vendían para juegos de esgrima en los teatros, donde tenían que luchar contra animales salvajes. Estos esclavos se llamaban gladiadores. Los gladiadores se rebelaron en cierta ocasión contra este trato. Un esclavo llamado Espartaco les exhortó a combatir, y muchos esclavos de las propiedades rurales se le unieron. Lucharon con una tremenda desesperación, y los romanos sólo consiguieron vencer a aquellos ejércitos de esclavos con dificultad. Luego, se vengaron, por supuesto, de manera terrible. El hecho sucedió el año 71 a.C.

En esta época hubo nuevos generales queridos por el pueblo romano. Sobre todo, uno: Cayo Julio César, que supo conseguir como otros inmensas sumas de dinero en préstamo para dar con ellas magníficas fiestas al pueblo y hacerle donaciones de grano. Pero supo también algo más. Era, sin duda, un gran general. Uno de los mayores que hayan existido. En cierta ocasión marchó a una guerra. Al cabo de pocos días llegó a Roma una carta suya en la que sólo aparecían tres palabras latinas:
Veni, vidi, vici
. Que significa en castellano: «Llegué, vi y vencí». Tal era la rapidez con que actuaba.

Conquistó Francia, que entonces se llamaba las Gallas, para el imperio romano y la convirtió en provincia. No fue ninguna minucia, pues en aquel país vivían pueblos extraordinariamente valientes y guerreros que no se dejaban amedrentar con facilidad. César combatió allí siete años. Entre el 58 y el 51 a.C. Y luchó contra los suizos, llamados entonces helvecios, contra los galos y contra los germanos. Cruzó dos veces el Rin hacia Alemania, y otras dos el mar, hacia Inglaterra, que los romanos conocían con el nombre de Bretaña. Lo hizo para imponer a los pueblos vecinos respeto a los romanos. Aunque los galos se defendieron durante años a la desesperada, César los venció una y otra vez y dejó por todas partes guarniciones de tropas. Desde entonces, las Galias fueron una provincia de Roma. La población se acostumbró pronto a hablar latín. Igual que en España. Por eso, porque las lenguas de los franceses y los españoles proceden de los romanos, se llaman lenguas romances.

Tras la conquista de las Galias, César marchó con su ejército a Italia y fue a partir de entonces el hombre más poderoso del mundo y combatió y venció a otros generales de quienes había sido aliado anteriormente. También trabó amistad con la bella reina de Egipto, Cleopatra, e incorporó este país al imperio romano. Luego se dispuso a poner orden, para lo cual estaba dotado de una gran capacidad, pues tenía también ordenada su cabeza. Podía dictar dos cartas a un tiempo, sin que sus pensamientos se confundieran. ¡Imagínate!

Pero no sólo introdujo orden en todo el imperio, sino también en el tiempo. ¿Qué significa esto? Quiere decir que reorganizó el calendario. Casi tal como lo tenemos hoy, con sus doce meses y los años bisiestos. El calendario, de acuerdo con su nombre de Cayo Julio César, se llama calendario juliano. Y como era una persona tan importante, se dio también su nombre a un mes: el mes de julio, que se llama así por aquel hombre delgado y calvo al que le gustaba llevar en la cabeza una corona de laurel confeccionada en oro y que encerraba en su cuerpo débil y enfermo una voluntad tan fuerte y una inteligencia tan clara.

César era entonces el hombre más poderoso del mundo. Habría podido llegar a ser rey del imperio mundial romano. Y lo habría conseguido. Pero los romanos eran celosos. También lo era su mejor amigo: Bruto. No querían dejarse gobernar por él. Pero como temían que los sometiera, decidieron asesinarlo. En el consejo de Estado romano, el Senado, lo rodearon de improviso y lo apuñalaron. César se defendió. Pero al ver a Bruto, dijo, al parecer: «¿También tú, Bruto, hijo mío?», y se dejó acuchillar por sus atacantes sin oponer resistencia. Era el año 44 a.C.

Después de julio viene agosto. César Octaviano Augusto (de donde deriva la palabra «agosto») era, en efecto, hijo adoptivo de Julio César. Tras largas luchas con diferentes generales por mar y por tierra, consiguió finalmente dominar todo el imperio en solitario a partir del año 31 a.C. Fue el primer emperador romano. De su nombre, César, deriva la palabra que en alemán significa «emperador»: Kaiser, pues los romanos no la pronunciaban como nosotros, «César», sino «Káesar», que se convirtió en «Kaiser».

Si Julio César había dado nombre a un mes, los romanos llamaron a otro por el de Augusto. Se lo había merecido realmente. No era una persona tan destacada como César, pero sí un hombre muy recto y reflexivo, muy capaz de gobernarse a sí mismo y que tenía, por tanto, el derecho a gobernar a otros. Se cuenta de él que nunca daba una orden ni decidía nada mientras estaba encolerizado. Cuando el enfado se apoderaba de él, recitaba antes por lo bajo el alfabeto. De ese modo pasaba un tiempo y a Augusto se le aclaraban las ideas. Así era él; un hombre con la cabeza clara que administraba bien y con justicia el extenso imperio. No era sólo un guerrero y no se dedicaba únicamente a contemplar juegos de gladiadores. Vivía de manera muy sencilla y tenía un gran sentido para las esculturas hermosas y los poemas bellos. Y como los romanos no sabían esculpir ni componer poesía tan bien como los griegos en su tiempo, hizo imitar las obras de arte más hermosas de aquellos y colocarlas en sus palacios y jardines. Los poetas romanos de su época (que son los más famosos de cuantos hubo en Roma) se esforzaron por componer de la manera más parecida a los griegos, que fueron sus modelos. Lo griego se consideraba entonces el colmo de lo bello. Por eso, en Roma era de buen tono hablar griego, leer a los antiguos poetas de Grecia y coleccionar obras de arte griegas. Aquello fue una suerte para nosotros, pues si los romanos no lo hubieran hecho, es posible que hoy no supiéramos casi nada de todos esos asuntos.

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