Breve historia del mundo (15 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

NO HAY MÁS DIOS QUE ALÁ, Y MAHOMA ES SU PROFETA

¿Te imaginas el desierto? El auténtico desierto, el de arena, recorrido por largas caravanas de camellos con pesadas cargas y raras mercancías. La arena se extiende por todas partes. Tan sólo a lo lejos se ven algunas palmeras que se alzan contra el cielo separadas por grandes distancias. Hacia ellas se dirigen las cabalgaduras, pues hay allí un oasis con una fuente y un poco de agua fangosa. Luego, la marcha continúa. Y, finalmente, la caravana llega a un oasis mayor donde hay toda una ciudad, con casas blancas en forma de cubos en las que viven personas de piel morena vestidas también de blanco, gente de pelo negro y ojos oscuros y brillantes. Los hombres, ya se ve, están acostumbrados a la lucha. Recorren el desierto sobre sus caballos, maravillosamente rápidos, saquean caravanas y combaten entre sí; oasis contra oasis, ciudad contra ciudad, tribu contra tribu. Eso es lo que vemos aún hoy en Arabia; y así debió de ser, sin duda alguna, hace miles de años. Sin embargo, en este extraño territorio desértico con sus escasos y combativos pobladores ocurrió lo más raro, tal vez, de cuanto voy a contarte.

La cosa fue así: en el tiempo en que los monjes aconsejaban a los sencillos campesinos de Alemania y en que los reyes de los merovingios dominaban sobre los francos, es decir, alrededor del año 600 d.C., nadie hablaba de los árabes, que recorrían el desierto sobre sus cabalgaduras, vivían en tiendas y luchaban entre sí. Tenían una fe sencilla sobre la que no reflexionaban demasiado. Rezaban a las estrellas, al igual que los antiguos babilonios, y sobre todo a una piedra que creían caída del cielo. La piedra se encontraba en un santuario llamado Kaaba, en la ciudad de La Meca, situada en un oasis. Los árabes solían peregrinar allí a través del desierto para orar.

Por aquellas fechas vivía en La Meca un hombre llamado Mahoma, hijo de Abdallah. Su padre era una persona distinguida, aunque no rica, y pertenecía a la familia encargada de custodiar el santuario de la Kaaba en La Meca. Murió muy pronto y no dejó a su hijo Mahoma más que cinco camellos. No era gran cosa, y Mahoma no pudo seguir viviendo mucho tiempo en el desierto, en el campamento de tiendas, como los demás hijos de las personas distinguidas, sino que hubo de ponerse al servicio de gente rica como pastor de cabras. Más tarde trabajó para una mujer adinerada mucho mayor que él y emprendió a su servicio largos viajes como camellero con las caravanas de mercaderes. Se casó con su patrona y vivió en feliz matrimonio. La pareja tuvo seis hijos, y Mahoma tomó además como hijo a su joven primo Alí.

Mahoma, aquel hombre fuerte y vivaz, de cabellos y barba negros, con su gran nariz aguileña y su andar grave y balanceante, era muy apreciado. Le llamaban «el justo». Pronto demostró interés por asuntos de fe y le gustaba hablar no sólo con los peregrinos árabes que llegaban a La Meca a visitar la Kaaba, sino también con cristianos de la cercana Abisinia y con judíos, bastante numerosos en los oasis árabes. Uno de los relatos contado tanto por los judíos como por los cristianos le impresionó de manera especial: la doctrina del único Dios, invisible y todopoderoso.

De noche, junto a la fuente, le gustaba que le hablaran de Abraham y José, de Cristo y María. Y un buen día, durante un viaje, tuvo de pronto una visión. ¿Sabes qué es eso? Un sueño en el que no se duerme. A Mahoma le pareció ver al arcángel Gabriel ante él y oyó cómo le hablaba con fuerte voz. «¡Lee!», exclamó el ángel. «No sé leer», balbuceó Mahoma. «¡Lee!», volvió a decirle el ángel en voz alta por segunda y tercera vez, ordenándole que rezara en nombre del señor, su dios. Mahoma regresó a casa completamente afectado por aquella visión. No sabía qué le había sucedido.

Durante tres años no dejó de reflexionar y dar vueltas a aquella experiencia. Finalmente, al cabo de esos años volvió a tener otra visión. Vio de nuevo ante sí al arcángel Gabriel circundado por la luz de una gloria celestial. Temblando y fuera de sí, Mahoma corrió a su casa y se tendió trastornado en la cama. Su mujer lo cubrió con un manto. Mientras estaba así tumbado, oyó de nuevo la voz: «Levántate y amonesta a la gente —le ordenó— y glorifica a tu señor». Aquello fue para Mahoma un mensaje de Dios que le ordenaba advertir al mundo de la amenaza del infierno y proclamar la grandeza del Dios único e invisible. Desde ese momento, Mahoma se sintió como el profeta, como el portavoz por cuya boca anunciaba Dios su voluntad a los humanos. Predicó en La Meca la doctrina del único dios omnipotente, el juez supremo que le había elegido a él, Mahoma, como su mensajero. Pero la mayoría de la gente se rió de él. Sólo su esposa y algunos miembros de la familia y amigos le creyeron.

Pero los sacerdotes del santuario de La Meca, aquellos personajes importantes encargados de su protección, vieron en Mahoma, naturalmente, no sólo un loco, sino también un enemigo peligroso. Así pues, prohibieron a todos los habitantes de La Meca comerciar con la familia de Mahoma y con sus seguidores. Esta prohibición se colgó de la Kaaba. Fue un golpe tremendo, y los amigos y familiares del profeta hubieron de padecer durante años hambre y necesidad. Pero Mahoma había conocido en La Meca algunos peregrinos llegados de fuera, de una ciudad de oasis enemistada desde hacía tiempo con La Meca. En aquella ciudad vivían muchos judíos, de modo que sus habitantes árabes conocían la doctrina del único dios, y la predicación de Mahoma les agradó.

Sin embargo, el hecho de que Mahoma predicara entre aquellas tribus enemigas y su amistad con ellas fuera en aumento irritó a la gente distinguida de La Meca, sobre todo a los guardianes de la Kaaba, que determinaron asesinarlo por alta traición. Mahoma envió a todos sus partidarios fuera de La Meca a la ciudad del desierto que había trabado amistad con él, y cuando los asesinos a sueldo entraron finalmente en su casa, huyó a esa ciudad por una ventana trasera el 16 de junio del año 622. Esta huida se llama en árabe «hégira», y los seguidores de Mahoma cuentan los años a partir de ella, como contaban los griegos por las olimpiadas, los romanos por la fundación de Roma y los cristianos por el nacimiento de Cristo.

Mahoma fue recibido solemnemente en esta ciudad, a la que más tarde se dio en su honor el nombre de Medina, la Ciudad del Profeta. Todo el mundo corrió a su encuentro y todos querían alojarlo. Para no ofender a nadie, Mahoma dijo que viviría allí donde fuera su camello por sí mismo. Y así lo hizo. Mahoma impartió entonces sus enseñanzas a sus seguidores, que le escucharon con agrado. Les contó cómo Dios se había manifestado a los judíos por medio de Abraham y Moisés, cómo había adoctrinado a los humanos por la boca de Cristo y cómo ahora le había elegido a él, Mahoma, para ser su profeta.

Les enseñó a temer sólo a Dios, que en árabe se dice Alá, y a nadie más. Según Mahoma, carece de sentido angustiarse o alegrarse, pues nuestro destino futuro está determinado de antemano por Dios y escrito en un gran libro. Lo que vaya a ser, será de todos modos; la hora de la muerte se nos ha fijado ya desde el principio. Debemos entregarnos a la voluntad de Dios. Ahora bien, «entrega» se dice «islam», por lo cual Mahoma dio a su doctrina el nombre de Islam. Explicó que sus seguidores debían luchar y vencer por esa doctrina, que no era pecado matar a un infiel que no quisiera reconocerlo como profeta y que el valiente guerrero que cayera combatiendo por Alá y el profeta iría al punto al paraíso, mientras que el infiel o el cobarde bajarían al infierno. Mahoma describió el paraíso a sus partidarios de manera especialmente magnífica en sus predicaciones, visiones y revelaciones, que reciben en conjunto el nombre de «Corán».

Los creyentes están allí recostados unos frente a otros sobre blandos almohadones; muchachos inmortales les sirven como pajes el mejor de los vinos en jarras y vasijas, y nadie se emborracha ni a nadie le duele la cabeza por beberlo; hay allí maravillosas frutas y toda la carne de aves que uno pueda desear; les atienden muchachas de grandes ojos, bellas como perlas. Los bienaventurados se reúnen bajo flores de loto sin espinas y plataneros en flor, bajo sombras extensas y junto a corrientes de aguas abundantes; sobre ellos cuelgan los racimos, y las copas de plata pasan sin cesar de mano en mano. Llevan vestidos de seda verde y brocado adornados con pasadores de plata.

Ya puedes figurarte que, para los pobres habitantes del ardoroso desierto, un paraíso así era una promesa por la que merecía la pena luchar y morir.

Entonces, los habitantes de Medina marcharon contra La Meca para vengar a su profeta y saquear las caravanas. Vencieron una vez y consiguieron un magnífico botín; pero luego volvieron a perderlo todo. Los habitantes de La Meca se presentaron ante Medina con intención de sitiarla, pero hubieron de dar la vuelta al cabo de diez días. Luego, Mahoma peregrinó a La Meca en compañía de 1.500 hombres armados. En La Meca no habían visto nunca de aquel modo, como un poderoso profeta, al pobre y ridiculizado Mahoma. Muchos se pasaron a sus filas y Mahoma conquistó pronto toda la ciudad con un ejército, pero perdonó la vida a sus habitantes y se limitó a arrojar fuera del santuario las imágenes de los ídolos. Se había convertido en un hombre poderoso, y para honrarlo llegaron de todas partes emisarios venidos de campamentos y oasis. Poco antes de morir predicó aún ante 40.000 peregrinos y les inculcó por última vez sus principios: que no hay más dios que Alá; que él, Mahoma, era su profeta; y que había que someter a los infieles. Les exhortó a que rezaran cinco veces al día de cara a La Meca, se abstuvieran de beber vino y fueran valerosos. Poco después moría, en el año 632.

En el Corán leemos: «Combatid a los infieles hasta acabar con cualquier resistencia». Y en otro pasaje: «Matad a los idólatras dondequiera que los halléis; hacedlos prisioneros, sitiadlos, acechadlos en todas partes. Pero, si se convierten, dejadlos ir en paz».

Los árabes se atuvieron a estas palabras del profeta y, una vez convertidos o muertos todos los habitantes de su desierto, marcharon a los países próximos guiados por los sucesores de Mahoma, o «califas», Abu Bakr y Ornar. Las naciones vecinas quedaron como paralizadas ante un fervor tan salvaje. Seis años después de la muerte de Mahoma, las tropas de guerreros árabes habían conquistado Palestina y Persia en luchas sangrientas y obtenido botines increíbles. Otros ejércitos marcharon contra Egipto, que pertenecía aún al imperio romano oriental, pero que era entonces una tierra cansada y empobrecida, y lo conquistaron en los cuatro años siguientes. La gran ciudad de Alejandría cayó también en sus manos. Se dice que Ornar preguntó en aquella ocasión qué se debía hacer con la magnífica biblioteca donde en otros tiempos había llegado a haber 700.000 libros en rollos de poetas, escritores y filósofos griegos. Y cuentan que Ornar dijo: «Si en los libros hay escrito lo que está también en el Corán, entonces sobran; y si hay en ellos algo diferente, son dañinos». No sabemos si esto es cierto, pero no hay duda de que siempre ha habido gente que pensaba de ese modo, o parecido; y así, en aquellas luchas y confusión, se perdió para siempre la valiosísima e importantísima colección de libros.

A partir de ese momento, el imperio árabe se extendió con una fuerza imponente. Partió de La Meca como un fuego, por así decirlo, en todas las direcciones, como si Mahoma hubiera arrojado allí sobre el mapa una chispa ardiente. De Persia pasó a la India; y de Egipto se propagó por todo el norte de África. Sin embargo, los árabes no mantuvieron la unidad. A la muerte de Omar eligieron varios califas o sucesores y lucharon entre sí de forma cruel y sanguinaria. Hacia el 670, unos ejércitos árabes intentaron conquistar también Constantinopla, la antigua capital del imperio romano oriental, pero sus habitantes se defendieron con heroísmo y desesperación durante siete años, hasta que los sitiadores se retiraron. En cambio, los árabes conquistaron desde África la isla de Sicilia. Pero esto no fue todo. Pasaron también a España, donde, como quizá recordarás, gobernaban los visigodos desde las migraciones de los pueblos. En una batalla que duró siete días enteros, el general Tarik se llevó la victoria y España quedó bajo el dominio mahometano.

Desde allí los árabes marcharon, a Francia, el reino de los francos, de los soberanos merovingios, y se enfrentaron a guerreros campesinos de tribus germánicas cristianas. El jefe de los francos era Carlos Martel, es decir, Carlos «el Martillo», por el coraje con que sabía golpear. Y, en efecto, el año 732, exactamente a los 100 de la muerte del profeta, venció a los árabes. Si Carlos Martel hubiera perdido en aquel entonces la batalla en los alrededores de Tours y Poitiers, en el sur de Francia, los árabes habrían conquistado seguramente todo el país junto con Alemania y habrían destruido los monasterios. Todos nosotros seríamos, quizá, mahometanos, como lo son aún hoy los persas y muchos indios, los árabes de Mesopotamia y Palestina, los egipcios y los norteafricanos.

Los árabes no siguieron siendo en general los feroces guerreros del desierto que habían sido en tiempos de Mahoma. Al contrario. En cuanto remitió un poco la primera furia guerrera, comenzaron a aprender en todos los países conquistados de los pueblos sometidos y convertidos. De los persas aprendieron a conocer todo el lujo del Oriente, el placer por las bellas alfombras y tejidos, los edificios suntuosos, los magníficos jardines y los artefactos preciosos de hermosos dibujos.

Como los mahometanos tenían prohibida la reproducción de la imagen de personas o animales a fin de eliminar cualquier recuerdo de la idolatría, decoraron sus palacios y mezquitas con magníficos trazos coloristas y entrelazados que llamamos arabescos, por los árabes. Pero, más aún que de los persas, los árabes aprendieron de los griegos que habitaban en las ciudades conquistadas del imperio romano oriental. Pronto dejaron de quemar libros y pasaron a coleccionarlos y leerlos. Leyeron con especial agrado los escritos de Aristóteles, el famoso maestro de Alejandro Magno, y los tradujeron también al árabe. De él aprendieron a interesarse por las cosas de la naturaleza y por las causas de todo. Y lo hicieron con gusto y dedicación. Muchos nombres científicos que oirás en el colegio en uno u otro momento vienen del árabe, por ejemplo los nombres de «química» o «álgebra». El libro que tienes en tus manos está hecho de papel, que también se lo debemos a los árabes, quienes lo aprendieron a su vez de prisioneros de guerra chinos.

Personalmente, sin embargo, siento un especial agradecimiento hacia los árabes por dos cosas. La primera, los maravillosos cuentos que narraron y escribieron y que podrás leer en las
Mil una noches
. La segunda es aún más fabulosa que los propios cuentos, aunque no se te ocurrirá de buenas a primeras. Presta atención: «12». ¿Por qué decirnos «doce», y no «uno-dos» o «uno y dos», que significa «tres»? Es que la unidad, me dirás, no es una unidad, sino una decena. ¿Sabes cómo escribían «doce» los romanos?: «XII». ¿Y 112?: «CXII». ¿Y 1112?: «MCXII». ¡Imagínate si tuviéramos que multiplicar y sumar con esas cifras romanas! Pero con nuestras cifras «árabes» es la mar de sencillo. No sólo porque son bellas y fáciles de escribir, sino porque poseen algo nuevo: un valor de posición. Un número situado a la izquierda de otros dos es una centena. Y cien se escribe como un uno con dos ceros.

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